Velando la terapia intensiva

Por Argel Jiménez

“Nadie valora la salud hasta que nos encontramos en la cama de un hospital”. Palabras más, palabras menos, son las que dice alguien que pasa o pasó por una situación delicada de salud.

Una vieja reja de metal, en la cual se pueden ver tres capas desgastadas de pintura de diferentes colores (gris y dos distintos tipos de verde) que ha tenido a lo largo de su vida, da la bienvenida a uno de los varios hospitales que conforma el complejo médico de La Raza.

La entrada a la sala de urgencias del Hospital General es estricta por parte de la vigilancia privada que tienen todos los hospitales del IMSS.

“¿A qué paciente viene a ver?”, es con la pregunta que reciben a cualquiera que va a entrar. Checan en la lista que exista ese paciente y recuerda que sólo puede estar una persona en la sala. “Si tiene un familiar adentro se tiene que salir para que entre usted”.

Pasando la puerta del lado izquierdo, como no podría ser de otra manera, una camilla vieja con un colchón forrado de un plástico verde ya desgastado luce a primera vista. De frente hay una pequeña sala con varias hileras de bancas metálicas que lucen llenas.

A un lado de la camilla se encuentra una pequeña cafetería con tres pequeños refrigeradores que guardan Boings, Peñafieles, agua Bonafont de diferentes tamaños y leches saborizadas y, encima de ellos, hay cajas de galletas apiladas Emperador, Chokis, Barritas, que esperan ser puestas en un pequeño anaquel que está encima del mostrador, donde también comparten espacio con galletas de una microempresa con diferentes tipos de variedades.

En el otro lado del mostrador hay una cafetera grande y en el suelo dos cajas grandes de plástico que guardan tortas frías y panes de gran tamaño.

Son las 10:26 pm y al pequeño puesto le llegan esporádicamente doctores y enfermeras obesos para tomar una pequeña colación y endulzar las horas de trabajo.

La noche será larga también para los familiares y amigos que se encuentran ahí, quienes esperan recibir el informe médico de la madrugada y velarles el sueño a sus enfermos. Dormitando en ratos, absortos en el celular viendo películas o comunicándose por whatsapp, leyendo un libro o revista, tratan que la larga noche que se pase lo más pronto posible.

La película o la comunicación por medio del celular sólo se ven interrumpidas cuando en la pantalla del lado derecho aparece la batería casi vacía. La preocupación de los que pasan por esa situación se empieza hacer latente. Las miradas de un lado para otro buscan un contacto en dónde poder cargar el celular.

Una joven de unos veintitantos años se dirige a uno de los policías que están en la entrada para comentarle que su celular se le ha “muerto” y le pregunta donde puede cargarlo. El oficial le informa que él se lo puede cargar por una módica cantidad de diez pesos, si sólo es por un rato, o quince pesos por cargarlo todo.

El policía, al ver la preocupación de ella, le dice que lo acompañe a una pequeña mesita que está a la entrada de los consultorios y oficinas que están a unos cuantos metros de las bancas metálicas de la sala de espera.

Al llegar a la mesita, el policía le muestra una tira de extensión eléctrica, la cual tiene cuatro celulares cargándose. Ella, al ver la alta demanda que hay, procede a entregar de inmediato el cargador y el celular para conectarlo.

“Puedes venir a checar cómo va tu celular de vez en cuando”, comenta el policía de unos 35 años. Ella asiente y su rostro recupera la tranquilidad.

Los dueños de los otros cuatro celulares checan periódicamente sus aparatos inteligentes hasta que alcanzan la carga total de batería, pagan la cuota acordada y dejan el espacio para el siguiente celular.

Conforme avanza la noche la espera se hace interminable para todo el cuerpo. El estar pegado al celular, leer un libro, una revista o un periódico, cansa, luego de llevar varias horas en una banca que, si bien es cómoda, después de mucho tiempo ya no lo resulta tanto.

Pero se está más confortable si se toma en cuenta que hay familiares de los pacientes ahí internados que optan por esperar cualquier noticia sobre la lateral de Circuito Interior, entre las inclemencias del tiempo, del día y la noche.

Los minutos pasan lentamente y uno que otro familiar se levanta para caminar en los estrechos pasillos. La mayoría de los ahí presentes luce con rostros que reflejan preocupación por el familiar enfermo. Los demás que se encuentran sentados mueven los pies, cruzan los brazos, se rascan la cabeza, dormitan, duermen o agachan la cabeza para ver el suelo que luce extremadamente sucio, el cual tiene huellas de lodo “petrificado”, chicles que lucen de color negro después de tantas pisadas de varias semanas, si no es que de meses.

En todo el día, como a las dos tarde, la chica encargada de intendencia solo atinó a pasar desganadamente un jalador sin jerga para sólo recoger las envolturas y envases de comida chatarra, respetando en todo momento las huellas arqueológicas de mugre y chicles, patrimonio del sector salud mexicano.

Son las 11:15 pm. Las y los enfermeros, así como las y los doctores, salen a lo que parece ser la hora de la cena. En parejas o solos, salen de su centro de trabajo para volver en quince minutos o media hora con grandes bolsas de plástico que contienen garnachas de algún puesto abierto a esas horas. Los demás optan por la comida chatarra de la cafetería.

La intensa campaña publicitaria que en años pasados promocionaba el IMSS, en el que conminaban el: “¡Chécate! ¡Mídete! ¡Muévete! Más vale PREVENIMSS”, sin lugar a dudas pasó de largo en la plantilla laboral de este hospital.

El ir y venir de los olores garnacheros hace despertar más el hambre de los familiares y amigos de los pacientes. Uno a uno va sucumbiendo a la comida de la cafetería que devoran a grandes bocados. Los demás aguantarán el hambre hasta el amanecer.

Ya es plena madrugada y el silencio se apodera de la sala. Sólo los ronquidos o los tosidos de alguien provocan que se salga de los pensamientos irracionales de los que aún están despiertos.

La llegada de algún enfermo que requiere hospitalización, o la aproximación de alguna enfermera, hace que se vaya un poco el sueño.

“¡Familiares de Socorro Martínez!”, grita una enfermera. Un señor de unos 45 años, que se echaba una “pestañita”, se sobresalta. La preocupación se apodera de su rostro. La enfermera, al ver su cara de angustia, apura a decirle que “vaya a comprar una gelatina y agua a su paciente, porque ya va empezar a comer”.

El señor encarga sus cosas y sale del hospital del tercer nivel en atención médica (la más especializada que existe), que no es capaz de ofrecerle una gelatina Dany de agua y un vaso con agua potable al enfermo.

Más entrada la madrugada, uno de los policías ahí presentes avisa que empezará a nombrar a los familiares de los pacientes para que pasen a la visita.

Uno a uno menciona el nombre del paciente internado y advierte que si ve a más de una persona por familiar internado en la sala, sacarán a todos. También recuerda que sólo se tienen quince minutos para estar con el paciente y después recibir el informe médico.

Todos pasan a prisa para aprovechar ese cuarto de hora que se pasa rápido. Cada familiar o amigo ubica a su ser querido y le pregunta “¿Cómo te sientes?” ¿Cuándo te pasan a quirófano?” “¡Ya te ves mejor!” ¡Échale ganas!

La mayoría de los pacientes aprovecha para hacer sus necesidades fisiológicas. Varios se quejan que nadie les proporciona las jarritas. Sí, jarritas de plástico para orinar, y los “patos” para defecar en el transcurso de la noche.

El enfermo que está a un costado de mi paciente agradece a su amigo todas las atenciones que ha tenido con él a lo largo de la vida, los buenos y malos momentos vividos, pero principalmente valora que esté con él ahora.

El enfermo de más de cincuenta años de edad le comenta a su amigo que tiene ganas de cagar, “pero la verdad me da pena contigo y no creo aguantar hasta la visita de la mañana, cuando llegue mi esposa”.

Su amigo le dice que “si quiere cagar, hazlo”. Sus ganas de vaciar el cuerpo son más grandes que su pudor, por lo que le pide el “pato” para hacer sus necesidades. Después de haber cagado, con toda la pena del mundo, pide ayuda a su amigo para que lo limpie.

“Perdóname mano, pero ya ves que no me puedo mover mucho”. El amigo no hace ningún gesto de asco y lo tranquiliza diciéndole “yo atendí en el hospital a mi abuela ya fallecida y a mi papá, cuando se vieron delicados en salud”.

Mi paciente, con más de setenta y cinco años de edad, y con más de ocho ingresos en diferentes hospitales a lo largo de la vida por diferentes afecciones, al escuchar esta conversación me comenta:

“Aquí en el hospital las personas que se portan bien o las que son muy orgullosas, altaneras y prepotentes, se les bajan los humos.

La vulnerabilidad de encontrarse en una cama nos hace cambiar a varios cuando salimos del hospital, nos da un baño de humildad. A los otros se les olvida por la que pasaron y vuelven a ser igual”:

Mi amigo solo pide que le deje otras dos “jarritas” par orinar por si le anda en lo que llega su esposa a la visita de la mañana. Las esconde entre la sábana que lo cubre. Le deseo buena suerte y pronta recuperación.

La doctora me llama a un lugar aparte para darme el parte médico. Va al grano.

–¿Qué es de ti el paciente?”

–Mi amigo– respondo.

–Yo no sé porque lo canalizaron para acá. El problema que tiene su paciente bien se lo pudieron atender en el hospital que le toca. Le hicieron un mal diagnóstico y mañana mismo lo regresamos al hospital que le toca– me dice la doctora.

Le comento que no hay problema, que al rato llegará la esposa y ella arreglará el trámite de la canalización.

Unos minutos después empieza a amanecer. Es hora de marchar y del cambio de turno para los trabajadores del IMSS. La lateral de Circuito Interior se empieza a llenar de tráfico por las y los doctores y enfermeras que llegan en taxis y transporte colectivo. Los puestos de tamales empiezan a llenarse de gente. El olor de los tamales, atole y café se impregna en el ambiente.

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