Aviso de incendio… Nunca entendí ¿hablabas de amor o revolución?

Por: Armando Martínez Leal
@armandoleal71

Foto: Mónica Loya Ramírez

Estar en el libro.
Figurar en el libro,
ser parte del libro;
tener la responsabilidad de una palabra,
un párrafo, una página o un capítulo.
Estoy en el libro.
El libro es mi universo,
mi patria, mi techo y mi secreto.
El libro es mi respiración, mi remanso, mi perdición.
¡Salvaguarda!

Anoche dormí pensando que desde noviembre no escribo nada, no tomo un libro. Mi distancia llega al extremo de ni siquiera hojearlos. Ellos son esos seres celosos, que me han acompañado toda mi vida; de muy pequeño, las obras completas de Marx, Lenin, Gramsci eran los ladrillos con los que construía mis fortalezas, entre ellos me abrigaba del universo. Cuando aprendí a leer, dejaron de ser los templos de mi salvaguarda y de pronto estaba en ellos, figuraba en ellos, era Tom Sawyer acompañado de mi imaginario amigo Huckleberry Finn… juntos al abrigo de Mark Twain recorrimos el Misisipi. Recién aprendí a leer mi papá me regaló un pequeño librero de caoba, de metro y medio de largo por un metro de altura, ahí iniciaba una nueva travesía en mi estar en el mundo, aquel regalo estaba lleno de recuerdos y experiencias de mi padre ARMANDO MARTÍNEZ VERDUGO.

El pequeño librero de caoba, lo había acompañado desde su llegada al entonces Distrito Federal, antes de su partida a la Unión Soviética para estudiar en la Universidad Rusa de la Amistad de los Pueblos, la famosa Patrice Lumumba. De regreso a México recuperó algunas de sus antiguas pertenencias, entre ellas el librero de caoba que hasta la actualidad celosamente conservo. En los años setenta del siglo pasado, mi padre me hizo prometerle que antes de que finalizara el año, el librero estaría lleno por cada uno de los libros que durante ese período leyera.

A Mark Twain, se le hermanó Howard Fast, Theodore Dreiser, Jack London, Ernest Hemingway, Herman Melville, James T. Farrell, William Faulkner, John Reed, León Tolstói, Fiódor Dostoyevski, Dante Alighieri, Miguel de Cervantes, Charles Dickens… poco a poco el librero se fue llenando y los libros se desbordaron. Había cumplido la promesa. Hace justo 51 años, el jueves 10 de junio de 1971, mi padre regresaba del trabajo, encontró a su esposa lista para asistir a la marcha, la primera después de la matanza del 2 de octubre de 1968.

Mi madre se había puesto unos jeans, un pullover y había recogido su larga cabellera y metido en una boina, ella recordaba cómo el ejército correteando estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas y atrapaba con mayor facilidad a las mujeres, debido justamente por sus largas cabelleras. Las arrastraban, las pateaban… las …Ella había estado en la plaza, corrió junto con un grupo de compañeras del Partido Comunista de una extremo al otro, buscando una salida, pero la plaza estaba tomada; en un instante escucho un disparo, cercano, muy cercano, de golpe cayó al suelo y su cuerpo estaba lleno de sangre. La gente seguía corriendo de un extremo al otro, buscando salvarse, había gritos… cientos de disparos, cientos de balas. La plaza se inundó de sangre.

ANDREA LEAL ANAYA, SOCORRO, como le decían en el Partido, estaba aterrada, pensaba que le habían dado, palpaba su cuerpo y estaba llena de sangre. En instantes, tomó consciencia de lo que pasaba y sintió un enorme peso sobre sí, se dio cuenta que una de sus compañeras había caído sobre de ella, que la sangre no era de ella sino de la camarada, que la bala pudo haberla matado, pero no fue así. Se incorporó y siguió con su tarea, sacar a esa célula de camaradas vivas de la plaza; sin embargo, la sangre es de todos, son nuestros muertos.

Habían dado las tres y se hacía tarde, tenía que iniciar camino, pero la discusión parecía interminable. Mi madre lo acusaba de machista, retrógrada; ella tenía que cumplir con su deber político, asistir a la marcha. Él se negaba, le contó, cómo habían torturado a una mujer embarazada, poniendo una tabla sobre su panza, mientras dos policías se mecían
en ella como si fuera un balancín, hasta reventarla, matar a su hijo, para luego también asesinarla. Pero el relato no la amedrentó, ella había sobrevivido al 2 de octubre, seguía luchando, había sacado con vida a una veintena de compañeras.

Finalmente entró en razón, se quedó en casa, la cita era a las 17 horas de aquel 10 de junio de 1971, el contingente principal se agrupaba; en instantes la historia se volvía a repetir, los granaderos estaban ahí, junto con centenares de militares vestidos de civil con varas de bambú en mano, con armas automáticas, rifles… la matanza se repitió. Andrea
no supo de Armando hasta el día siguiente; aquellas horas las vivió con terrible angustia, sin poder hacer nada.

Preocupada rozaba su enorme barriga, intentándome dar consuelo. Adentro de ella me movía, no le daba paz. La noche del 11 de junio mi padre llegó a casa, las noticias ya se sabían. El gobierno había vuelto a matar estudiantes, mujeres, varones… decenas de ellos. Como en 1968, los vecinos del Casco de Santo Tomás dieron refugio a cientos de estudiantes, contaba mi padre que la diferencia fue que las mujeres arrojaban agua caliente a los Halcones y policías, desde las ventanas los insultaban y protestaban.

Como en 1968, mi padre se refugió en alguna casa de una familia mexicana… hasta que pudo salir, regresar a casa y avisar que la lucha seguía. Y la lucha siguió. ARMANDO MARTÍNEZ VERDUGO, mi padre luchó toda su vida, lo mismo en Puebla que en Sinaloa o en la Ciudad de México; fue un intelectual, un revolucionario, desde diversas trincheras, como miles de mexicanos peleó para transformar este país; estaba convencido, como mi madre o su hermano mayor, ARNOLDO MARTÍNEZ VERDUGO, que hay que dejar este mundo de forma distinta a como lo recibimos. Los tres a su manera y desde sus trincheras contribuyeron como millones de mexicanos a cambiar nuestra realidad. Dejaron el mundo de forma
diametralmente distinta a como lo recibieron.

Hoy habitamos un México distinto. Mi madre ANDREA LEAL ANAYA, SOCORRO, al igual que mi tío ARNOLDO MARTÍNEZ VERDUGO, no lograron ver el triunfo de la izquierda mexicana. Sus sueños se hicieron realidad. Mi padre se fue a días de haber cumplido 82 años; el 24 de febrero de 2022, su partida incrementó el dolor de mis pérdidas; sin embargo, el sí vio el triunfo de Andrés Manuel López Obrador, a quien apoyó y luego lo criticó. Él era un revolucionario, marxista, creía férreamente en la crítica y reelaboración.

Siete días después de la matanza del jueves Corpus llegué al mundo, soy hijo de una feminista, comunista, sindicalista, de una mujer que todos los días transformó su realidad hasta que la muerte la alcanzó; soy hijo de un comunista, marxista leninista, de un revolucionario, guerrillero… de un soñador que de vez en vez regresaba a Dreiser con “Una tragedia americana”, aprendí tantas cosas de ellos, soy en parte ellos, soy ese niño que angustiado quería salir de la panza de su madre para abrazarla y darle consuelo, porque aquella tarde del 10 de junio de 1971, mi padre no regresó a casa.

Sí, desde noviembre del año pasado no toco un libro, repentinamente dejé de habitarlos; sí, desde noviembre de 2021 no escribo, ha sido mi forma de guardar mi luto por la partida de mi hermana Valia, mis hermosos sobrinos Salvador y Valia… y de mi cuñado Salvador. Sí, no toco un libro, ni habito en los textos, porque la madrugada del 24 de febrero pasado me enteré que ARMANDO MARTÍNEZ VERDUGO, mi padre había muerto.

Para mí son muchos muertos. Hoy regreso al texto, habito en él, en cada una de las palabras que salen de mi cerebro, con el corazón en la mano. Hace 51 años Echeverría volvía a mandar a matar a los jóvenes, mi historia como la de cientos de mexicanos está marcada por ese acontecimiento, que marcó mi estar en el mundo. Hace 51 años ANDREA LEAL ANAYA, mi madre y ARMANDO MARTÍNEZ VERDUGO, mi padre se tomaban de la mano para cambiar al mundo, soñaban, cantaban, bailaban y luchaban.

Hoy los dos están muertos…

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