Doña Genoveva espera que lo del violento desalojo sólo haya sido un mal sueño

Por Rivelino Rueda

Pesan tanto esas botas. Son tan incómodas. Tan rígidas. Tan violentas. Son tan tortuosas y agrestes. Tan brutales. Pero no había más que ponérselas luego del desalojo de hace dos semanas.

Y sí. Dona Genoveva las cargó lastimeramente durante ese tiempo con sus piernas de hilachos frágiles y su calvario a cuestas. Hoy se despojó de ellas y las abandonó debajo de un poste de luz. Bien recargaditas. Una encima de la otra. Una copulando eternamente con la otra.

Tal vez a alguien le sirvan.

Bueno, al menos eso fue lo que dijoGenoveva cuando las acurrucó en ese sitio, como si fueran unas niñas amadas.

Luego se enfundó unas zapatillas blancas de plástico, que le regaló la señora de la tienda de la esquina, y hasta soltó unas lágrimas cuando percibió que no eran de su talla, pero que eran más cómodas que las botas mortecinas y paliduchas de cieno.

Y es que Doña Genoveva todavía merodea la bodega que la albergó durante más de diez años. Tiene la esperanza de que todo haya sido una broma de mal gusto. Un malentendido. Un sueño absurdo que no acaba de terminar.

Recorre sigilosa la calle desde Eje Central Lázaro Cárdenas hasta Mitla. La fachada permanece intacta. Ladrillos rojos. El gran portón de metal color gris. Pero adentro hay movimiento. Es una especie de construcción clandestina para levantar, de la nada, otro nuevo edificio departamental.

Genoveva no se detiene. Pasa de largo. Pero son segundos eternos en los que observa “su casa”.

Voltea fugazmente. No deja de caminar. Hace unos días era con esas pesadas botas. En esas jornadas más bien arrastraba los pies. Ahora con las zapatillas incólumes parece que flota. Ahora más que nunca contiene el llanto. Ahora más que nunca todo es incierto. Opaco. Todo se distorsiona.

***

Para desalojar a Doña Genoveva y a su hijo de la bodega donde vivían tuvieron que ser necesarios diez tipos envalentonados y agresivos. Jóvenes de no más de veinticinco años en ruidosas motonetas, de casquete corto, con esas mochilitas que llaman “mariconeras”, con radios de comunicación y con la vista trastornada de odios y excesos.

Nunca llegó un vehículo de la policía de la Alcaldía Benito Juárez. Nadie chistó nada. Dicen que algunos vecinos, por su complacencia, complicidad y “chivatez” inmobiliaria, ya tienen asegurado un departamento en ese edificio en construcción.

Lo que sí fue muy sospechoso fue su papel de “halcones” ese día del desalojo. Hasta uno de los muchachos de casquete corto detuvo su motoneta para recibir un sobre de una de las vecinas que estaba al pendiente de todos los movimientos.

“¡Por acá por Andrade! ¡Por Zempoala están las patrullas!”, chistó la mujer entre la confusión del vecindario.

Por allá Doña Genoveva y su hijo todavía se disputaban los escombros del violento despojo.

Vidrios y espejos rotos. Desperdigados sobre banquetas y pavimento. Muebles destrozados. Basura y más basura. El penetrante olor a humedad vieja. A barro amargo. Macetas. Macetas. Macetas. Aquí y allá. Tallos de flores muertas. Una peste que se eleva hasta los cielos. Charcos y barrizales.

Genoveva resuella. La nariz gotea por el esfuerzo. Corren lágrimas por las mejillas corrugadas de tiempo. En la conjunción de las fosas nasales distendidas, tiembla una gota transparente.

Un perro histérico ladra innumerables veces cada vez que acecha el peligro. La cadena, que va del cuello del animal a un vetusto taburete de madera podrida, no es suficiente para la rabia del chucho.

En días posteriores ataca a dos perros y muerde a un niño. La testaruda anciana sólo observa cómo se lo llevan en una camioneta blanca con rejillas carcelarias por las denuncias de los vecinos.

El llanto se emborrona en la garganta. Miles de moscas de lomo iridiscente zumban violentas bajo los vapores que levanta el sol. Doña Genoveva se queda petrificada al ver a su muchacho alejarse.

De las comisuras de los labios escurre una especie de saliva amarilla y espumosa. Ha sido demasiado. Cuando sale de su trance dice que “ha sido demasiado”.

***

La lluvia no paró en los siguientes días. El encino roto que amortigua el diluvio acompasado almacena dulzura de linfa, leche humana y semen.

Ese líquido viscoso atrae a escarabajos, moscas panteoneras, abejas enfurecidas por la necedad del clima y lagartijas hambrientas que lamen los trocitos secos de la savia aromática.

Doña Genoveva no para de remover los objetos desperdigados. También busca trozos que embonen. Piezas de un rompecabezas infinito. Figuras amorfas estrelladas en el asfalto y en el cosmos.

Ahora sí los rondines de policías en camionetas, automóviles y motocicletas es constante. Amenazan. Amedrentan. Machacan para que “levanten su tiradero y se vayan”. Ahora sí la vigilancia extrema. Ahora sí el crujir de dientes, el tonito autoritario y el absurdo de sus leyes.Genoveva escucha y concilia. Suplica por “un poco más de tiempo”.

“¡Pero ya cabrones! ¡Los vecinos ya están bien encabronados!” Habla el que parece el jefe de todos esos uniformados de miradas confusas y desafiantes.

El hijo –de unos treinta años, a quien Doña Genoveva opta por no mencionar su nombre—observa la desgracia, perplejo, sentado en el cofre de un automóvil LTD abandonado, herrumbroso, pestilente, como un brebaje fermentado de putrefacción.

No hace nada. Sólo fuma un cigarrillo tras otro y masculla que “ya van a venir unas camionetas por las cosas”. Nada más.

La anciana busca reconciliación con el entorno agreste. Harto violento.

Desde las ocho de la mañana recorre las calles del barrio para ofrecer disculpas que no tiene que ofrecer. Para dar explicaciones que no tiene que dar. Para gastar palabras que no tiene que gastar. Aprovecha para comprar algo de comida y cigarros para su hijo. Los vecinos la ven con recelo, con compasión hipócrita, con morbo miserable.

Cuando regresa el cataclismo está ante sus ojos. Llegaron las camionetas. Se llevaron todo. El hijo se fue con todo. El inútil vástago que no hacía nada. Que sólo observaba la desgracia.

Doña Genoveva emite un sollozo de dolor. Dice que nunca antes había escuchado ese ruido que salió de sus entrañas.

***

Las ventiscas heladas de estas fechas han sido despiadadas con las reumas. Renguea de la pierna izquierda. El padecimiento la lleva hasta las náuseas, hasta el vértigo.

Ya sólo carga una bolsa negra con pocas pertenencias. Una cobija. Una chamarra. Un cambio de ropa. Imágenes religiosas. El collar del perro que se fue. Algunos ojos de venado. Dos veladoras. Nada más.

Todavía a las dos de la madrugada se percibe su silueta que va y viene sobre la calle de Concepción Méndez. Espera un milagro. Que el desalojo haya sido una mala broma. Que lo del perro histérico y lo de su hijo hayan sido un mal sueño.

***

Las oscas botas que abandonó Doña Genoveva siguen en el mismo lugar. Parece que a nadie le interesan. Antes de colocarlas en ese sitio amarró en el casquillo frontal de una de ellas una pulsera tejida a colores.

Hoy las cucarachas se roen y se despedazan cerca de ahí. La anciana está ahora tan delgada que las mejillas absorben el espacio vacío. La piel es rugosa y oscura en torno a sus ojos. El dolor de Genoveva cruje y susurra a todas horas.

Al menos ya camina ligero. Después de tantas desgracias, al menos ya abandonó esas botas y ya camina un poco más liviana.

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