Por Murielle Sánchez Montoya
Fotos: Eréndida Negrete
A veces huele a marihuana en la cocina, cuando pasa Juan, el administrador del edificio enfrente de la ventana y entrega las facturas del mes o sólo para decir “Bonyúr”, como acostumbra. A veces también huele a jabón y tierra mojada, cuando Enrique, el recolector de basura y su acólito, que no habla más que para decir “Buenos días”, riegan las plantas de Juan y limpian las ventanas.
Dicen que el señor antiguo dueño de la casa, que amenazaba con dispararle a quien hiciera ruido en la noche, cocinaba muy bien pero nunca usó la cocina. Nunca la limpió tampoco y eso quedó claro la semana en que decidieron mudarse. Pasaron horas tallando los mosaicos de arcilla con cloro hasta que los espacios entre ellos quedaron blancos o casi. La pared estaba cubierta por una gruesa capa de pegajosa grasa, la estufa negra de cochambre y las cortinas empanizadas de polvo como si la casa hubiera estado vacía durante años.
Una vez desinfectada de la desidia y desinfectada simplemente, el refrigerador de dos metros reacomodado y las cortinas verdes en la basura, la cocina es luminosa a pesar de estar en el primer piso, mirando al patio interior del edificio.
La cocina no sólo necesitó limpieza: los dueños, María y Alfonso, dos fanáticos religiosos de cuarenta y tantos años con un buen talento para engañar, se las arreglaron para mostrar las pocas cosas que sí servían. Finalmente ni la estufa ni el boiler ni el horno ni la puerta de la cocina funcionaban. “Hay confianza”, decía María y a lo largo de varios meses repararon lo necesario.
Las paredes son color arena con dibujos de jarrones, duraznos, cestas con botellas de vino y ramos de hierbas y flores; los estantes, de madera que se ha hinchado por la humedad. La ventana de barrotes blancos al fondo de la cocina da a un jardín de altas plantas verdes en macetas de barro.
Apenas se alcanzan a escuchar las ambulancias, camiones y automovilistas hartos que pasan por Circuito Interior. Tampoco se escucha la alarma sísmica, cosa que los inquilinos del departamento dos redescubren cada vez que los vecinos se reúnen en pijama afuera del edificio mientras ellos duermen, inconscientes. El ambiente es casi campestre a dos cuadras de Reforma, en plena Ciudad de México.
Casi campestre, excepto cuando Juan reclama el mantenimiento no pagado a los departamentos ocho y cinco y se escucha su potente puño contra la madera, lo que divierte a los inquilinos que se imaginan a Juan martillando la puerta al estilo de Jack Nicholson en The Shining.
Casi tranquilo, excepto cuando al pretendiente de la del cinco se le ocurre llevarle serenata a las tres de la mañana, entre semana y cantar su amor a menos de diez metros de la ventana de la cocina o bien cuando esa misma muchacha, entre gritos y llantos, le asegura al padre que sí, ¡sí se va a casar!
A veces huele a marihuana en la cocina, en las escaleras del edificio, en la entrada, en los departamentos de todos, pero a los inquilinos del dos les tomó un tiempo descubrir porqué a nadie le importa, porqué nadie lo menciona. En realidad, no sólo huele a marihuana cuando Javier pasa, también cuando bajan de la azotea el muchacho del departamento seis y sus amigos y el señor del siete. Ellos fuman y los inquilinos suponen que Juan vende.
Suponen que Juan vende el producto final de las matitas plantadas a la vista de todos en las macetas de la azotea. Juan presta uno de los cuartos de servicio para el mayor placer y discreción de sus clientes. Juan cultiva marihuana “medicinal, para mi mamá” y por eso, a veces, huele a marihuana en la cocina.