Por Natalia Padilla Carpizo
Conócete a ti mismo en tanto que producto de un proceso
histórico concreto que ha dejado en ti infinidad de huellas
sin, a la vez, dejar un inventario de ellas. Por tanto,
es un imperativo comenzar por recopilar ese inventario.
Gramsci
Me parece necesario recordar el largo historial que Occidente tiene en materia de violencia contra la alteridad, su hipocresía moral, la lista negra de crímenes que ha cometido contra los chivos expiatorios en turno, antes de respaldar el adoctrinamiento sobre los valores verdaderos y de sumarse a la campaña de acusación y persecución de los supuestos bárbaros, antes de admirar el vestido de gala con el que avanza por la pasarela de naciones civilizadas y ejemplares. Me parece imprescindible hacer un examen de consciencia sobre nuestro propio legado de intolerancia, sobre los antecedentes oscuros antes, durante y después de la fundación de una Europa que sigue inventando hogueras a donde arrojar a los sospechosos de herejía, a aquellos que poseen rasgos victimarios.
Las nociones de identidad y alteridad sostienen la estructura social de las comunidades, las maneras particulares como cada grupo interactúa alrededor de las concepciones de lo propio y de lo ajeno determinan un código que separa y une, que diferencia y asemeja.
En los mitos fundadores se recrea una versión de la historia que permite glorificar el origen y ocultar los yacimientos de violencia, también en los textos históricos los hechos son abordados siempre desde y hacia un lado de la batalla y en detrimento del adversario.
La sacralización transfigura un acontecimiento sórdido en una historia representada donde se borran las huellas de la violencia colectiva, las evidencias de los crímenes antiguos son encubiertas por un saber organizado y politizado con el fin de sacar de la memoria el homicidio fundador.
Occidente no ha parado de inventar enemigos a quien temer, a quien despreciar, a quien juzgar y condenar con la finalidad de erigirse como autoridad moral que defiende la justicia, el bien y la democracia, y enmascarar así su obsesivo deseo de dominación. Siempre ha buscado y encontrado muy buenas excusas para justificar su propia violencia, para convencerse de sus buenas intenciones, para complacer su vanidad, para no tener remordimientos ante su aparente misión mesiánica: redimir a la humanidad y enseñarles a distinguir el bien y el mal.

La moralina juzga y condena en virtud de criterios simplistas y maniqueos, se apropia del Bien supremo en nombre de la comunidad y evita el debate por juzgar indignos de refutación a sus adversarios, considerados como representantes del Mal. La moralina infunde en los individuos una compulsión por vigilar, perseguir, denunciar y condenar, conduce a la descalificación y a la condena del prójimo para siempre, irreversiblemente, por aquellos que se consideran en posición de juzgar. La moralina siempre obedece a un código binario bien/mal, justo/injusto, mientras la moral compleja está siempre inacabada, imperfecta, en combate y en movimiento continuo.
Conviene recordar la máxima sobre la ética que Kant enunció:
“Actúa únicamente siguiendo la máxima que hace que tú puedas querer al mismo tiempo que se convierta en una ley universal”. [1]
El fundamentalismo que vemos y tememos como proveniente del exterior, comparte el mismo origen y las mismas características que el proveniente del interior, uno es el reflejo del otro. Multitudes y sociedades enteras han sido y siguen siendo susceptibles de cegarse con sus propias ilusiones.
Los transgresores, pecadores, polígamos, blasfemos y herejes eran y siguen siendo los enemigos que Europa necesita para aliarse en su contra y consolidar su identidad, una identidad todavía susceptible de dejarse inflamar por el fanatismo y de desatar en la población los miedos y los odios más primitivos.
Se les atribuyen a los adversarios ideológicos las invalideces, anormalidades e inmoralidades para reafirmar la pertenencia de los acusadores a una identidad válida, normal y ejemplar. La diferencia produce recelo y es sentida como una amenaza porque deja entrever la relatividad del propio sistema, su fenecimiento, lo parcial y falible de la propia verdad y de la propia idea de Bien.
Los individuos y los grupos repiten cíclicamente en la historia los mismos mecanismos a la hora de vincularse tanto con la identidad como con la alteridad. Es difícil resistirse a utilizar la verdad como arma cuando se ve amenazado el bienestar o la vida por causas reales o imaginarias. Somos reincidentes en la necesidad de acusar, perseguir e intentar eliminar al extraño que nos inquieta con su rostro abyecto.
[1] Kant citado por Edgar Morin, p. 64