Un ladrón de flores para aliviar a Doña Catita
Por Rivelino Rueda
Algo anda mal. Manuel lo delata en su semblante. Apura el paso para regresar pronto con el mandado en este jueves de octubre. Ya se cumplen siete días desde que Doña Cata no acompaña a su marido en el paseillo puntual de todas las tardes.
Algo ocurrió que Don Manuel va atragantándose de angustia por la senda cotidiana que, desde tiempos inmemoriales, ha recorrido con su mujer.
El hombre arrastra con sus piececillos de anciano el musgo verde, cuasi fluorescente, que nació implacable en las banquetas por los chubascos de las últimas semanas.
A su paso deja surcos y preocupaciones. Fija la mirada en algún punto del horizonte grisáceo de un otoño incierto. Avanza entre charcos y naufragios de hojas secas y vahos otoñales. Avanza a ciegas al sentirse solo.
Aprieta la bolsa del mandado como si de ello dependiera el tiempo de ida y vuelta a casa, la distancia oblicua entre un punto y otro, el derrotero insoportable sin la presencia de Catita… Como si de ello dependiera la carga desoladora de saber si en esos minutos su señora va a estar bien.
Don Manuel no desperdicia los segundos vitales. Ni siquiera se detiene a observar a las tres palomas obesas, aplastadas hace unas horas por automóviles que no se detuvieron a esperar que levantaran el vuelo.
En este momento al viejecillo atormentado no le interesa saber si esas aves son las mismas que viven en los balcones del edificio donde está su hogar, esas que engordaron bajo los cuidados de Catita, esas que gorjean todas las mañanas con sus panzas inflamadas de granos de maíz y migajón de bolillos.
Y ahora ya viene de regreso el anciano desvencijado por sentirse solo. Carga esa bolsa azul del mandado con la mano derecha… Y a la izquierda nada. A la izquierda no siente la mano templada de los últimos sesenta años, la mano temblorosa y tranquilizadora de Doña Catita.
Pero tampoco la observa tres pasos adelante, o tres pasos atrás, como cuando se enojan y los berrinches de uno o de otro le ganan por unos momentos al acompañamiento eterno.
Don Manuel no muestra esa fortaleza interna de otros días, como cuando es arreado por esa mujer de baja estatura, de brazos poderosos, de espalda ancha, de mirada profunda y de trenzas plateadas que cuelgan hasta la cintura.
***
Las costras de los árboles exudan lágrimas otoñales. El castañeo armónico en las mandíbulas de Don Manuel se vuelve desolador. El vientecillo helado de las dos de la tarde estremece el cuerpo lánguido del anciano que hoy sólo está cubierto con una playera rala de un color parecido al óxido de los fierros abandonados a la intemperie.
El chaleco gris de lana y la cazadora azul marino hoy no forman parte de su habitual vestimenta. En esta ocasión las cosas tienen que ser tan rápidas que hasta olvidó abrigarse. O tal vez su Catita no lo obligó a portar su atuendo cotidiano, ese que viste hasta en los días más calurosos del año.
Llovizna. El viento helado que no cesa. Las gotas caen casi en horizontal y la sensación en el rostro es como la de pequeños alfileres que se incrustan, certeros, dolorosos, desquiciantes. Don Manuel ya casi llega al edificio donde vive con su señora. Busca desolado las llaves en el pantalón ya empapado.
De las cornisas del edificio no dejan de caer imperturbables cascadas de aguas gélidas; de los cables enmarañados y de los árboles cabizbajos; de la pequeña palmera despeinada y del flamboyán desahuciado.
Ya sólo es empujar la puerta y salvarse del naufragio. Pero no. El viejecillo echa el cuerpo hacia atrás y se mantiene a la intemperie, vulnerable, tembloroso, decidido a algo. Cierra la puerta.
Gira a la izquierda. Como puede agarra vuelo y la emprende de nuevo por la ruta habitual a la tienda, el sendero de los recorridos con su Catita. Tirita. No guarda las llaves ni deja de aferrarse a la bolsa del mandado, como si fuera su chaleco salvavidas en este temporal de octubre.
Aunque no. En la esquina se sale de la ruta. Don Manuel cruza la calle salpicada de pequeños trozos de árboles, ahogados en los delirios de otro aguacero otoñal. Camina directo a la casa blanca que luce dos jardineras abarrotadas de flores.
No lo piensa y arranca dos rosas. Voltea a los lados y enfila de nuevo hacia donde lo espera Catita.
Ya no hay retorno. El viejecillo entra al edificio con aplomo. El rostro de Don Manuel ahora es parecido al de un niño que acaba de cometer una travesura.
El ladrón de flores se escabulle en la tarde lluviosa. El miedo a la soledad es tan inmenso que nada importa ya. El acompañamiento de Doña Catita es tan necesario que Don Manuel ya no puede permitirse otra caminata sin la mujer de las trenzas plateadas.
@RivelinoRueda