Por Diego Alejandro Nájera Hernández
Fotos: Eréndida Negrete
El Centro Histórico de la Ciudad de México siempre está latente. Lo comprobé una ocasión en donde me invitaron a un evento en el Hostal Mundo Joven, el cual se encuentra en la calle de República de Guatemala, detrás de Catedral Metropolitana.
La cita era a las tres de la tarde. El amigo que me acompañaba y yo llegamos media hora antes. En la entrada se veían extranjeros, empleados entrando y saliendo, y otros tantos invitados que atravesaban el arco de la puerta de bienvenida. Así que, como lo hacían ellos, decidí hacer lo mismo.
Ya en la solana, estuve platicando con los demás asistentes, al punto que con unos empecé a soltar bromas como si fuéramos viejos amigos. Nos pusimos de acuerdo para bajar a comprar algunas cervezas. Decidimos ir a una tienda que esta frente al Zócalo.
Miré hacia la Plaza de la Constitución y lo único que se me vino a la cabeza fue una frase de Chava Flores: “Un hormiguero no tiene tanto animal”. Estaba sumamente lleno y no había ninguna razón para que así estuviera. Debía regresar a la terraza para no hostigarme y dejar pasar de largo el hecho de que apenas cabemos en esta ciudad.
Eran las 23:00 horas cuando me preguntaron que si estaba a punto de irme, ya que yo solo era un invitado y no un inquilino. No tenía derecho a permanecer el resto de la noche. Decidí quedarme, junto con mi amigo, con un sujeto que nos ofreció su habitación.
Un inconveniente fue que el tipo quedó tan ebrio que no pude compartir la cama que prometió. Tuve que quedarme en una silla con mi cabeza recargada en los brazos que, a su vez, estaban sobre una mesa.
Sin embargo, al dar las dos de la madrugada llegó uno de los vigilantes y nos sacó a mí y a otras tres personas, entre las que estaba también mi acompañante, a la penumbra de la calle.
Para terminarla de amolar el sujeto que nos acababa de correr nos había ofrecido a unos granaderos que sirvieron de escolta para sacarnos. Estos remedos de policía nos decían que ya venía una patrulla que, al pasar a recogernos, tenía destino a un Ministerio Publico.
Todas las defensas y excusas que pudimos decir no les interesaban. “Eso díganselo al juez”, exclamó uno de ellos. Me defendí diciendo que era estudiante de derecho y que lo que estaban haciendo era ilegal, no obstante, a ellos no les importó. Seguían aferrados a la idea de que nos llevarían.
Les solté las palabras de golpe: “Nada más traigo 50 pesos, ¿qué dicen?” Se sorprendieron e inmediatamente el tono altanero que tenían disminuyó. Nos preguntaron a los cuatro acerca de nuestra vida, pidieron una identificación y preguntaron que cuánto juntábamos entre todos. 80 pesos bastaron para que fueran felices. Nos dejaran ir con el mensaje de que tuviéramos cuidado.
Sin un quinto en la bolsa, caminamos a la entrada del Monte de Piedad y nos recostamos. Era un lugar sumamente incómodo y acordamos ir a la entrada del Metro Zócalo. Atravesamos la plancha que esta frente al templo y volteé a ver el lado que daba a Plaza de la Constitución y ni siquiera pude ver el asta. Sé que ahí estaba, junto con el resto de los edificios, pero la oscuridad se lo había tragado haciendo honor al dicho de que parecía boca de lobo.
Llegando a las escaleras del Metro nos dimos cuenta que otras personas ya ocupaban los últimos peldaños como catre, por ende, para no incomodar o despertar a los huéspedes, las otras tres personas y yo nos acostamos a la mitad de los escalones. Por tanta vuelta y la dureza del piso supe que no iba a poder dormir. “Al diablo, mejor me espero a que habrán para irme a mi casa”.
Estuve pensando en varias cosas hasta que un nuevo visitante me asustó. De lo poco que conversamos, me dio a entender que unos tipos que acababa de conocer en un bar por Insurgentes lo abandonaron en Pino Suárez y caminó hasta aquí, después de eso se recostó. No iba a seguir en ese lugar. El hecho de no hacer nada me estaba volviendo loco.
Luego un vagabundo me impidió seguir mi rumbo. Me dijo que no tuviera miedo y que si le podía ayudar con una moneda. Era un señor que venía de Puebla y quería dinero para unas medicinas, de las cuales me enseñó la receta. Cooperé con dos pesos y una playera que tenía en mi mochila, después de eso me encamine, con quienes estaba, hacia la calle de Madero.
Ya en Madero vi que la actividad era constante. Una de las yugulares de la Ciudad de México no podía dejar de estar inactiva y más con su infinidad de locales, muchos de ellos terrazas para jóvenes alcohólicos, “Godínez” y demás gente que siente la soledad de las masas, además de un sentimiento similar a estar muerto por dentro.
Pasando Bolívar noté que tres mujeres estaban sentadas en el piso. Nos acercamos a ellas y en el intercambio de palabras me dijeron que en el bar en el que estaban les habían robado sucartera y no tenían dinero para regresarse, así como estábamos mi amigo, las otras dos personas y yo. Seguí platicando con ellas hasta que faltaba media hora para que dieran las 5 y nos fuimos.
Camino a Metro Hidalgo pudimos ver prostitutas frente a Bellas Artes. Era raro observar que todavía a esa hora estaban en turno. Era impresionante como, en tan poco tiempo, al menos dos de ellas se habían ido en sus respectivos taxis.
No fue hasta que llegamos al Metrobus que uno de los que nos acompañaban nos ofreció unos hot dogs de a 3×25. Era obvio que los aceptamos y platicando con el vendedor comentó que venía desde Indios Verdes, o un poco más lejos, y que se despertaba a las cuatro de la madrugada. Terminando mi desayuno decidí regresar, sumamente cansado, a mi casa.
Así es como pude comprobar que la Ciudad de México es una ciudad eternamente activa. Una ciudad sin sueño, como diría Federico García Lorca. Este monstruo que siempre está con insomnio esperando poder dormir.