Por Héctor Leyva Olivo/Corresponsal
PARÍS.- Estoy terminando de escribir la fecha de hoy al final de mi permiso para salir a comprar víveres de primera necesidad. El día está soleado y, aunque son las cuatro de la tarde, todavía no he puesto un solo pie afuera de mi casa.
La jornada de ayer fue larga pues hasta las tres de la mañana pude dormir. Hoy no he desayunado ni comido y aun así no tengo hambre.
Antes de salir, me cepillo los dientes me miro en el espejo y siento felicidad. Voy a mover un poco mis piernas y, además, podré interactuar, aunque sea de lejos, con la gente.
Como no estoy seguro del clima exterior, me pongo mi abrigo negro, pues cuando dejamos de salir con normalidad a la calle todavía era necesario. Desde el 23 de marzo se volvió necesario llevar consigo un permiso de salida, el cual esta fácilmente disponible en internet. Puedes imprimirlo o hacerlo a mano.
Antes de abrir la puerta, me aseguro de traer conmigo las llaves, una bolsa para las compras, mi pasaporte y el permiso indicando, además de la fecha, la hora de salida, el motivo, mi nombre completo, lugar de nacimiento y mi dirección.
Desde el lunes, el Ministerio del Interior anunció que sólo podemos estar una hora fuera de casa, una vez al día y a menos de un kilómetro de distancia.
Mi supermercado se encuentra a sólo tres minutos caminando. Basta con atravesar la calle du Temple.
Antes de esta crisis la cercanía fue una de las ventajas que mi apartamento ofrecía. Ahora, me gustaría que estuviera un poco más lejos para así caminar más tiempo y disfrutar del sol, del cielo azul, del aire libre y del ruido que producen las actividades humanas. El contacto con la gente me hace falta.
Tras haber bajado 20 escalones y atravesado las dos puertas que separan a mi apartamento de la calle, comienzo escuchar el ligero bullicio de la gente. Algo sorprendente de esta situación es el silencio que impera en la ciudad. Tanto así, que me siento en un pequeño pueblo donde puedo escuchar a las aves cantar.
Los medios de comunicación no se han cansado de repetirnos que no salgamos de nuestras casas porque estamos en plena pandemia mundial, con cientos de muertos e infectados llenando los contadores; sistemas de salud colapsando alrededor del mundo. Pero en esta ciudad todavía hay mucha gente en la calle. Parecería que la emergencia sanitaria ha terminado.
Algunos de los transeúntes llevan cubrebocas, otros portan también guantes de látex y, los menos afortunados e informados, se cubren con una bufanda la nariz y la boca. Yo intento respirar sólo con la nariz, pero se me olvida rápidamente al sentir el calor del sol en mi espalda.
Mi bicicleta roja sigue en el mismo lugar donde la dejé hace cuatro días. Me parece que los roba bicicletas parisinos, tan activos normalmente, sí están respetando la cuarentena.
El supermercado está repleto de gente. Me hace pensar en cualquier otro sábado por la mañana. Una pareja que acaba de terminar su sesión de ejercicio al exterior, últimamente se cuentan por montones, felices tomándose de las manos, con el sudor cayendo sobre sus caras y ropa deportiva con esa tecnología que permite perder la humedad de tu cuerpo. Un hervidero de secreciones corporales.
En ese momento me distraigo pues alguien acaba de toser y la gente alrededor la mira con repulsión.
Al llegar al pasillo del pan, los anaqueles están vacíos y un letrero anuncia a los clientes que no deben preocuparse porque no hay riesgo de penuria. Exhortan al lector a ser razonable con sus compras. Nadie lo leyó. O peor aún, así como con los vagabundos que crucé en mi camino al supermercado, nadie hizo caso.