El actor

 

Por Carlos Alonso Chimal Ortiz

Foto: Eréndira Negrete

 

Siempre creí que cuando fuera grande iba a ser cantante, estrella de cine, o por lo menos que escribiría en alguna revista, o un libro, o algo así, pero pues ahora que ya soy mayor todo eso sólo eran sueños. Esta es la historia de cómo casi llegue a ser famoso…

 

Todo comenzó cuando fui con unos compañeros de la secundaria a hacer un «casting» para un comercial de niños de la calle. De los cuatro que éramos, escogieron a tres, Julián, Esteban y a Manuel dentro de otros ocho chamacos que no sé de donde salieron.

 

Sí, esos cabrones nacieron con la suerte de ser prietos y chaparros. El Manuelito parecía tener desnutrición, por eso en cuanto lo vieron lo escogieron luego luego. ¡Pero a mí que! Por ser blanquito y comer bien hasta me vieron feo, como un bicho raro. ¡Si yo era el sano! ¡El normal!

 

Mentalmente los mande a chingar a su madre y me fui triste, aunque no sé si estaba bien estar triste por ser bien parecido y no parecer sidoso como los otros babosos.

 

Esa fue la primera vez que el estrellato se escapó de mis manos.

 

La segunda ocurrió cuando iba a visitar a una noviecita que tenía en la prepa. Por motivo de su cumpleaños organizó una fiesta de disfraces y pues me quemé el coco pensando que ponerme. Así estuve dos semanas y lo único que se me ocurrió a la mera hora fue pedirle prestado un traje al hijo de la señora de la tortillería, Leonardo. Era mariachi, y como tenía dos, uno gastado y el otro peor, me presto uno.

 

La fiesta estuvo de lo más aburrida que se puede imaginar. De los 12 invitados sólo habíamos una momia (mi novia), un güey que se puso una bata de baño y un mariachi. A los demás le valió madre ese compromiso, ese juramento  de llevar disfraz a la fiesta de Raquelito.

 

A las once y media de la noche agarre mi sombrero y me largue de ahí cojeando porque las pinches botas me apretaban. Al pasar por el parque había muchas luces y gente. Estaban filmando una escena de una telenovela, en la que varias personas tenían que llegar corriendo de chismosos a ver el cuerpo tirado en el pavimento del galán de la telenovela, ya que había sido arrollado por un automóvil que era conducido por la bella dama que se iba a casar con él al final de la telenovela

 

Por eso mismo necesitaban extras y nos juntaron como a unas 15 personas, después de unos rápidos ensayos. Me aprendí mi línea:

 

–¡Qué paso!

 

Y llegábamos corriendo al chisme. El tipo de la boinita y la barbita recortada que se sentía Spielberg se empezó a desesperar porque la escena no salía. Nos gritaba que parecíamos retrasados mentales. La verdad yo si me ofendí un poco porque estaba tomando muy en serio mi papel. Sabía que de ahí reconocerían mi trabajo y podría llegar a ser un gran actor. En la toma numero 26 el de la barbita recortada ya había aventado la boina y sólo gritó:

 

–¡Saquen a ese pinche charro!

 

¡Ah no! ¡Eso sí que no! Me prendí como fósforo y pues a pesar de que mi carrera estaba de por medio no iba a dejar que me humillaran de esa manera y mucho menos frente a las cámaras, así que le grite:

 

–¡No soy un charro! ¡Soy un mariachi! ¡Pendejo!

 

Con toda la dignidad de un actor me di la vuelta y me alejé de ahí. Me quite las pinches botas y me fui descalzo con mis pies llenos de ampollas.

 

Y la tercera y última vez que tuve un roce con la fama fue hace poco. Resulta que yo estaba feliz porque me acababa  de comprar un teléfono celular que tenía una cámara que hace maravillas, y con eso de que traigo el cine, la artisteada, las cámaras, y todo eso en la sangre, pues ya con ese teléfono me iba a lanzar a Hollywood.

 

Empecé haciendo unas tomas en el Metro, algo sencillo, no vayan a creer que ya andaba metiendo efectos especiales ni mucho menos, pero ya empezaba a hacer mis primeras tomas. Se me ocurrió empezar con un documental de los cuates que se acuestan sobre vidrios y hacen maromas. A mi primer actor le pague 100 pesos, ya que me dijo:

 

–¿Por qué me grabas güey? ¿O me das una lana o te parto tu madre?

 

Son pequeños sacrificios que exige la fama. Andaba feliz grabando todo.

Muchas personas me hacían señas obscenas o me decían groserías, pero eso es lo de menos, para eso existe la edición.

 

Al salir, la iglesia de San Hipólito estaba a reventar y vi a unos colegas de los noticiosos con sus cámaras, ya que era un día 28 y hacían reportajes y entrevistas a los fieles. Empecé a grabar con mi teléfono muy emocionado. Hasta sentía que las piernas me temblaban y se me doblaban de la alegría de estar entre mis colegas camarógrafos y reporteros.

 

Finalmente sí se me doblaron las piernas, ya que me habían dado una patada en las coyunturas y me habían quitado mi celular nuevo, el boleto a mi sueño.

Se fueron corriendo y empecé a gritar que me había asaltado San Judas Tadeo. ¡Lo vi clarito! Traía su túnica, su barbita y todo. ¡Era él! Las cámaras se acercaron a mí y me entrevistaron. Les di una cátedra sobre la inseguridad.

 

Ahí estaba yo, rodeado de cámaras, luces y micrófonos. Al otro día en el noticioso me vi. Algunas lágrimas rodaron por mis mejillas, solo digo:

 

–¡Me asaltó San Juditas!-

 

Además que cambiaron mi nombre, pero eso no importa, por algo se empieza y por algo pasan las cosas. Ya van tres veces. Quien quita y a la cuarta. ¡Sí! ¡A la cuarta me hago famoso!

 

 

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