El día que casi nos traga el mar

Por Érick Saldívar Rosales

Foto: Eladio Ortiz

 

El día era el típico de unas vacaciones en las playas guerrerenses. El sol golpeaba con todo en la Playa Bonfil, de Acapulco. Era 1 de enero y el lugar estaba a reventar. Los citadinos respirábamos la brisa del mar como si hiciéramos una limpieza en los pulmones del smog y tanta mierda de contaminación de la Ciudad.

 

Entramos al mar enfrentándolo de forma dudosa. Las olas eran grandísimas. Los nativos decían que estábamos en mar abierto.

 

Nos encontrábamos cuatro primos en la orilla de la arena. Dimos dos o tres pasos hacia la inmensidad del mar y no tocábamos fondo. Sólo sentimos una ola tras otra.

 

–¿Ya no tocas?

 

–No, ya no toco –intercambiamos esas palabras mi primo y yo. Tratamos de no soltarnos.

 

Fue cuestión de segundos cuando el mar nos alejó más de dos metros. Ni siquiera las olas se sentían tan fuertes. “Subestimar el mar fue un error”, pensé.

 

Las olas ni siquiera nos revolcaron y ya nos encontrábamos a cientos de metros de la orilla del mar. Sólo observábamos las crestas de las rompientes que tapaban la vista a la playa.

 

“¡Naden para acá!”, nos gritaba alguien. Nadar, nadar, nadar… No avanzábamos nada. Es más, nos  sentíamos más lejos.

 

“¡Primo, ya me cansé, no puedo más!”, constantemente me decían mis dos primas. Su cara de angustia me hacía sentir impotente. No podía ni conmigo mismo y tenía que ayudarlas.

 

“¡Naden chingada madre! ¡Sólo naden y no piensen en nada más!”, pronuncié tratando de alentar la desesperación que nos carcomía.

 

“Me voy a dejar ir. Chingue a su madre”, llegué a pensar, el cansancio me hizo pensar cosas horribles.

 

“¡AUXILIO!”, gritó frenética una mujer que estaba todavía más detrás de nosotros. Todos gritamos enseguida. Éramos diez personas varadas en el mar.

 

Sólo flotábamos con el clásico nado de perrito. Nos invadía el miedo y nos alejábamos más y más… Ya no veíamos ni siquiera las altas palmeras. Impotencia, desesperación, agotamiento.

 

Estábamos dándonos por vencidos, dejábamos de luchar. Por fortuna, los rescatistas se percataron de nuestra batalla. Uno de ellos nos lanzó una clase de tabla. No dijo nada, se fue por las personas de atrás.

 

Tres salimos como pudimos. Me percaté que una de ellas sollozaba, pero el agua del mar se encargó de tapar las lágrimas en su rostro. Pisamos la arena en el mar, fue una pisada firme y segura. Creía que ya nos encontrábamos a salvo. Volteé preocupado por los también desafortunados.

 

Vi una silueta desvanecida que colgaba de dos tías. Era mi madre, era una de las otras siete personas que estaban detrás de nosotros. Vaya sentimiento. En seguida fui por ella. No sé de donde tomé fuerzas para sacarla de ese monstruoso mar.

 

No fue nada grave, sólo estaba agotada. La acostamos en las faldas de las olas. Los mirones rodearon el lugar y egoístamente pensé que le robaban aliento.

El poder de la naturaleza te hace sentir insignificante,  cualquiera puede vivir esta experiencia.

 

Todos salimos a salvo. Todos salimos con aprendizaje.

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