Día 22: La mudanza forzosa; los chacales que no entienden de tragedias

 

Por Rivelino Rueda

Foto: Camila Rueda Loya

(…) pero, eso sí, tiene que caber absolutamente todo,

 aunque haya que meterlo con calzador,

no importa lo grande

que haya sido la ciudad de piedra

y lo pequeña

que sea la ciudad de madera.

 Ryszard Kapuściński/Un día más con vida

 

Ya no se encendieron las luces del departamento 202. La amenaza del casero iba en serio y las hermanas Carolina y Beatriz, con el pequeño Mateo, optaron por guardarlo todo en cajas de cartón y emprender la huida antes del inminente desalojo.

No hubo argumentos para hacer entrar en razón a ese cabecita calva enfundado en un inmortal traje ochentero café oscuro. No era negarse al pago mensual de la renta. No era buscar pretextos para alargar un compromiso asumido.

Caro y Bety nomás no tenían el dinero. Y no lo tenían porque a una la despidieron de la empresa de manufactura de ropa en la que laboraba, allá por Iztapalapa, y a la hermana le achicaron el salario a la mitad en un bufete de contabilidad.

Y es que en esto de la emergencia epidemiológica del Covid-19, los empresarios se pintan solos. Primero la ganancia, luego la ganancia y hasta el último la ganancia. El trabajador es desechable. Es historia de siempre.

Ya no hay tiempo para pucheros, para caras tristes, para resistencias. Las hermanas Villegas meten todo su universo en cubos color ocre amarrados con cinta canela. Todo amontonado. Todo revuelto. Todo sin un orden.

Latas, vasos, recuerdos de bautizos, fotos de la abuela, mantas inservibles, ropa que nunca se usó, el peluche de Mateo a los dos años, la taza rota de la buena suerte, llaves de otros tiempos, cubiertos de distintos dueños, floreros con girasoles secos…

Figuras de porcelana que han sobrevivido a cataclismos, las fotos horizontales de las graduaciones, los primeros dibujos de Mateo enmarcados en cuadros de colores, las cartas borroneadas de engaños de Arón y de Gustavo, las velas a medias que dotaron de un poco de certeza en el terremoto de hace tres años, el balero que calmó angustias y depresiones, los zapatos que han soportado el andar…

Los manteles de encaje salpicados de mole rojo y betabel, colchones que dibujan mapas oxidados en sus cubiertas, discos compactos en cajas rotas, cuadros con salpicaduras de telarañas remotas, ceniceros pestilentes, premios de la feria, conchas de mar, alhajas que sobrevivieron al empeño, trastes sucios, el árbol navideño.

Pero el casero no se podía quedar así. Tenía que haber una humillación extra. Algo que hiciera sentir a Bety, a Caro y a Mateo como “los apestados”.

El pequeño hombre envió a una extraña señora enfundada con un delantal de carnicero, guantes de látex, botas de plástico y cubrebocas industrial. Como único instrumento de trabajo, un atomizador de un litro con cloro para “desinfectar” a todo el que entre al edificio.

Por el filtro epidemiológico para el Covid-19 pasan, primero, el chofer y el ayudante del primer camión de mudanzas. Los del camión rojo. No les queda de otra. La señora funge como militar en cuartel. Primero de espaldas, desde la cabeza hasta los pies, y luego de frente, del cuello hasta los zapatos.

Toca el turno a los siguientes mudanceros. Los de la camioneta azul. Uno se opone, pero el que lleva las riendas del transporte lo pone en orden. Baja la guardia y se somete al ignominioso ritual de sanitización. Aprieta los dientes y sus labios declaman mentadas de madre silenciosas.

Bety, Caro y Mateo no se salvan. Cada que entran y salen son vaporizados con esos jugos apestosos. Sólo se tragan su enojo. Maldicen desde las entrañas. Mateo está más ocupado en verificar que sus juguetes estén a salvo. La mujer del delantal de carnicero no se inmuta. Fue contratada para eso.

Las últimas cajas son acomodadas en el Chevy gris. Van a Hidalgo, con Sara Villegas, su mamá. Por el momento no hay de otra. Dicen que ya verán las opciones cuando pase esto de las plagas, la del Covid-19 y la de los chacales de siempre. Los que viven de la tragedia humana y tienen como patrón sacar lo más vil en situaciones de emergencia.

Ya no se encendieron las luces del departamento del segundo piso. Bety y Caro dejaron las cortinas ahumadas en su sitio. También dejaron a las dos ardillas negras que todas las mañanas pedían comida desde los tendidos de cable. Los roedores están confundidos. Nada saben de la mudanza.

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