Por Irma Ramírez.
En México, una noticia nos ha llenado de entusiasmo y cómo no, si una de las parejas más queridas, la novela y el cuento, están otra vez embarazados. Como sabemos, si la imaginación se encuentra preñada, florecen las ideas. Una gran cantidad de personas, ahora mismo, les envían sus buenos deseos a través de las redes sociales, cuentan su experiencia, prevén, alertan, tejen nuevas formas de comunicarnos para hacer lo posible, o en todo caso hasta lo imposible, para que el bebé encuentre un lugar reverdecido en donde pueda madurar y divertirse.
¿Que cómo sucedió? Ha sido largo el camino y muchos los bebés nacidos de esta pareja entrañable. Recordemos aquellos, de rostros melancólicos, movimiento sutil y lenguaje refinado, que se presentaban con gran pompa en las casonas, palacios, en los bailes porfirianos, para narrar intimidad o costumbre. Un día, curiosos, se asomaron a los ventanales. Al mirar que afuera la rabia, el hartazgo, habían empujado a los peones de hacienda a tomar las armas, ella aventó el corsé y el vestido de seda. Él, chistera y guantes. Se pusieron el sombrero de paja, la carrillera y los acompañaron entre pólvora y metralla, a pie, a caballo, o encaramados en los trenes, para relatar las batallas, seguir de cerca a los caudillos o tomaron el fusil y fueron ellos mismos, revolucionarios. De la mano de Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Nellie Campobello y muchos autores más, retrataron la manera valiente, patriótica, cruel, violenta, indiferente, que adoptaron los mexicanos en medio del combate. Se construyó una verdad simbólica de nuestro país en llamas. Ensalzaron a los héroes, criticaron a algunos revolucionarios, pero la idea de la guerra como un mal necesario quedó intacta.
Con el paso del tiempo la novela y el cuento ya sin andar a salto de mata, empezaron a engordar. Perdieron el brillo en la piel y en la mirada; su estilo rápido, incisivo. Desencantados, deambulaban de oficina en oficina, hasta que novela y cuento se vistieron de amargura. Caminaban desolados, lánguidos como fantasmas. Vine a Comala…dijo la novela. Nos han dado la tierra…dijo el cuento. Los dos siguiendo el rastro que dejara la pluma reseca de Juan Rulfo. La novela vestida de luto nos habló de una niña muerta, fruto misterioso de la desesperanzada tierra. Fue el grito profundo, atroz, de José Revueltas.
Tuvieron que correr varias décadas para que la novela y el cuento se salvaran de ser devorados por la historia oficial. Cambiaron la expresión solemne por una sonriente, como de burla y chiste. La novela contó, escondiendo la risa y el sarcasmo, Los Relámpagos de Agosto. Alentados por la pluma de Jorge Ibargüengoitia, con su sátira pudimos finalmente reírnos de nosotros mismos. El cuento no se quedó atrás y con Los Pálpitos del Coronel de Eraclio Zepeda, llegamos hasta la carcajada.
Poco nos duró el gusto porque la novela y el cuento estiraron sus miradas para enderezar las orejas, respingar la nariz y olfatear el peligro. Sus frases descarnadas nos condujeron hacia la exploración de mundos interiores de personajes comunes y también del narcotrafico, la delincuencia organizada, la corrupción de los malos gobiernos. Y ahí estaban, sin darse cuenta que después de mucho esfuerzo, a veces empujando, otras veces arrastrando, ideales, de pronto se juntó hartazgo, miedo, sueño y …¡Cataplum! Nos llegó la noticia de que novela y cuento estaban embarazados. Por eso a los mexicanos nos embarga la incertidumbre. ¿Nacerá una novela de ojos risueños, piel lozana? ¿Un cuento robusto, novedoso? ¿O un monstruo con cabeza de león, cuerpo de cabra, cola de dragón, una intangible quimera? Y en todo caso…¿seremos capaces de reconocerla?
Hermosa analogía. Felicidades Irma. Me encantó tu texto.