Por Belén Guízar
Hay viajes por diversión, en los cuales uno solo quiere embrutecerse y olvidarse del mundo tan mierda que lo rodea. Hay viajes en los que uno quiere ser consumista y gastar todo su dinero en ropa producida por personas explotadas. Hay viajes a Nueva York en los que uno no quiere ver teatro, solo sexo. Hay viajes en los que, con grandes esfuerzos, te arrastras hasta un Museo de Arte Contemporáneo en el que esperas ver solo latas y uno que otro cuadro de Andy Warhol, pero te topas con algo doloroso, entrañable, angustiante… Te topas con la obra de Laura Poitras.
Mi cámara se ha vuelto una extensión de mi ojo derecho. El Iso empieza a nublar el frente. Un edificio raro se avecina.Google maps me avisa “que he llegado a mi destino”, el Whitney Museum of Art.
En el primer piso vi colores, pretensiones y ganas de pertenecer. En el segundo piso vi manchas, chatarra y muchas ganas de pertenecer. En el tercer piso vi turistas, antigüedades y terror al no pertenecer. En el cuarto piso vi… Sí, vi algo, pero no entendí qué.
Unos cuadros que simulaban señales, de satélites quizás. En un folleto, en inglés, leí que la obra era de Laura Poitras. No sabía quién era Laura Poitras, erróneamente no la admiraba. Poco tiempo entendí que trataba de unas imágenes de drones israelíes y sirias que, más tarde, fueron interceptadas por el gobierno británico en una operación llamada “Anarchist”.
Caminé un poco, confundida y emocionada. Entré a un cuarto obscuro con dos pantallas dándose la espalda. Leí mi guía nuevamente. Eran rostros, en movimiento, en cámara lenta. Desgarradores. Como si estuvieran viendo la maldad del ser humano y pudieran explicarla a la perfección con una mirada.
No estaba tan lejos. Eran las caras de las personas que estaban en las calles mientras caían las Torres Gemelas. En la segunda pantalla, unos vídeos de dos hombres siendo torturados. Ellos eran dos aliados de Osama Bin Laden. Uno terminó en la prisión de Guantánamo y el otro de taxista en Yemen.
Una documentalista que ganó, el año pasado, el Óscar al mejor documental largo por su pieza “Citizenfour” y, en 2014, el premio Pulitzer por servicio público. Estadounidese, egresada de New School –una escuela de diseño en Nueva York–, con alma de periodista, a pesar de todo. Maestra de producción de documentales en la universidad de Yale.
Salí de ahí queriendo saber más de ella, de Citizenfour. Vi su documental maestro que trata de un hombre llamado Edward Snowden, un ex empleado de la NSA y la CIA. Él denunció el espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Hay escenas del momento en que este denunciante revela a los periodistas Glenn Greenwald y Ewen MacAskill los documentos filtrados acerca de la vigilancia mundial que realiza Estados Unidos con algunos países aliados. Esta investigación fue del año 2013 al 2015.
En otra sala de la exposición hay un cubo en el medio forrado de felpa. También es un cuarto obscuro. Te tienes que acostar en él y ves las estrellas. Es un momento muy relajante después de la perturbación que causa la sala anterior. Pasas dos salas más, que no mencionaré por cuestiones de jerarquía personal, y llegas a la que más me desgarró el alma, si es que eso existe.
Una televisión, una grabación de una balacera. Sorprendentemente los balazos no son tan impresionantes como lo que hay en la otra pared… las letras. La sangre de la tinta. El miedo que se aferra a nuestro cuello, que nos tiene todo el tiempo viéndonos la espalda, el temor que causa hacer lo correcto. Lo incómodo de la verdad. La barrera que imposibilita cumplirle a todas las misses universo su sueño primordial: el conflicto de intereses.
Al salir de la exposición te das cuenta que hay unas pantallas y de pronto ves tu cara. Mientras estabas viendo las estrellas, te filmaron. Desde el techo. Sin que lo supieras. Así es el espionaje.