Crónica de la experiencia extrema de estar hasta adelante en el concierto de Rosalía (o todo lo que una hace por las hijas)

Por Mónica Loya Ramírez

Eran las 11:45 de la mañana y ahí estábamos en la plancha del Zócalo de la Ciudad de México, a la espera del concierto de la cantante española Rosalía, la «Motomami», que se presentaría a las ocho de la noche. Nos dejamos convencer por nuestras hijas pubertas que querían estar en primera fila.

Tengo experiencia como participante de actos masivos. Desde que tengo memoria he ido a marchas, he caminado durante muchas horas bajo el sol y también he asistido a conciertos masivos en el corazón de la Ciudad de México, aunque nunca quise estar hasta adelante en ninguno. Sólo llegaba a una hora razonable y a disfrutar de la dicha compartida. 

Nada de mis experiencias anteriores me sirvió para prever lo que viviríamos 

ese día. Desde un día antes, platicando con las mamás de las otras chicas, empezamos a prepararnos psicológicamente. Sabíamos que estaríamos ahí más de diez horas, bajo el sol, sin comer, sin ninguna comodidad. 

Pasamos a surtirnos de cochinadas (comida chatarra) y agua a la tienda más cercana de avenida Pino Suárez -antes de pasar el filtro de seguridad-. Ya para esa hora muchos jovencitos entraban a ocupar su lugar en la Plaza de la Constitución. Nos sentamos del lado derecho del escenario. 

El sol estaba resplandeciente y pegando con todo. Abrimos las sombrillas y empezamos la plática. Repasamos diversos temas: los chismes antigüos de la escuela de las hijas; una de las pubertas fue a la misma escuela que mi hija durante toda la primaria y luego coincidieron en la secundaria en otra escuela, así que las historias de los ires y venires de padres e hijos nos entretuvo un buen rato. 

Luego hablamos de cine, de directores y películas que nos gustan con las respectivas recomendaciones. Entre plática y plática nos turnábamos para sostener la sombrilla. Nos untamos bloqueador y les rogamos a nuestras hijas que hicieran lo mismo. Teniendo hijas de esas edades todo es un estira y afloja y la palabra que traen en la boca a la menor provocación es «No». 

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Dos de la tarde. Me fijo en el reloj. ¡Apenas son dos horas después del mediodía! Ya me había sentado en todas las posiciones posibles: flor de loto, estirando las piernas, flexionadas de un lado, del otro. Se me había hecho eterno y todavía faltaban ocho horas.

Es en ese mismo momento cuando empiezo a cuestionarme, a echarme porras y decirme: “Todo lo hago por mi hija”. Ahí estoy sufriendo sólo porque está vez sí quiso que la acompañara -o no le quedó de otra- y no me torció la boca y azotó la puerta. Aquí estoy viendo a mi retoño reírse con sus compañeras y pienso que todo valdrá la pena con tal de verla contenta.

La vendimia no se deja esperar. Aparecen vendedores de todo tipo de productos. Llegan mostrándose dueños de la plaza, desplegando una habilidad sorprendente para pasar entre la multitud que cada vez  se compacta más. 

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Cuatro de la tarde. He procurado no tomar agua, sólo dar pequeños tragos, pero el sol, felizote, no baja la guardia y parece que quiere hacer más difícil todo. Tengo una sed de perro callejero en pleno verano. 

Compramos toda clase de comida ultra procesada para calmar el hambre pero no es de gran ayuda. Se empieza a llenar más la plancha del Zócalo y ya es más difícil salir de ahí. Advertimos a las jóvenes que si quieren ir al baño y salimos ya no podremos regresar. Les damos la opción de ver el concierto un poco más lejos, pero no logramos nada. Ellas se mantienen firmes en su decisión de no perder el espacio ganado.

La posibilidad de estar sentadas ya no es una opción. Se está juntando cada vez más la gente. Empiezo a tener miedo de que empujen y caigan encima de nosotras, cosa que termina sucediendo minutos después. Vemos como desde atrás se empiezan a parar rápidamente. Alcanzamos a ponernos de pie y avanzamos junto a la multitud que nos empuja hacia adelante.

A partir de ese momento estaremos aproximadamente unas seis horas de pie y bastante apretujadas. Una marea humana que la mayoría del tiempo permanecerá quieta, pero que por momentos recibe un violento oleaje. Hay que poner firmes los pies al suelo y avanzar junto con la multitud. 

Cuando eso pasa, yo y las otras madres ponemos resistencia para que no les lleguen los aplastones de manera directa a nuestras hijas. Luchamos por mantenernos cerca de ellas, que no caigan y que los jaloneos, que descolocan todo, las alejen de nosotras. El sol sigue radiante y firme, tratando de hacer que desistamos de esa terquedad, pero la juventud es terca y entusiasta y ahí seguimos. 

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Seis de la tarde. Estamos como sardinas, sin poder mover bien las manos. Es una lucha sacar el celular o el agua. Sale la música por las bocinas, la mayoría desconocida para mí, pero que los jóvenes corean e intentan bailar. Un grupo de chicas y chicos que ya hicieron migas (bendita juventud) se toman selfies, organizan la bailada, ríen y sortean de buena gana las inclemencias del tiempo y el espacio.  

–A ver, a la derecha primero –exclama una chica–. Izquierda. Derecha. Izquierda. Derecha. 

Y todos en la hilera participamos aun sin querer, pues estamos tan pegados que a fuerza te mueves si se mueve el compañero. Se oyen miles de voces cantando.

Viene un empujón más. A poner firmes los pies y aguantar la sacudida. Ya en ese punto de verdad me dan ganas de claudicar de ese maratón de la buena madre que me tiene ahí atorada en contra de toda sensatez. Ya empiezo a sentir el cansancio, los efectos de la sed y el hambre. Lo único que me consuela es que ya falta menos. 

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Ocho de la noche. Todos los presentes esperamos con ansia que empiece por fin el concierto. Segundos antes de las ocho se oye a coro: «Nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡Las ocho!» Y nada. 

La famosa Rosalía no sale. Gritos y chiflidos no se dejan esperar. 

Empiezan a arreciar los embates de la gente que empuja porque quiere estar hasta adelante. ¿Pero dónde se quieren meter?

8:25. Llega la Motomami. El público enardecido grita su nombre. Hay llantos. Una sola voz que canta las canciones y la euforia se apodera del lugar. Otro empujón fuerte que me descoloca y hace que quede un poco separada de mi hija. Otra mamá me señala que ahí está y le echa ojo. 

Estamos amontonados. Apenas nos podemos mover. A un muchachito le parece buena idea recargarse en mi hombro para grabar desde su celular. Me muevo para quitarlo pero insiste, ¡Ahora resulta que sirvo hasta de tripie! Como si no estuviera suficientemente cansada. 

Rosalía sigue. Llora. Canta La llorona y agradece al público mexicano. Otro fuerte empujón. Esta vez  no podemos hacer resistencia y somos movidas por una fuerte sacudida. Estamos cada vez más pegadas, con menos posibilidad de maniobra. 

Cada vez son más fuertes los embates. Una madre desesperada jalonea a la hija y grita desesperada «¡Vámonos! ¡Vámonos de aquí!» Pierde el control y la empieza a cachetear. Quienes estamos alrededor no podemos creer lo que vemos. Pero el miedo se ha apoderado de  nosotras. 

Intercambiamos miradas entre las mamás y decidimos salir ya de ahí. Empezamos a abrirnos paso con enorme dificultad. Me siento como en una selva sacando a mi hija del peligro a punta de machetazos. Por un momento siento que no lograremos salir de ahí, que moriremos aplastadas. Que nos caeremos y será el fin. 

La señora histérica se atraviesa entre mi hija y yo y se pone a gritar que la deje pasar. Sólo de pensar en la posibilidad de que se me suelte de las manos me salen las fuerzas para jalarla y seguir nuestro camino. 

Por fin logramos salir de ahí. Las niñas llorando. Yo con la adrenalina hasta el full. 

Ya todas más calmadas comentamos que quizás aprendan la lección y  no quieran volverlo a hacer. Lo comento con mi hija y dice que por supuesto regresará si toca Manu Chao, que no se le hizo tan pesado. Me dan ganas de jalarme el pelo. 

Ni hablar. Gajes del trabajo de las madres.  

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