Por Rivelino Rueda
Foto: Camila Rueda Loya
Tu temperatura es tan hermosa
y duermes como un niño,
con el brazo alrededor de la almohada,
como si fuera yo…
o tal vez otra mujer…
una linda italianita.
Ernest Hemingway/Adiós a la armas
Más o menos en cuarentaicinco minutos comienza el amanecer. El dolor de garganta atenaza desde hace diez horas. No hay tos seca, pero sí ojos inyectados en sangre y dolor en las articulaciones. La marea de pensamientos carcome a Remedios Carabias.
Enciende el décimo tercer cigarro de la madrugada con la colilla humeante del décimo segundo tabaco. Las consultas en buscadores lo confirman: es un claro caso positivo de Covid-19.
Las interpretaciones rebotan en la cabeza. Taladran profundo. ¿Y ahora qué? ¿Será dolorosa la muerte? Dicen que primero lo intuban a uno y luego se va quedando sin respiración. Y así hasta convertirse en una cifra más de la pandemia.
Revisar de nuevo los síntomas en buscadores de internet. No hay fiebre todavía, ni sofocos, ni estornudos, ni fluidos nasales, ni escalofríos metálicos que pulverizan los huesos.
“Puede que sea un caso atípico. El virus está mutando”. Eso lo escuchó en la conferencia de hoy del doctor López-Gatell. “¿Tomaré algo?” “¿Y si ya contagié a mamá?” “¿Y si Luis fue el que me infectó?” “El sábado nos besamos”. “No es posible que esté pasando esto”.
Llega una oleada de angustia y vacío profundo. Las horas están contadas. Remedios tuvo hace dos años (hoy tiene 32) un padecimiento de cáncer imaginario en los pulmones. El implacable dolor en la espalda así lo confirmaba. No sólo eso. Los portales médicos de oncología pronosticaban una muerte lenta y dolorosa. Un examen la sacó de dudas. No tenía nada.
Cuando tenía veintiocho también tuvo un severo cuadro de cólera, luego de viajar a unas playas en Nayarit, y en 2009 cayó enferma del virus de la Influenza AH1N1.
Los resultados médicos fueron contundentes: “No hay nada”. Remedios nunca aceptó eso. Tuvo los síntomas, padeció los dolores, respetó cuarentenas y los diagnósticos de los médicos de la web eran claros: ella tuvo esas enfermedades. Punto.
Los trazos perpendiculares de la luz del sol ya penetran por los resquicios de las cortinas empolvadas. Unas partículas suspendidas en el cuarto de Remedios la hipnotizan unos minutos. Tose con flemas y enciende otro cigarrillo. La enerva esa palabrita con la que la han calificado en estas situaciones. Realmente la enerva.
De nuevo realiza una búsqueda en su teléfono. “Hipocondríaco, hipocondríaca. Adjetivo. 1. De la hipocondría o que tiene relación con este trastorno mental. 2. adjetivo/nombre masculino y femenino [persona] Que padece hipocondría”.
Nueva búsqueda. Hipocondría. Obsesión con la idea de tener una enfermedad grave no diagnosticada. La hipocondría generalmente aparece durante la edad adulta. Los síntomas incluyen miedo intenso y prolongado a sufrir una enfermedad grave, y preocupación porque los síntomas menores indiquen algo grave”.
“Ni uno ni lo otro” –piensa Remedios—, “lo mío es real”. Luego llega un espeluznante estremecimiento de frío. La sacude. La zarandea letalmente. La perturba y dispara el miedo. “Soy portadora. Estoy infectada”.
Sugestión y miedo. Días donde simples dolores de cabeza se convierten en abismos. Tensión y angustia que se transforman en colitis nerviosas, gastritis bíblicas, músculos atrofiados, falta de apetito, depresión bubónica altamente contagiosa, espasmos de ansiedad epiléptica, diarreas fortuitas, muertes chiquitas…
A Remedios la vence el sueño. Apaga su teléfono. Duerme hasta las siete de la noche. Despierta con hambre y con el deseo ardiente de café negro y un cigarro. Olvida sus dolencias. Se topa con mamá en la cocina.
–¿Cómo sigues amor?—pregunta Sonia.
–Creo que ya tengo fiebre y escalofríos. Seguro estoy infectada.