Por Mónica Monserrat Ramírez Rivera
4 de diciembre de 2016.- Pasan las 13 horas del 20 de noviembre e Hipólito trabaja como franelero en una colonia de la delegación Álvaro Obregón. Él llama “su territorio” a las tres cuadras que le corresponden, cuadras que ese día fueron apropiadas por un intruso. Hipólito, defiende su territorio. Está tan acostumbrado a la violencia que parece no sentir nada cuando su con contrincante empuja el puño contra su cara.
Hipólito cree haber ganado cuando su rival se retiró. Pero minutos después escucha un grito de precaución: “¡Cuidado!”
Lo invade el frío sobre su costado izquierdo. Un frío consecuente del afilado cuchillo con el que su rival se vengó. Mientras viaja en la ambulancia que lo traslada al Hospital General Dr. Enrique Cabrera, lo único que siente es rencor, enojo, ira, sed de venganza.
Hipólito tiene 40 años que se notan en sus canas y su piel desgastada. Es delgado. Demasiado delgado. Su tez, más que morena, se ha transformado a ictérica con cada gota de alcohol que ha ingerido, que desprende un aroma característico. Dos tatuajes de San Judas Tadeo con el nombre de su esposa y su hija se asoman en su cuello.
Sus ojos cafés irritados se abren de vez en cuando, sobre todo cuando no le da miedo ver dónde está. No importa que haya frío, siempre trae gorra. Tiene una venda que le cubre tres heridas en la mano derecha que no fueron atendidas. Debajo de la venda, en la muñeca, tiene cinco cicatrices en forma horizontal de aquel día que intentó suicidarse.
Hipólito no sabe a dónde ir, no sabe socializar, no sabe que es real. Frustrado, deprimido, arrepentido, ignorante de la vida que ya no quiere más. Se tomó dos botellas de mezcal como si tomara agua fresca después de caminar por una hora.
Puso en su reproductor un disco con música de Juan Gabriel, de José José y de José Alfredo Jiménez, y soltó a llorar. Se perdió en sus sentimientos y, como si eligiera un sabor de helado, pensó. Quería que fuera hora de marcharse. No quería dar problemas. Hipólito no se sentía merecedor de vida.
Tomó una navaja de afeitar y, decidido, cortó sus muñecas. Tres cortes, limpios. La sangre empezó a fluir. Salía a chorros como una llave de agua abierta. Confundido por la sensación de satisfacción, enseguida tapó sus heridas. Hipólito ignoraba qué tan profundo tenía que ser el corte para que no tardara en perder la vida. Llamó a su hermano espantado, reflexionó, y en ese momento se arrepintió.
Su hermano tapó las heridas y lo llevó al hospital. Ahora Hipólito estaba apenado, frustrado, se sintió inútil por ni siquiera haber podido hacer lo que más fácil parecía, desaparecer.
Aquel día, Hipólito pasaba las primeras 48 horas de saborear su libertad. Estaba ahí, en su casa que ahora le parecía desconocida. En medio de la frustración y desesperación por no encontrar qué hacer de su vida. Él intentó cortarse las venas, pero era demasiado testarudo para hacerlo por completo.
Hipólito fue recluso por 20 años. Desde que cumplió la mayoría de edad hasta ahora. Durante esos 20 años lo rotaron en los diferentes reclusorios de la Ciudad de México. Primero fue llevado al Reclusorio Oriente, donde tuvo una estancia de siete años. No recuerda su primer día, ni el segundo, ni el tercero, pero recuerda la primera detestable que tuvo que pasar.
Él creció en el barrio de la colonia “El Paraíso” y nunca supo lo que significaba esa palabra. A los siete años andaba solo en las calles y convivía con perros y con los borrachos de la colonia. Su padre lo abandonó y su madre era propietaria de una tienda de abarrotes donde él y sus hermanos ayudaban todos los días regresando de la primaria.
“Era un chaval bien feliz. Me ganaba mi varo con mandados y me compraba mis dulces”.
Pero su vida callejera y su decepción desde joven lo hicieron caminar por “un lado oscuro”, como él lo llama, del cual (a la fecha) no puede escapar.
Recuerda a su mejor amigo, “El Eliu”. Andaban en todos lados juntos. A los trece años salían a robar a escondidas. Como conocían a muchos de la colonia, pedían que les compraran alcohol y solvente para escapar de su realidad.
A sus 13 años los dos faltaban a la escuela y se conseguían problemas gratis. Peleaban con quien sea. De vez en cuando iban con las prostitutas y les ofrecían droga barata por coger con ellos. Ambos sostenían que era una buena inversión.
Fue un día de junio, dos meses después de que cumpliera 14 años. Él y Eliu fueron con un vendedor de droga a quien le quisieron robar. Pero no contaban con que fuera más mañoso que ellos.
Los dos amenazaron al vendedor, que se quedó quieto mientras corrían. Hipólito describe esa adrenalina de manera especial, como si fuese el motivo de su vivir, y de repente se queda callado, y cierra una vez más los ojos. “Nos vimos bien pendejos”. El vendedor de droga disparó una vez y Eliu cayó muerto. Hipólito lo quería, pero no miró atrás.
Hipólito platica lo siguiente muy normal, sigue lleno de coraje. Regresó a su casa y agarró el primer cuchillo grande que vio en su casa. En el camino pensaba en la muerte, en vengar a su amigo. Y lo intentó. “Llegué con ese wey que le disparó a mi amigo y no le dije nada. Le deje caer tres cuchillazos”. No murió.
Tenía sólo 14 años. Y le dieron largas y largas al juicio, hasta que cumplió 18 años. Fue cuando lo sentenciaron a 35 años de prisión. Hipólito se apena. No le gusta detallar. Fue en el Reclusorio Oriente donde lo violaron por primera vez. Donde se peleó. Donde comía basura o no comía. Hipólito está convencido que quien no ha pisado un reclusorio, no tiene idea de la mierda de gente que nos rodea, y de la mierda de país en el que vivimos.
Dentro de la cárcel, conoció por cartas a su esposa, quien en las visitas conyugales no hacía otra cosa que satisfacerlo sexualmente. De ahí, de esas visitas, nacieron dos niñas. Una tiene 15 años, y asegura que fue él quien le pagó su fiesta con el dinero de la “franeleada”. Su otro negocio se lo debe a los policías de nuestra Ciudad. Con ellos desaparece carros, y le toca un “buen pedazo del pastel”.
“Es necio, no quiere cambiar. Yo ya le dije, pero lo amo mucho”, dice su esposa nostálgicamente feliz. Para ella, el amor le hace bien a él, y gracias a eso no le ha ido peor.
Pero Hipólito recalca que nadie conoce a nadie. Él tiene otros ojos, se le notan. Nada le importa en realidad. En verdad Hipólito se quiere ir de este mundo, como si ese “otro mundo” fuera la solución. Hipólito me toma la mano y se quita la gorra. Me ve directo a los ojos y me dice: “No la cagues”.
Uuuuffff… Que triste historia de Hipolito. «El Franelero». Que buena narración. Pero la vida es muy triste y cabrona en México de mis AAmores, para muchas personas y más aún: para la gente pobre y jodida. O en el juego de palabras y realidad: para la jodida gente pobre.. De cualquier forma el orden de las palabras no altera el producto…
En la comodidad de una cama calientita con una bolsa de agua caliente acariciando mis ?. Me siento triste e inutil en cuanto a mi país se refiere… No tengo ni idea d lo que puedo hacer por él. Además de sorprenderme casi a diario por noticias y casos que suceden en Chilangolandia…
Estoy muy fuera, muy despreocupada de tener un buen carro y pensar que me lo pueden robar, camino por las calles de mi pueblo, con toda la confianza de que la gente que me ve, no me va a ofender, corro y recorro kilómetros. En mi casi diario entrenar sin ir cuidando quién o quiénes vengan a mi espalda o la gente con la que me cruzo, tengo la plena confianza que nunca voy a ser violentada…
Vivo en la provincia de Barcelona en un pueblo maravilloso que tiene en invierno 2,800 habitantes registrados en su padrón, en verano, se triplica., vivo en otro mundo, otra realidad, otros intereses, la calidad de vida es muy distinta a la que intentaba tener en México, allá sobrevivía., trabajaba, formaba parte de la red social corrupta e indigna de un buen sueldo. Ser empleada del gobierno…Aquí vivo, trabajo, disfruto y soy otra persona…. Me siento muy malinche… Creó., que ahora la admiro y apruebo el haberse inclinado por el bando contrario al d mis aztecas, o mis ancestros… Somos mediocres los mexicanos y nos conformamos con lo que hay. No vamos a por más. .. Aquí le paro. Que antes de ir a entrenar quiero leer y dejar de entristecerme con sus muy buenas historias.