El agua o la vida, un libro imprescindible para entender la otra guerra que ha comenzado en México

Por Rivelino Rueda

La guerra, que hasta entonces no había sido

más que una palabra para designar

una circunstancia vaga y remota,

se concretó en una realidad dramática.

Gabriel García Márquez/

Cien años de soledad

Cuando terminé de leer el último libro del compañero J. Jesús Lemus, El agua o la vida (Grijalbo. México. 2019), no tenía idea de cómo empezar una reseña sobre este implacable trabajo de investigación.

Y es que eso es lo que hace el periodismo, el buen periodismo, sacudir al lector, dejarlo machacado por dentro, pero no en la parálisis.

Las razones. En cada línea de este nuevo gran reportaje del periodista michoacano se aportan datos de gran valía.

Es un texto que sí, efectivamente, hay que estarlo revisando una y otra vez para asimilar la dimensión de la tragedia que se avecina en México en el tema del agua, y en donde en algunas regiones del país ya se están dando los primeros esbozos.

Dos. La narrativa sencilla, pero poderosa, que caracteriza a Lemus Barajas en toda su obra periodística (ocho libros hasta el momento) está acompañada de fuertes dosis de concientización social, de puntual rigor investigativo y de una acertada denuncia (sin caer en radicalismos) hacia el brutal proceso de neocolonización de grandes extensiones del territorio nacional, principalmente a través del despojo a comunidades indígenas y pueblos en extrema pobreza.

Una nota periodística de la agencia española EFE y la francesa AFP cerró el círculo de lo que acababa de leer en El agua o la vida y dejó claro de qué tamaño es el conflicto por la defensa de los recursos naturales, por un lado, y la devastación de los ecosistemas a nivel global a costa de lo que sea, por parte de las grandes empresas nacionales y trasnacionales, siempre coludidas con los gobiernos y, en casos como los de México, con grupos criminales.

“Mafias del Amazonas asesinaron a 300 activistas del medio ambiente”, decía la cabeza de la nota de las agencias europeas. En el cuerpo del texto se señala que “un documento de Human Rights Watch (HRW) titulado ‘Mafias de la selva tropical’ reporta que al menos 300 personas fueron asesinadas en la última década en conflictos por el uso de la tierra y de recursos naturales en la Amazonia, pero sólo 14 casos fueron juzgados”.

En este punto hay que detenerse por la similitud del caso brasileño con los asesinatos a defensores de la tierra y el agua que se han dado en México. Jesús Lemus contabiliza 14 tan sólo en 2017, en donde pudieron haber estado involucradas fuerzas de seguridad de gobiernos estatales, municipales o el federal.

No sólo eso. En algunos casos –como se dio apenas el 20 de febrero de este año con el asesinato de Samir Flores, en Amilcingo, Morelos—gobiernos y empresas ya iniciaron una guerra frontal y desigual contra las comunidades que se oponen al saqueo de sus recursos, en donde incluso han echado mano de grupos paramilitares, guardias blancas, escuadrones de la muerte, sicarios y a los mismos grupos de la delincuencia organizada.

El explosivo coctel que se está formando en este tema es profundamente delicado. El monopolio de la fuerza y de la violencia, del control económico y territorial del país, de las leyes, lo está delegando el gobierno a estos grupos, tanto empresariales como delincuenciales.

El lucro es mucho, para gobiernos, para empresas (nacionales y extranjeras) y para las mafias.

Aquí me detengo en un subcapítulo del libro de J. Jesús Lemus titulado “Autodefensas del agua”. Y es que en este proceso de saqueo de territorios, la entendible y justa inconformidad de cientos de comunidades (el autor de El agua o la vida ubica al menos 906 en todo el territorio nacional) está configurando un conflicto a gran escala, que incluso se puede exacerbar con la determinación a toda costa del gobierno de Andrés Manuel López Obrador de concretar los llamados megaproyectos, como el Tren Maya, el Corredor Transístmico y el Proyecto Integral Morelos.

Porque a pesar de que la actual administración –que se autodenomina Cuarta Transformación—se jacta de su conocimiento de la historia, parece que no ha entendido que los tres grandes movimientos armados del Silgo XX en México (el Ejército Libertador del Sur, comandado por Emiliano Zapata; el Partido de los Pobres (PDLP) y su brazo armado, la Brigada Campesina de Ajusticiamiento, dirigido por Lucio Cabañas Barrientos, y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), comandado por indígenas chiapanecos), surgieron precisamente por la violencia desatada contra comunidades a través del despojo de recursos naturales, el saqueo y contaminación de territorios, así como la brutal persecución, encarcelamiento y asesinato de líderes.

John Womack Jr, el historiador estadounidense que escribió quizá la biografía más puntual del “Atila del Sur”,Zapata y la Revolución Mexicana, expone uno de los detonantes de la insurrección armada campesina en Morelos y que, con la investigación de Lemus Barajas, se reafirma que a más de un siglo de la sublevación zapatista parece reeditarse la misma historia:

“Hacia 1908, los diecisiete dueños de las 36 haciendas principales del estado (Morelos) eran dueños de más del 25% de su superficie total, de la mayor parte de sus tierras cultivables y de casi todas sus tierras buenas. Y a medida que los hacendados se fueron apoderando de suelos cada vez menos ricos, necesitaron de crecientes suministros de agua para regarlos. La inversión en obras de riego fue probablemente tan grande como la inversión en maquinaria para molienda. En su hacienda de Tenango, Luis García Pimentel invirtió 166 000 dólares en la construcción de túneles, canales, acueductos, presas, acequias, puentes, válvulas de cierres de admisión para traer agua desde el río Cuautla, situado a unos 90 kilómetros de distancia. Y a lo largo del mismo río, Ignacio de la Torre y Mier y Vicente Alonso invirtieron juntos más de 210 000 dólares en obras hidráulicas para sus tierras”.

Otro caso es el de Guerrero y las guerrillas comandadas por Genaro Vázquez Rojas, primero, y Lucio Cabañas Barrientos, como heredero de la lucha armada en esa entidad, ambos egresados de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”, de Ayotzinapa, en el municipio de Tixtla.

Tras la sospechosa muerte de Vázquez Rojas, fundador de la Asociación Cívica Guerrerense (ACG) y la Central Campesina Independiente (CCI), el 2 de febrero de 1972 en la carretera México-Morelia, la represión, la persecución, el encarcelamiento y los asesinatos de líderes sociales en Guerrero no cesa.

La masacre del 18 de mayo de 1967 en la comunidad de Atoyac, con un saldo de cinco muertos y 27 heridos, es el punto de inflexión para que el Partido de los Pobres (PDLP), al frente de Lucio Cabañas, opte por la vía armada.

Carlos Montemayor (1947-2010), narra en el libro Guerra en el paraíso, el momento en que Lucio Cabañas determina que el siguiente paso de la lucha, ante la cerrazón gubernamental y caciquil que azota la región, es la clandestinidad, el camino insurreccional.

A los pocos minutos de la matanza de Atoyac, el maestro de Ayotzinapa toma la decisión:

“Lucio sintió que las calles estaban vacías, que parecía no haber ocurrido nada en ellas, que ninguna sombra parecía comprender el sudor y la sangre con que venía manchado, el calor con que corría, la furia y la prisa con que veía las piedras de las calles como recibiéndolo, como advirtiéndole que ese era suelo seguro, libre. Recordó repentinamente el salón de clases, a sus alumnos. Sintió prisa, que no había espacio en los días para rehacer la confianza, para no luchar otra vez así, para no asomarse otra vez a la muerte, a la lucha contra la muerte”.

Y el tercer hecho que marcó los albores de la guerrilla chiapaneca, que irrumpió en la escena nacional el 1 de enero de 1994, se dio precisamente con un despojo de tierras en la región de Las Cañadas, en la Selva Lacandona, que benefició a la etnia lacandona (históricamente oficialista) y en demérito de miles de pobladores tzotziles, tzeltales, tojolobales y choles.

Ángeles Mariscal, corresponsal de La Jornada en el estado de Chiapas, anotó en un texto publicado en ese diario el 19 de febrero de 2006, que el 6 de marzo de 1972 el gobierno de Luis Echeverría ordenó publicar en el Diario Oficial de la Federación un decreto mediante el cual otorgaba a indígenas lacandones –unas 66 familias que habitaban un pequeño extremo de la selva Lacandona– 614 mil 321 hectáreas”.

Y añade la periodista:

Los historiadores coinciden en afirmar que la incertidumbre generada entonces en la posesión de esa tierra y las amenazas de desalojo que pesaron sobre los poblados fueron factores que impulsaron a los habitantes del lugar a unirse al movimiento que en 1994 se conoció como EZLN.

Según el historiador Antonio García de León, en su libro Resistencia y utopía, a finales de los años 50 cientos de peones asentados en las fincas cafetaleras de los valles de Ocosingo fueron expulsados por sus patrones cuando bajó el requerimiento de mano de obra debido a que cambiaron cafetos por ganado.

Para controlar la presión de los expulsados, el Estado les permitió colonizar la selva Lacandona. A este éxodo se unieron indígenas de la zona de los Altos, quienes huían de sus tierras estériles.

Por ejemplo: en la primavera de 1969 los peones que trabajaban en la finca El Porvenir partieron hacia la selva, y entre los ríos Tzaconejá y Jataté, fundaron el ejido La Sultana. Iniciaron los trámites para que les legalizaran la propiedad de la tierra y el 4 de marzo de 1965 el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz les reconoció 634 hectáreas, entonces «propiedad de la nación». Otros ejidos que se fundaron en la época y en iguales circunstancias fueron Agua Azul, San Francisco, Las Tacitas, Ibarra, Amador Hernández y Plan de Guadalupe.

Por ello no es casual que el buen periodismo, como el que ejerce a plenitud J. Jesús Lemus, también sea visionario, con prospectiva, sobre todo cuando en su nuevo libro apunta que “el arrebato industrial del suelo y el agua que se registra a lo largo del territorio nacional ha fermentado entre diversos grupos sociales la idea de defender el agua y la tierra con todos los recursos a su alcance, incluidas las armas”.

Y agrega: “Esto ya se ha registrado en algunas zonas de Hidalgo, Tlaxcala, Puebla, Veracruz, Chiapas, Tabasco, Morelos, Oaxaca, Guerrero, Estado de México, Jalisco y Michoacán. En estos estados existen grupos de civiles armados que protegen con guardias armadas sus mantos acuíferos subterráneos y superficiales contra la intromisión de empresas de cualquier tipo”.

Tampoco es casual que apenas el 9 de septiembre, en la Declaratoria Final de la Asamblea Nacional e Internacional del Congreso Nacional Indígena (CNI) y del Concejo Indígena de Gobierno (CIG), que se realizó en Juchitán, Oaxaca, se haya declarado una “alerta máxima” ante la insistencia del gobierno de AMLO de impulsar los llamados megaproyectos.

El documento señala –en concordancia con el trabajo periodístico de Lemus barajas en el libro El agua o la vida— que:

“Nos hermanamos para articular las estrategias que como pueblos y organizaciones impulsamos desde nuestra identidad, desde la fuerza ancestral de nuestras abuelas y abuelos, desde la raíz de nuestra memoria colectiva, nuestras lenguas y culturas, para defender nuestras tierras, territorios, aguas, nuestras vidas y autonomías, por la existencia misma de nuestros Pueblos contra esta Cuarta Invasión de saqueo, despojo, violencia y muerte”.

El agua o la vida se convierte desde ahora en un libro imprescindible para entender un futuro que ya tenemos encima, en donde de perpetuarse el saqueo, el despojo, la devastación y la privatización del derecho humano al agua en México, en contubernio con gobiernos, empresas y mafias, el resultado será una inminente crisis humanitaria de proporciones apocalípticas (como ya ocurre en diversas regiones del país) y una inevitable conflagración social por este recurso natural.

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