Defensa de “verdades históricas”, una práctica sexenal

Por Rivelino Rueda

Fotos: Edgar López

En los hechos más abominables que han marcado la historia del México contemporáneo, cada gobierno ha construido una “verdad histórica” para sacudirse de responsabilidades y para arroparse en la impunidad.

El supuesto segundo informe de un “vocero” del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) –que con el simple hecho de ventilarlo a la opinión pública violó los acuerdos de ese organismo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Procuraduría General de la República (PGR)— se enmarca en esa tradición sexenal de deslinde del Estado mexicano de los hechos más atroces.

Para todo hay una “verdad histórica”, desde la represión al movimiento ferrocarrilero a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado hasta el crimen de Iguala; de la masacre del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco hasta el incendio de la Guardería ABC en Hermosillo, Sonora, en donde 49 niños y bebés perdieron la vida; del “halconazo” del 10 de junio de 1971 hasta la matanza de 45 indígenas en Acteal, Chiapas, en 1997.

Las “verdades históricas” también van de las atrocidades cometidas en la “guerra sucia” en la década de los setenta hasta el crimen de Tlatlaya, Estado de México; de la explosión en la mina Pasta de Conchos, en Coahuila, en 2006, hasta la masacre de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, en 2011; de la matanza de campesinos en Aguas Blancas, Guerrero, en 1995, al crimen de El Charco, también en Guerrero, en 1998. Y así.

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La construcción de una nueva “verdad histórica” en el caso de Ayotzinapa está en marcha. La estrategia del gobierno de Enrique Peña Nieto es, ahora, la confusión con la presentación de distintas versiones y la polarización de la opinión pública. La estrategia visible es no hablar más del tema y diluir esta barbarie en los dos años y medio que le restan a su sexenio.

En medio de los severos cuestionamientos en el extranjero sobre graves violaciones a los derechos humanos en México que se dieron tras la desaparición de 43 normalistas de la Normal de Ayotzinapa entre el 26 y 27 de septiembre de 2014 en Iguala, la decisión fue construir una verdad oficial que se anclara en un hecho sumamente controversial: la incineración de los jóvenes en el basurero de Cocula por parte de miembros del grupo criminal “Guerreros Unidos”.

Con esta inverosímil versión (sin pruebas científicas sólidas y sin el acompañamiento real de peritos independientes), la PGR de Jesús Murillo Karam sacudió de un jalón de cualquier responsabilidad a los que históricamente han permanecido en la impunidad.

La fórmula de la justicia gubernamental fue simple. Sólo echó mano de tres premisas: 1) Los 43 fueron asesinados e incinerados. No es necesario continuar la búsqueda. 2) Fue una masacre perpetrada por el crimen organizado. Cualquier otra autoridad, federal, estatal, municipal o militar, queda sin efecto para continuar con la investigación. 3) Son hechos consumados y representan la “verdad histórica”.

Para cerrar el círculo se echó a andar toda la maquinaria mediática al servicio del gobierno para que esa “verdad histórica” prácticamente se convirtiera en parte de los libros de texto para las próximas generaciones. Pero en este, como en otros casos no ha sido así.

Luego vinieron los informes del GIEI y del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), quienes echaron por tierra esa versión oficial, sobre todo la incineración de los normalistas en el basurero de Cocula, con lo que la credibilidad del gobierno mexicano volvió a ponerse en duda.

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Es preciso subrayar que estas investigaciones de peritos independientes no fueron ninguna concesión del gobierno federal.

La presión provocada por las movilizaciones sociales entre octubre y diciembre de 2014, así como la tenacidad de los familiares de los normalistas y los señalamientos provenientes del extranjero, orillaron al gobierno de Enrique Peña Nieto a aceptar estos peritajes.

Los resultados de estos informes son del dominio público y, como era de esperarse, los más fervientes defensores de las “verdades históricas” iniciaron una encarnizada cacería para desacreditar a los peritos independientes.

Las “filtraciones” se intensificaron entre los más leales y grupos históricamente vinculados con la derecha más rancia del país colocaron su granito de arena.

Todo estaba listo para montar el “numerito” de un supuesto “vocero” del GIEI, que con la anuencia de la PGR (faltaba más), anunció unilateralmente otra versión sobre el caso Ayotzinapa, en donde llamó la atención que el gobierno federal seguirá anclado en la versión sobre incineración de los normalistas en el basurero de Cocula, aunque ahora ya no sean los 43 de la “verdad histórica”, sino 17.

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¿A quiénes convienen las “verdades históricas”? Simple. A los que viven de la impunidad y a los que piensan que la historia no saldará cuentas con los impunes.

A cuentagotas, paso a pasito, las “verdades históricas” se han ido diluyendo de los diccionarios de los impunes.

Ahí está el ejemplo del libro Parte de Guerra de los periodistas Julio Scherer y Carlos Monsiváis, quienes accedieron a los documentos del secretario de la Defensa Nacional durante el Movimiento Estudiantil de 1968, Marcelino García Barragán, y donde la versión oficial sobre la masacre en la Plaza de las Tres Culturas se desmorona estrepitosamente.

Ahí está el libro Guerra en el Paraíso, de Carlos Montemayor, quien obtuvo el testimonio de algunos de los generales que estuvieron a cargo de la operación de exterminio de la guerrilla de Lucio Cabañas, en Guerrero, en la década de los setenta del siglo pasado, y quienes hablaron de las atrocidades que se cometieron en esos años en contra de los rebeldes y de la población de aquel estado.

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En el libro Canción de tumba, de Julián Herbert, el escritor guerrerense-coahuilense narra un episodio que da cuenta de la obstinación de muchos por seguir protegiendo esas “verdades históricas”, incluso a casi 60 años de que ocurrieron.

Herbert cuenta que a mediados de 2002 le ofrecieron realizar una investigación histórica sobre el movimiento ferrocarrilero de finales de la década de los cincuenta. Su madre le contó, quien a su vez se lo contó su abuelo, que:

“A finales de la década de los cincuenta, Román Guerra Montemayor era miembro del PCM y presidente en Monterrey del Consejo Local del sindicato de Ferrocarriles Nacionales de México. Fue secuestrado de su hogar el 27 de agosto de 1959 y se le trasladó al 31 Batallón del Ejército. Ahí fue torturado largamente hasta que, el 1 de septiembre de 1959, día del Primer Informe de Gobierno de Adolfo López Mateos, falleció a causa del maltrato acumulado. Para seguir humillándolo más allá de la muerte y fabricar una supuesta línea de investigación que desacreditara al movimiento, los asesinos –militares que jamás conocieron castigo, como históricamente sucedía y sigue sucediendo en este país—arrojaron su cadáver sobre la cuneta de la carretera Monterrey-Hidalgo. Le había clavado un palo de escoba en el recto y le pintaron la boca con lápiz labial con infame intención –infame por partida doble—de hacer pasar su muerte como un crimen pasional entre homosexuales”.

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Tergiversar, confundir, mostrar divisiones, “filtrar” versiones a los columnistas más leales, presionar por medio de grupos reaccionarios, son los tradicionales esquemas para defender las “verdades históricas”.

La nueva versión de la PGR y del supuesto “vocero” del GIEI no es más que eso, la secuela de una historia para salvar el pellejo y mantenerse en la impunidad.

 

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