Recuerdos desde México
Por Murielle Sánchez Montoya
Inti Peredo. Es un nombre difícil de olvidar e Irma no lo ha olvidado. Cuenta la historia arrebatándole al cigarro hasta su última partícula de nicotina. “No sabes lo doloroso que es”, dice, sus grandes ojos verdes brillantes de lucidez y lágrimas derramadas en privado.
“Lo conocí en una reunión de Electa y sus amigos”, recuerda. Trae al presente la época en que militantes del Partido Comunista Mexicano, al que ella pertenecía, hablaban de arte y revolución en casa de la pintora Electa Arenal Huerta.
Moreno y con bigote, la piel y las manos roídas por el sol, los ojos negros…Inti era el nombre de guerrillero de Guido Álvaro Peredo Leigue, boliviano que peleó en la Guerrilla de Ñancahuazú.
Guerrilleros y exiliados pasaban por esa casa por lo que a Irma no le sorprendió ver a uno más, pero la plática de ese primer encuentro le confirmó lo que ya dudaba, que no amaba al hombre con el que se había casado a los 26 años. Raúl, militar.
Si bien no se habló de matrimonio arreglado, qué más puede ser una unión en donde ella lo aceptó “porque quería tener hijos”. Ambos trabajaban, a pesar de la insistencia del esposo en preservar su orgullo masculino. Irma tenía dos trabajos y la larga jornada le permitía escapar de la cotidianidad aplastante de un cariño rancio, antes incluso de poder transformarse en amor.
“Para tu libertad bastan mis alas”, escribió Pablo Neruda, pues mientras las alas de Inti le bastaban a Irma, Raúl no era libre siquiera de sus propios prejuicios.
Bebieron, pasearon, platicaron y se conocieron mucho en muy poco tiempo, pero mientras la vida de Irma ya estaba definida, Inti era perseguido por el gobierno boliviano y la revolución seguía inconclusa.
Finalmente, le dijo a Irma que debía regresar a su país y pelear. Pelear hasta que la libertad fuera color rojo.
–“Ven conmigo.” Suplicó Inti.
–“No, no puedo abandonar a mis hijos”.
–“Ellos también pueden venir. Hay lugares para los hijos de la guerrilla”.
Irma sabía que imponerle a dos niños y un bebé una infancia marcada por la sangre y la persecución sería injusto. “Nos podrían haber matado en cualquier momento, no había piedad”.
Así que Inti se fue, Irma no recuerda la despedida. Sólo recuerda que a veces hablaba a su casa, a su trabajo para decirle que estaba bien, que la victoria sería suya. Tomaba el breve tiempo entre enfrentamientos armados y, disfrazado al punto de ser irreconocible, hablaba con ella algunos minutos.
De su lado, en México, ella se escondía también, de los oídos de su marido, de la mirada de sus colegas, del miedo que le provocaban los largos silencios sin noticias de Inti, sólo los ecos de sucesos que no aparecían en los periódicos y que nadie podía confirmar.
Un día de septiembre en 1969, caminando por el Centro Histórico, Irma se detuvo a leer el periódico. En las páginas interiores, aparecía la cabeza “Jefe guerrillero muerto a tiros en Bolivia” y debajo, una foto de Inti, los brazos cruzados en el ataúd que le daría el único verdadero descanso de su corta vida.
Irma soltó el periódico y olvidó ir al trabajo. Caminó, caminó por Eje Central, indiferente a los ruidos externos. Caminó sin sentir el dolor en las piernas, en los pies, el sol, el aire, el mundo. Caminó pensando en Inti, en el hombre que amaba y de quien tendría como última imagen esa foto en el periódico, su cuerpo observado y tocado por los periodistas.
El hombre más buscado de Bolivia expuesto a los medios por el gobierno de Luis Adolfo Siles Salinas, con signos de tortura aparentes en el cuerpo.