Eduardo Nava Hernández
A propósito de las reacciones generadas a partir de la designación del novato diputado por Morena, Sergio Mayer, como presidente de la Comisión de Cultura en la Cámara de Diputados, es que surge esta reflexión. Debatamos sobre ello y demos algunos elementos de contexto: ¿Qué es la cultura? ¿Para qué sirve?
Cultura son, en, un sentido amplio, las muy diversas expresiones que surgen de la convivencia social y que expresan la forma de ser de una sociedad determinada. «La culture c’est la vie»; La cultura es la vida, dijo en su momento ante la UNESCO Jack Lang, el joven ministro de Cultura del gobierno de Francois Mitterrand en 1981. ¿Qué, en el quehacer humano es ajeno a la cultura?
Pero eso no resuelve el problema del gobierno y las políticas públicas. ¿Qué tipo de cultura, qué expresiones de las hoy plurales colectividades son las que el Estado debe apoyar, reforzar, impulsar o preservar? ¿Cuál o cuáles deben ser las prioridades de una política en materia cultural en un país como México?
La industria cultural, es, cual ninguna, un producto neto de la acumulación capitalista
Hay, en nuestros días, tres fuentes básicas de lo que convencionalmente llamamos cultura: la cultura popular, la alta cultura y la industria cultural. La primera es la más directamente emanada de los grupos sociales, de su idiosincrasia, la que más directamente expresa sus formas de ser, sus tradiciones. La segunda, en realidad, no puede entenderse sin la primera. Si bien alcanza y alimenta en primer lugar a las clases altas y a las elites intelectuales de la sociedad, sus orígenes no pueden sino rastrearse en la cultura popular misma, de la que se ha nutrido y a la que con más frecuencia de lo que pensamos, vuelve.
La industria cultural, es, cual ninguna, un producto neto de la acumulación capitalista; su objetivo no deja de ser en ningún caso la ganancia y la acumulación del capital, y en realidad se conforma como una rama más de la propia acumulación capitalista. Es, por su naturaleza, la que cuenta con más autonomía con respecto del poder público, porque es la que menos lo necesita. Desafortunadamente, también, es la que moldea el gusto artístico de las grandes masas y les ofrece, como objetos de consumo, sus productos culturales.
Sobre esta taxonomía, no es difícil elegir. La acción pública debe dirigirse a promover y difundir las expresiones de las dos primeras categorías, la cultura popular —cualquier cosa que por ella entendamos— y la alta cultura, para nada exenta tampoco del comercialismo, aunque vaya prioritariamente dirigida al limitado público de las salas de concierto, galerías, pinacotecas, etc.
¿Promover la alta cultura? ¿Para quién? ¿Cómo difundirla, como extenderla hacia los segmentos más amplios… ?
Pero el asunto no es tan fácil. ¿Dónde encontrar las expresiones de la cultura popular en forma pura? ¿En los ballets folklóricos? ¿En el mariachi, transformado apenas en los años cuarenta del siglo pasado por la introducción bastarda de las trompetas y la bolerización de su repertorio? ¿En los barrios urbanos, ya configurados en gran medida por la cultura de masas de los grandes medios?¿O hay que ir tan sólo al mundo rural, a sus expresiones más vernáculas, a lo «auténtico», aunque esa autenticidad haya sido producto histórico de múltiples sincretismos culturales y religiosos, impuestos muchas veces por la fuerza, por la coerción?
¿Promover la alta cultura? ¿Para quién? ¿Cómo difundirla, como extenderla hacia los segmentos más amplios en un país en el que una Victoria Alada, inspirada en la de Samotracia, termina siendo simplemente «El Ángel»? ¿Dónde quedó el esfuerzo editorial de Vasconcelos en los años veinte, para llevar a Sófocles, Cervantes, Balzac o Shakespeare a la escuela rural y como compañeros del silabario elemental que ésta demandaba? ¿Cómo contrarrestar la andanada cotidiana de los grandes medios para hacer del «gusto» popular la chabacanería, el comercialismo simplón, los productos más pedestres?
Ése es el debate de fondo que sobre la cultura y las políticas culturales debemos dar. Pero hay hechos innegables: no existen, en nuestras sociedades contemporáneas, expresiones culturales puras. La ópera, de origen indudablemente social-popular y recluida por largo tiempo en las salas elitistas de concierto, se masifica gracias a los mismos medios que elaboran una cultura chatarra. Y Pavarotti, en su momento, como hoy Plácido Domingo, no se resisten a alternar con las figuras surgidas de la industria cultural en sus conciertos. Como bien lo señala Néstor García Canclini, nuestras culturas son hoy, por antonomasia, híbridas. No podrán, y quizá ni corresponda a las políticas públicas dictar los patrones culturales en una sociedad no sólo abierta sino en buena medida dominada por las fuerzas del capital, que no sólo generan sus propias expresiones culturales o pseudoculturales sino que también usan y reproducen las manifestaciones tanto de la cultura popular en sus distintas formas de mixtura, como de la cultura sublime.
Limitar el debate a un personaje, por provenir éste de la industria cultural, es constreñir el debate más de fondo a la mera toma de partido
Quizás, entonces, el debate no está en los contenidos sino en los medios. ¿Cómo aprovechar mejor los recursos del Estado para difundir, de manera efectiva, las más diversas expresiones de la cultura histórica y de sus formas contemporáneas? ¿Cómo, sin imponer patrones culturales o artísticos, los poderes públicos deben orientar hacia el fortalecimiento de las mejores expresiones culturales, su asimilación, su perfeccionamiento, su mayor conocimiento?
Limitar el debate a un personaje, por provenir éste de la industria cultural, es constreñir el debate más de fondo a la mera toma de partido; es decir, al maniqueísmo en un tema tan delicado y complejo, tan sensible y tan vital como la construcción de esas políticas públicas en materia cultural que el país necesita. La escuela, cuyo papel no puedo desarrollar aquí y merecería tratamiento aparte, ha de ser esencial en la conformación de nuestro ser nacional a partir de nuestras propias raíces históricas y de nuestra nueva ciudadanía global.
Pero es ineludible que los grandes medios seguirán siendo, aún por un largo tiempo, un elemento que no puede ignorarse y más aún, del que no se puede prescindir, el puente y enlace entre las más diversas formas del arte, la cultura y la difusión del conocimiento. Ser parte de esos medios, con todo y su industria de masas, con sus métodos de manipulación, puede ser un estigma y un contrasentido; pero puede ser también una oportunidad para aprovechar su siempre subutilizado potencial en beneficio de sectores más amplios de la sociedad mexicana.