Del miedo a las alturas al goce vacacional

Por Brenda Ramírez Padilla

Foto: Cortesía

Siempre me han dado miedo las alturas. Siempre, desde que era niña. Mientras todos pedían ir a Six Flags o a Oaxtepec en su cumpleaños, yo pedía que a mis papás nunca se les ocurriera esa barbaridad.

Ese día, Luis sí quiso salir de su cuarto. Quiso, o lo obligaron, pero salió. Caminamos en caravana dentro del hotel rodeando las albercas, las habitaciones, el restaurante, el estacionamiento y el lobby. Después de que nos revisaran las pulseras de que estábamos hospedados, nos dirigieron hacia el balneario y parque acuático que ofrece “La Caldera”.

Que quede claro que aunque llevaba puesto mi traje de baño, mi intención era ir de mera fotógrafa, sin interactuar con ninguna atracción extrema.

El agua y yo somos buenas amigas cuando me abraza el mar y me refresca una alberca quieta. Es más, hasta cuando meto los pies a un charco. Pero aventarme de un altísimo y según yo, insegurísimo tobogán, nunca estuvo en mi bucket list.

Caminamos y pasamos por kioskos de trajes de baño, repelentes y flotadores. Se respiraban unos veintinueve bochornosos grados cerca de Irapuato, Guanajuato. Yo tomaba fotos sin parar. De los letreros apuntando a “la playa”, que era la alberca de olas, de la gente y sobre todo de la sonrisa que las vacaciones produce en los niños.

Así, distraída, me agarró Luis. Su hermano José Manuel ya le había hecho ojitos a un tobogán doble y rápido. Fue por la dona, la prima y a emprender camino a las escaleras. Luis buscaba voluntarios.

–¿Alguien se va a subir conmigo?

Debo confesar que aunque tiene signos de interrogación, no sonaba como pregunta. Yo buscaba quién sería el valiente y preparaba rápido la cámara para retratarlo. La valiente resultó que iba a ser yo. Luis me estaba preguntando a mí, la más coyona.

Caminé pues por la dona donde nos subiríamos los dos desde varios metros arriba y empecé a subir escaleras, siempre apresurada por Luis. Una vez hasta arriba, vi correr el agua entre el tobogán, para ayudar a deslizar la dona. Luis la jalaba emocionado. Yo, pasaba saliva.

Así de ridícula, sentí perfecto los latidos del corazón en las orejas y puse la dona en el tobogán. Nos acomodamos por fin. Luis adelante, dirigiendo la aventura y yo atrás, aferrada a una dona y a un caballero de 10 años.

Cuando empezó a deslizarse la dona por el agua, y empezamos a tomar velocidad entre las primeras curvas, sentí ese hueco en la boca del estómago que se siente cuando aceleras en Insurgentes. Abrí pues los ojos y lo vi todo. El agua caer, su fuerza para impulsar la dona, la longitud del tobogán y los piecitos de Luis, inquietos y contentos.

Fue hasta entonces que lo sentí: la adrenalina y la calma. Entre más rápido íbamos más quería yo que durara y comprendí lo que quizá no me había dejado sentir. La facilidad de saber divertirse, literal, como enanos.

En la última curva, vi el fin del tobogán y sentí emoción por el impacto. Caímos pues, sin dejar de gritar y terminando de empaparnos. Cuando apenas pude acomodarme el traje de baño y salir de la piscina que me recibió, ya estaba Luis esperándome. Jalando la dona hacia las escaleras y como siempre, sin dejar de apresurarme.

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