El Atleta

 

Por Carlos Alonso Chimal Ortiz

Foto: Mónica Loya

 

Cuando estaba en la edad de la punzada, mi padre me animó a involucrarme en el mundo deportivo para que no estuviera pensando en cosas malas.

Futbol, basquetbol, voleibol, béisbol, no eran deportes de mi agrado. Hasta la fecha, tal vez veo futbol cuando es el Mundial o cuando hay una final e intervienen algunas cervezas y botanas.

Sí llegué a jugar con mis cuates en la esquina de la casa. No era tan mal portero. Con todos los que me juntaba eran más grandes que yo. Esa vez que me puse al tú por tú con Hugo, de 25 años y yo tenía 15, estaba seguro que le pararía un penal en esa portería de dos ladrillos.

Tenía cuerpo de puberto de 15 años que parece que está enamorado. Estaba bastante delgado, bajito como siempre y usaba mis shorts con tenis y gorra. Como que a esa edad me valía madre la moda en Europa y también en México.

Tomé mi posición, concentrado, viendo al balón. El tirador puso el balón en el manchón de penal, que era un círculo relleno elaborado con el mismo ladrillo de mi portería. La distancia de la portería al manchón penal en una cancha profesional es de once metros. Aquí en la cuadra era de 20 pasos de “gallo- gallina”, alrededor de cinco o seis metros.

Obviamente no tenía guantes, pero apoyé mis antebrazos en las rodillas y miré fijamente el balón. En cámara lenta vi cómo se alejó del balón para tener buena distancia. Los demás observaban con cara de placer, como cuando ves que te están preparando unos tacos y les están poniendo la cebolla y el cilantro, con cara de «¡YA, HAZLO!

Hugo se detuvo a una distancia considerable y arrancó… soltó el golpe más fuerte que he escuchado al pegarle a un balón. Casi escuché como si el balón hubiera dicho «ouch». El esférico venía directo a mí, pero algo bajo de altura. Se me ocurrió no meter las manos. El muslo hizo todo el trabajo.

Recibí ese disparo con el muslo y el balón salió volando hacia arriba. Todos miraban el balón cómo iba subiendo. Con la mirada también siguieron cuando fue bajando y yo estaba tirado en el piso, con la pierna roja, con la marca de los hexágonos en mi muslo rojo y a punto de reventar.

Eso no me importó. Lo importante ahí era que le había parado un penal a Hugo. No pude caminar bien como una semana y el tatuaje del balón en mi pierna duró como cuatro días.

Como el futbol tampoco me gustaba tanto, entonces salía a correr con mi papá por las noches. Después se convirtió en entrenamiento porque me llevaba a competir en carreras de resistencia de 10 y 15 kilómetros todos los domingos o la mayoría, por varios años.

Hasta el 31 de diciembre, que cayó en domingo, corrimos. Consistía en correr diario 10 kilómetros. El último kilometro lo corría a velocidad. Mi papá iba detrás de mí en una bicicleta.

Los sábados por la noche, horas antes de la carrera, tomaba una cerveza. La cebada es buena para tener más energía al otro día. Recuerdo una carrera que hubo en la carretera de Cuautla a Oaxtepec, era pura recta y la meta se encontraba en el Centro Vacacional Oaxtepec, que pertenecía al Instituto Mexicano del Seguro Social, ahora Six Flags Hurricane Harbor Oaxtepec.

Todos los corredores teníamos derecho al finalizar la carrera, a utilizar las instalaciones y albercas del Centro Vacacional, con previo uso de las regaderas para, por lo menos, enjuagarse el sudor…

–¡Ah no!– a todo el mundo le valió madre y así como cruzaban la meta se aventaban a las albercas.

Después de unos minutos todos nadando en sudor, las albercas más bien parecían como platos gigantes de consomé de pollo cuando se está enfriando. Nosotros sólo nos bañamos, comimos y nos fuimos.

Tenía buen tiempo. Llegué a hacer 32 minutos en los 10 km. Ya me estaban buscando patrocinadores y entrenadores, pero afortunadamente o lamentablemente, para no estar pensando en cosas malas, empecé con un grupo de rock, cigarros, cervezas, desveladas y mi futuro como runner profesional se fue desvaneciendo.

A veces llegaba como a las cinco de la mañana de tocar o de alguna fiesta y pasaba por el parque donde entrenaba con mi papá. Veía a unos cuantos corredores ya cansados y viendo sus relojes, como exigiéndose más. Llegaba a la esquina y me iba trotando por la orilla del parque. Veía a mi papá junto a mi diciéndome:

–“¡Vamos, vamos, una vuelta más!”

Llegaba a la esquina de mi casa, cansado y feliz, porque recordar esos tiempos siempre me ponen feliz. Prendía un cigarro y me metía a mi casa a dormir con mi pijama, que consistía en algún pants y una playera de alguna carrera.

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