Chile: la generación que perdió el miedo y derrotó al neoliberalismo

 

El sistema nos entrena para vivir muriendo,

y para vivir matando: matando hacia afuera,

porque todo prójimo es un competidor

y un posible enemigo,

y sobre todo matando hacia adentro,

matando lo mejor que cada cual tiene vivo dentro de sí.

Eduardo Galeano/Tú no moriste contigo.
 
Y el tiburón nada sabe,
y al tiburón, ¿quién se acerca?
Un tiburón no es culpable
mientras nadie lo demuestra.
Bertolt Brecht

 

Por Patricia Monterrey/Rivelino Rueda

Fotos: Patricia Monterrey/Nicolás Tavira

Una chispa, cualquiera que sea, puede detonar la revolución. La pérdida del miedo, por ejemplo. Hoy es lo que se paladea en esta protesta frente a la embajada de Chile en México. A 6 mil 606 kilómetros del epicentro de la rebelión.

En Chile, dicen, esa chispa fue el aumento al transporte a 30 pesos. Pero no es así. La pérdida de la inocencia. La pérdida del miedo de millones de jóvenes que nacieron en los años de la dictadura es lo que –gritan los chilenos– «tiene al país al borde de una de las principales victorias de los pueblos contra el neoliberalismo».

«¡En Chile nació el neoliberalismo, con el asesino de Pinochet, y en Chile se va a derrotar a ese sistema!»,aseguran con una hirviente fe un puñado de muchachas y muchachos de nacionalidad chilena, al pie de la sede diplomática de su país.

 

***

Aquí, la lluvia melancólica que nos sorprende con riachuelos de lágrimas por la insurrección otoñal de América Latina. Nuestro Octubre Rojo. Allá las muertas, los muertos, las y los desaparecidos, destrozados por el vuelo fatal de las balas. Una manía de regímenes dictatoriales que viven en supuesta democracia: torturar a los contrarios y violar el cuerpo femenino con su fascismo de guerra.

De Salvador Allende nos queda el recuerdo, la dignidad, la lucha. De Pinochet la Constitución, la dictadura, los asesinatos, la represión y el ejército.

Tenían que decirlo allí, delante de las cámaras, separándose por un momento del lamento y el humor decaído; dos jóvenes chilenos emigrados a México, llenos de deseo por un futuro posible, que ya no podían detenerse. Nos están matando. Nos están desapareciendo. Nos están torturando

Chile ha sido mutilado por la violencia aberrante. Pero también, contrario al encaprichado objetivo del “Pinochet reencarnado”, las manifestaciones variopintas han dado al pueblo marginado un golpe electrizante que estimula la lucha, la ira y la resistencia.

La lucha se hace desde adentro, no afuera. Algunos chilenos, como hace 46 años, regresan eufóricos para luchar hombro a hombro con su pueblo. No se quedan en México, ni en Estados Unidos, ni siquiera en el sueño anquilosado del paraíso europeo. Si es necesario moriremos luchando.

Los milicos han trastornado veinte rostros. Han atravesado los cuerpos con macanas y balas hasta dejarlos inertes, fríos, rígidos por la muerte. Y es que en Chile, en toda América Latina, se esparce hoy, a lo largo de surcos de tierra fértil, semilla nueva. Simiente del derrocamiento como justicia única para la nación.

La grana carmesí se eleva a los Andes, al Amazonas, a la pampa argentina, al Aconcagua y a la fortaleza Inca de Machu Picchu. El grito desesperado, con la gracia melódica del enunciamiento chileno, No son 30 pesos, son 30 años, desgarra el tejido blando del alma adormecida y despabila el ánimo revolucionario. ¡El pueblo chileno despertó!

En esa ola de protestas que protagonizan los más olvidados, explotados y vilipendiados de América Latina está el recuerdo puntilloso de una democracia que, hace tres décadas, prometía ser diferente a las dictaduras militares de la región. Pero terminó en un deshonroso y violento camino al poder “por la fuerza”. Desde entonces Pinochet, “el tirano”, quedó grabado como la representación del salvajismo humano. 

Su gobierno estuvo protagonizado por los abusos que cometió el ejército chileno, y  por el “milagro” que se dio en medio de una economía francamente desastrosa. Incluso en 1977 Pinochet informó al mundo, cínicamente, que el Poder Político había sido “asumido” o sustituido por las Fuerzas Armadas y de Orden.

Pinochet. El que le abrió las puertas al laboratorio neoliberal en América Latina. Para instaurar “legitimidad” e “impunidad” en un sistema económico esclavista y saqueador.

Pinochet. El que les abrió la puerta a los artífices de ese experimento, el estadounidense Ronald Reagan y la inglesa Margaret Thatcher, para que despojaran a su gusto los recursos de Chile, sobre todo el cobre en las minas de Antofagasta.

El que ofrendó el territorio andino –sobre todo pistas aéreas y helipuertos– para que el ejército colonizador de la Gran Bretaña perpetrara su masacre contra soldados argentinos en la Guerra de las Malvinas, en 1982.

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El salto en el tiempo es casi imperceptible. Desearíamos que existiera una distancia entre la pólvora pinochetista y la voracidad bélica de Piñera. Todo sería mejor si aquellos permanecieran lejos e incomparables.

Pero aquí, en esta embajada de Chile en México, en el México mismo, en decenas de sedes diplomáticas del país andino, se protesta por esa similitud, ese mirarse en el espejo de dictadores y demócratas. Se rememoran las palabras que dijo hace treinta años el periodista uruguayo Eduardo Galeano, en el libro Nosotros decimos no. Un discurso inquebrantable pronunciado en la víspera del plebiscito en Chile que determinaría entre «democracia o dictadura».

«El Diablo de la Codicia ha dictado la política económica que el régimen militar aplicó en mi país, y que el régimen civil ha perpetuado sin mayores cambios. Esa política económica condena a los trabajadores a vivir como fakires. El trabajo no vale nada, no hay plata que alcance, se hace el doble a cambio de la mitad. ¿Qué producen nuestros países? Brazos baratos. La realidad se vuelve chiste de humor negro:

–Hay que apretarse el cinturón.

–No puedo. Me lo comí ayer.»

 

 

 

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Si el neoliberalismo cae en Chile caerá en toda América Latina, «¡seremos la primer nación en derrocarlo!» El gorro pintoresco y la voz suave de Franco Manhué son sueño. Se sobrepone con entusiasmo al sinsentido de las masacres. De la vida latinoamericana con una tristeza insoportable.

Sebastián Piñera le declaró la guerra al pueblo, lo sublevó con bayonetas encajadas en el corazón. Sus armas, las del pueblo desventurado y herido, provienen de la tierra. Mujeres, hombres y niños responden a la pólvora dictatorial con piedras, palos de madera, jitomatazos, arte.

Al principio la demanda era sencilla: que el precio del transporte baje, o al menos que no suba.

No tenemos ni para comer. Pensar en el transporte es casi un lujo. Piñera criminalizó a las y los ciudadanos más empobrecidos. Para él las manifestaciones como templete de diálogo son inconcebibles. El grito de protesta es canto de guerra. ¡Disparen!

La represión sistemática resignificó la lucha. El sucesor de Michelle Bachelet (ahora Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU) nopuede seguir en el poder.

Lo suyo han sido cientos de cuerpos heréticos, agujereados –88 de bala–. Más de tres mil 100 detenidos –343 menores de edad–, arrancados de sus casas, de las calles. Y decenas de mujeres violadas por elementos de las Fuerzas Armadas.

Duele la rabia punzante de la distancia, de no estar con ellos, con los muchachos que gritan en las calles de Santiago, en Valparaiso, en Viña del Mar, para la nueva América Latina que están levantando. Porque la lucha está en Chile. Con el pueblo del choclo que cambiará el destino del continente y retomará la más antigua de las tradiciones de los pueblos originarios: el acto comunitario. 

Luego nos llega, implacable, el coraje de no hacer barricada, de no enfrentar al milico envalentonado que se asume, desde el 11 de septiembre de 1973, como «el jodedor impune«; el que creó leyes a su modo para salir a las calles hoy, 46 años después del golpe militar contra el presidente constitucional, Salvador Allende, a defender las leyes que bendicen a los que torturan y torturaron, a los que matan y mataron, a los que desaparecen y desaparecieron personas, «por orden superior».

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Todos los asistentes al mitin guardan silencio. El tono claro y firme de una mujer sale de unas bocinas malheridas por la lluvia y por el tiempo. Carla Ulloa, estudiante y coordinadora del Ceiich en la UNAM, pero principalmente chilena, empareja su voz con la estridencia de las cacerolas,“les pedimos que presionen a su gobierno porque estamos viviendo un cerco mediático. No tenemos apoyo, tenemos a un presidente empresario que no sabe hacer política”.

La petición de la joven universitaria tiene una raíz profunda. Apenas en la mañana de ese 24 de octubre, el presidente Andrés Manuel López Obrador se había referido a las protestas sudacas como una «inconformidad natural hacia los gobiernos neoliberales de esos países». Nada más. Ninguna condena a la violencia contra la población civil. Ningún comentario sobre la represión a la protesta social en aquellas naciones. Como si la llegada al poder del tabasqueño no se hubiera dado, en mucho, por la movilización social.

Luego Carla Ulloa hace referencia al«avión de la solidaridad» tras el golpe fascista de 1973 y a la solidaridad del gobierno mexicano con los exiliados chilenos perseguidos por la Junta Militar.

Y sí. Hace apenas un mes y medio, el 11 de septiembre, el canciller Marcelo Ebrard optó por recordar esa fecha para Nueva York. No para Chile. Ni una mención al crucial papel diplomático de México en aquellas horas del golpe militar. No.

Había que congraciarse con el vecino esquizofrénico y hacer mención de las Torres Gemelas. Para Gonzalo Martínez Corbalá, embajador de México en Chile durante el golpe fascista contra Salvador Allende, ni una palabra. Nada para el diplomático potosino que, en su libro Instantes de decisión. Chile 1972-1973, narró uno de los pasajes más gloriosos en la historia de la diplomacia mexicana:

«Los militares se empeñaban en dificultar las tareas de todos, incluyendo las suyas propias. Las áreas de llegada y salida más parecían cuarteles que otra cosa. Las órdenes imperativas, bruscas, a gritos; los jalones y empujones a los asilados; la revisión violenta de sus equipajes; la requisición de libros, cartas o dinero, y aun el mandato tajante a los mexicanos que por alguna razón habían residido, según su juicio, más tiempo del que correspondía a un turista (…) La aeronave nos esperaba a unos cien metros del edificio de la terminal.

Los reflectores lo iluminaban todo, como en una escena surgida de un campo de concentración. Los casos de los asilados debían ser acaloradamente discutidos uno por uno. Eran ya las once de la noche cuando se llegó al extremo de impedir a la viuda de Allende (Mercedes Hortensia Bussi Soto, «Tencha»), a gritos destemplados, que llevara a sus nietos a los sanitarios».

Y aquí en México y allá en Chile se estremece el cuerpo, se eriza la piel, se contiene el llanto con las palabras de mujeres como Carla Ulloa, o como la de la cantautora Camila Moreno, la muchachita que, con su niño en brazos, quizá pronunció en Chile uno de los discursos más poderosos que se han escuchado en América Latina en los últimos años.

«Tenemos que seguir porque van a vendernos que está la cagada. Van a decirnos que van a cerrar los supermercados, que van a cerrar las farmacias, y que va a haber desabastecimiento. Y va a pasar el mismo clima que pasó antes del golpe. Y no podemos permitirlo. No podemos permitirlo. No de nuevo. Esta revolución no puede parar. Esta revolución es por la dignidad humana básica. Sentido común. No estamos pidiendo nada más que sentido común. Derechos básicos. Esto no tiene que ver con los 30 pesos del alza en el transporte. Esto tiene que ver con la educación, con la salud, con la dignidad de los sueldos, con la vivienda. Con el derecho a amar a quien queramos amar. Con el derecho a ser quien queramos ser. Por el derecho a la vida, a la paz, a la tranquilidad, a la libre expresión. Necesitamos urgente que este gobierno deje de decirnos que somos vándalos, que somos violentos, cuando ellos han puesto a los militares en la calle una vez más en democracia. Eso no lo podemos aguantar. ¿Cómo se les ocurre? ¿No tienen memoria? ¿No tienen conciencia? ¿Cómo es posible que en un país como este, donde hubo una dictadura de 18 años, todavía no nos dicen dónde están, y ustedes sacan a los militares a la calle? Como si fuera un chiste, como si fuera un juego de niños, porque ustedes creen que nosotros estamos jugando, y nosotros aquí estamos poniendo el corazón. Estamos poniendo el futuro de nuestros hijos. Estamos poniendo el futuro de nuestros nietos. Estamos haciendo un nuevo Chile, una nueva sociedad. Una verdadera nueva sociedad. Aguanten compañeros. Esto no para. Esto no parará jamás».

***

Aquí nos absorbe el vacío. En una velada de jueves amenizada con aullidos aparece la acostumbrada “nada”. Una embajada muda. Un puñado de locos que pretenden derrumbar el sistema aunque tengan que entregarse por completo. Despojarse hasta de su propia vida.

En el mitin exiguo se escucha un grito de impotencia ahogado, intermitente. Chocante con la contradictoria realidad de la riqueza que se levanta pretenciosa a unos metros en la calleAndrés Bello #10. Algunas figuras, sombras de indiferencia, graban desde los balcones el alarido agónico con teléfonos que podrían valer más que cualquier riñón avejentado por la miseria en Chile, México, Ecuador, Perú.

Con terror, los manifestantes de América buscan evitar el totalitarismo que, describió Hannah Arendt en La condición humana, busca aplicarse“sistemáticamente a la destrucción de la vida privada, al desarraigo del hombre respecto al mundo. A la profundización en la experiencia de la soledad».

***

Un cierto vaho de asco recorre la protesta. En Polanco no hay tanquetas. No hay gas lacrimógeno. No hay sañamilica, odio del «paco weón». Porque ¿qué más da? Sólo son un centenar de inconformes, empuñados con cucharones de madera, cacerolas desgastadas y consignas empolvadas.

No está la barricada, la «bomba Molotov«, el combate desigual de piedras contra fusiles automáticos. Pero en Polanco, en un consuelo empático, se ondea la bandera Mapuche, que se confunde en una facilidad irónica con el emblema de Kurdistán. Dos luchas en sintonía, con el mismo grito y armadas con la razón para el enfrentamiento contra la irracionalidad bélica de “los gobernantes”.

La embajada de Chile en México es el reflejo del desdén hacia el puño en alto, hacia la exigencia de «no más muertes» del régimen demente en aquel país… del «¡Fuera Piñeira asesino!»

La bandera de la estrella solitaria ondea húmeda en el firmamento chilango. El «cacerolazo» se reproduce a miles de kilómetros de distancia del epicentro de la lucha encarnizada del pueblo chileno contra los nostálgicos del fascismo pinochetista.

Más de un millón de chilenos en las calles. En México, Europa y Argentina centenas de personas concentradas en mítines. En la Internet miles haciendo eco de las voces que el dictador pretende afónicas.

En todo momento la consigna del recuerdo a Salvador Allende. A Violeta Parra. A Pablo Neruda. A Víctor Jara.

Tío Ho, nuestra canción

Es fuego de puro amor

Es palomo palomar

Olivo de olivar

Es el canto universal

Cadena que hará triunfar

El derecho de vivir en paz

Es el canto universal

Cadena que hará triunfar

El derecho de vivir en paz

El derecho de vivir en paz

Pero aunque la vergüenza recorre las venas –porque podríamos hacer más–, allá en Chile está la trinchera, el frente de batalla, la batalla por la dignidad de nuestros pueblos que han sido masacrados, destruidos, expropiados y vendidos al mejor postor. En América llueve sangre. Se evapora el llanto y fecunda el polvo de los que fueron nuestros. El filo de la cosecha degüella a los frutos putrefactos.

A Piñera lo recordaremos como la sombra o el mal ejemplo de la vileza reencarnada. Chile jamás será su pueblo. En América Latina luchamos todos y todas. Con solidaridad silenciosa en las batallas de las y los hermanos peruanos, ecuatorianos, brasileños, argentinos y venezolanos. Que se levantan contra aquellos que comprenden la precocidad de tus acciones y el cinismo de un “el pueblo vivirá en paz” mientras el puño milico destroza mentones.

Acá, en la calle de Andrés Bello, hay solidaridad, pero no el entorno apocalíptico, criminal, del territorio chileno, la dignidad que desciende desde el desierto de cobre de Antofagasta, hasta la tundra de sal de la Patagonia.

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