Una transformación que apueste por una nueva educación

Por Víctor Manuel Del Real Muñoz

Es posible pensar que la educación en México busque transformarse, en clara alusión a un elemento más que muestre el derrocamiento progresivo y posible del neoliberalismo (por ende el ir cerrando ciclos obscuros de décadas pasadas en México).

Lo anterior, con miras a devolverle al hombre promedio mexicano sus capacidades básicas más fraternas, naturales, genuinas, de socializar el conocimiento y la vida, compartir lo más elemental de sus inquietudes y anhelos, darse el tiempo de vivir (sin formas ni fondos materiales más que con su condición espiritual y humana básica) dentro del tiempo dispuesto para trabajar y sobrevivir, pensar en grupo cada vez más, pensar en el beneficio colectivo un poco más.

Y, entre otras cosas, vencer de forma prioritaria y masiva esa forma de ver la vida encaminada a legitimar y cuidar casi siempre el individualismo, el mérito de uno, el ganar – ganar, la ganancia o el rédito a costa de lo que sea y siempre de lo que sea, algo muy parecido a uno de los paradigmas más deplorables de la lógica filosófica que desgraciadamente a los economistas siempre nos enseñaron en ciernes de nuestra formación universitaria: el óptimo beneficio de lo que sea.

Si bien mucho de nuestro espíritu y nuestra cultura en México ha alcanzado de forma cabal para resistir a los embates culturales despojadores y antihumanos que nos fueron impuestos, hay que decirlo dentro del periodo neoliberal nacional, no ha sido suficiente porque la penetración oscura ha sido fuerte, uniforme, y por más extraño que parezca, legitimado por buena parte de nuestra misma sociedad mexicana.

Un fenómeno por cierto repetido a nivel mundial con sus matices para cada país.

Pensar en una estructura científica, tecnológica y de educación que cuide los intereses espirituales, que cuide la integridad multifacética, cosmogónica y diversa del ser humano es posible si desde el Nuevo Estado Mexicano se nos está anunciando un impulso concreto para ir modificando de forma progresiva esos valores que lo único que han conseguido de forma objetiva es la separación de nuestras causas sociales, el enojo constante, la frustración, la irritabilidad, la ansiedad, el sufrimiento y el constante estrés.

Mucha gente pensará que no tiene relación un argumento con otro, pero si somos reflexivos, podemos encontrar casi de forma obvia la correlación entre esos discursos de la productividad de libre empresa, del resultadismo puro y frío, de la falta de sentimientos, y la meritocracia con la pérdida de la esencia humana, la pérdida de sensibilidad, la ausencia de valores colectivos, entre otras cosas.

La inmensa mayoría nos debemos a los resultados que nos garantizan sobrevivir, y no tanto a vivir la vida.

Se debe aclarar que esto no es un exhorto a dejar de trabajar, a vivir de otros, a la holgazanería, o a dejar de ver el trabajo como el medio digno de supervivencia y de superación madura del ser humano.

En todo caso esto simplemente es una petición de devolvernos la consistencia humana, eterna, de divinidad, y sobre todo de especie que por momentos el neoliberalismo secuestró de nuestros corazones y anhelos espirituales, incluso de nuestro cerebro, para aprender a vivir, y a reencontrarnos como seres humanos dentro de nuestras responsabilidades y funciones de la vida misma.

Tampoco significa que el Gobierno nos debe mantener ni garantizar la plenitud de nuestras necesidades materiales, pues parte del indicador civilizatorio del hombre moderno empieza por las formas y los protocolos que sirvan como ponderador de su desarrollo civilizatorio, laboral, funcional y creativo.

Pedir lo contrario sería antinatural y también antihumano; y sin embargo es los últimos años nos han llevado para el otro extremo, que entre otras cosas ha significado la legitimación de una forma muy antihumana de explotación. Una lógica por momentos escalofriante y adversa.

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