Por Eduardo Bautista
Cuando se encendieron las luces del Palacio de los Deportes, corrieron las lágrimas. En la pista, en las gradas, la gente se abrazaba. Lloraban algunos; sollozaban. Unos más miraban estupefactos al escenario vacío, todavía caliente por la presencia de ese sol tantas veces eclipsado por el pasado, por los rencores, por la locura, por el sentimiento: Roger Waters.
La pregunta flotó debajo del domo de cobre, desplegándose entre la multitud: ¿fue esto una despedida? El hombre que moldeó la historia de Pink Floyd no dijo adiós con palabras; no se necesitan cuando la música habla.
La voz de Waters suena, ya, cansada. Mas no por ello impotente. Sus carraspeos imprimieron mayor vehemencia al repertorio, ideado para dar mensajes sin tibiezas. Roger nunca ha sido un hombre de medias tintas.
El argumento de todo el concierto fue la esencia de Pink Floyd: el hombre es una guerra infinita consigo mismo. Las guerras suceden en Ucrania, en Yemen, en Burkina Faso, en México. Pero también en los matrimonios, en los trabajos, en las adicciones, en las inseguridades que construyen muros que separan vidas y naciones.
El filósofo alemán Friedrich A. Kittler llamó a Roger Waters el mejor poeta de la música contemporánea porque sus canciones hablan sobre el espíritu de nuestro tiempo. En Dark Side of The Moon se delinean las cosas que obsesionan al ser humano: el tiempo, el dinero y la guerra.
Kittler reflexiona sobre cómo la tecnología militar de la primera mitad del siglo XX fue llevada, después, a los estudios de grabación, donde la alta fidelidad sonora que necesitaban los submarinos para detectar misiles fue utilizada, posteriormente, para grabar canciones de toda la British Invasion (la Historia es un mal chiste).
El punto culminante de esa tecnología mezclada con el ingenio de los hijos de la guerra —que tomaron la guitarra o el bajo para cambiar el mundo— fue, a decir de Kittler, Pink Floyd.
La mala acústica del Palacio de los Deportes fue un tema, pero no el preponderante. Los espectáculos de Waters no son simples conciertos: son atmósferas sonoras e ideológicas donde cada individuo es invitado, si así lo desea, a reflexionar sobre su entorno. Hubo críticas a las guerras de las que no se hablan, a los líderes de los que siempre se habla y a las banalidades de un mundo que quiere ser convertido en postal de Instagram.
En este concierto, Roger invirtió las reglas. Abrió con una Comfortably Numb más tranquila, pero más oscura. Una Comfortably Numb donde no hubo espacio para la sofisticación de David Gilmour.
Waters, prescindiendo de uno de los solos más sublimes, tenía un objetivo: adormecer al público mostrándole en pantallas gigantes a una ciudad apocalíptica vigilada por un cerdo flotante. Afuera, en Europa del Este se gesta, poco a poco, una guerra que amenaza con revivir viejos miedos. Roger contradice a Fukuyama: la Historia no se acabó en 1989.
Vestido completamente de negro, Roger alzaba las manos, victorioso, furioso por momentos. Gritaba, vociferaba, cantaba. Tomaba el bajo y la guitarra. El piano. Bebió mezcal. Habló sobre Biden y sobre Putin. Y en las pantallas, una advertencia: “¡Los cerdos nos van a matar!”. Los cerdos del gran capital, de los congresos, de los palacios, de los cárteles, de la guerra.
Luego suena Have a Cigar, aquella vieja canción que cuenta el momento en el que otros cerdos, los de las grandes discográficas, sembraron la discordia entre Waters, Gilmour, Mason y Wright en 1975: “The band is just fantastic, that is really what I think. Oh, by the way, which one’s pink?”
Después del gran estallido político de las primeras canciones, un placebo: Wish You Were Here. El Palacio de los Deportes se vuelve loco. Desde abajo, las gradas son un manto estelar. Atrás de Waters, la cara del diamante loco, los ojos fijos, negros como el cosmos, los cabellos alborotados. Syd Barrett es, ahora, el gran motivo. Siempre lo fue. Roger —lo dice— desea que Syd estuviera aquí. Y de algún modo lo está.
Sigue el diamante loco. La parte final de Shine on You Crazy Diamond. El saxofón emite notas caóticas que después adquieren forma. Una vez más, Roger recuerda que, sin Syd, nadie estaría aquí, en el Palacio, congregados alrededor de un retrato que remonta a la mirada demente de un hombre que cambió tanto con muy poco.
Pero que nadie se confunda. El show de esta noche no es un paseo por el parque. Suena un teclado. Sheep. Para muchos, la gran deuda de Waters. La voz de Roger explota. Es un Blitzkrieg: penetra como relámpago. “¿Qué ganas con creer que el peligro no es real?”, canta y extiende el fraseo final hasta la locura. Waters está desesperado. Tiene casi 80 años. No soporta el silencio ni la inercia. No le gustan las ovejas mientras unos cuantos se llenan los bolsillos con ese negocio que otros llaman pobreza.
Después de un espacio dignísimo de canciones propias, como The Bar y The Powers That Be, llega el momento de levantar el muro. Suena In The Flesh y Roger empuña una ametralladora. Dispara hacia el público. La masa se incendia. Grita. Es el gran momento de la extravaganza de aquel Pink Floyd que llenaba estadios a diestra y siniestra. Por motivos misteriosos, en muchas zonas ya han dejado de vender cerveza; no hace falta.
“This is for you. It’s called Run Like Hell!”. Una descarga eléctrica recorre los cuerpos. Más de 20 mil personas atestiguan uno de los riffs más poderosos del rock. Waters, enfundado en chaqueta negra de cuero, retrata la paranoia como pocos e invita al público a conservar sus sentimientos más sucios. Los martillos marchan en las pantallas. La multitud está desprotegida: la batería la golpea sin concesiones. El final está a punto de llegar, pero…
Roger Waters ya tomó el bajo. Igual que hace casi medio siglo, toca ese riff: su riff. El fraseo que más de un bajista quisiera componer en su vida. Es Money. Y la gente baila. Se contonea como en 1973.
Arriba del escenario algo mágico sucede, como en casi todo el Dark Side of The Moon. Es hora del saxofón: decir que llora es muy poco. Gime. Rabea. Atrás, Waters no pierde el compás. Él mantiene la forma. Es el arquitecto. Que todos enloquezcan, alguien debe permanecer estoico. Es turno de la guitarra.
Las cuerdas escupen oscuridad, la misma en la que permanecieron tantos años Pink Anderson y Floyd Council, los hombres que le dieron nombre a ese acontecimiento llamado Pink Floyd. Money condensa el blues, el jazz: la negritud en todo su esplendor.
¿Se extraña a Gilmour? Naturalmente. ¿Se necesita esta noche? Probablemente no. Es hora de Us and Them. La multitud ingresa a una quietud extraña. La calma después de la tormenta. La mente de Richard Wright está aquí. Sus teclados son morfina. La civilización es un cuerpo enfermo. Y ahora, en esta canción, la otredad cobra sentido.
Any Colour You Like dice todo sin palabras. Es la antesala de la locura. La vida es un cromatismo. Syd Barret está aquí otra vez. Él es la luz que atraviesa el triángulo. Roger canta. Advierte que el lunático ya llegó. Está en la casa, en el jardín, en su cabeza, en nuestras cabezas. Es Brain Damage. Las risas, esas risas. Pareciera que Syd se convirtió en gigante y observa, desde arriba, a su viejo amigo.
El final está cerca. Suena Eclipse. Waters enumera de qué va la vida. Recuerda que el hombre está hecho de decisiones. Que somos nuestras presencias, pero también nuestras ausencias. Y que todo lo que hacemos, decimos, confiamos, odiamos, construimos o destruimos, moldea la existencia, que por sí sola, resultaría absurda.
Desde que todo comenzó se sabía que las reglas del juego habían sido invertidas. Este no es el final del concierto. Viene una triada que comienza con Two Suns in The Sunset. El miedo nuclear, nuevamente, en las pantallas. Y también lejos de aquí, en Bruselas, en Washington, en Moscú. Hiroshima nunca se fue.
Después se escucha The Bar (Reprise), esa canción que, dice Roger, es un lugar mental, el sitio donde todos existimos a placer. La charla, el abrazo, las risas. A sus casi 80 años, Roger insiste en la comunidad. Porque la soledad es dura.
El supuesto hombre duro de Pink Floyd muestra su gran fortaleza: la fragilidad. Y entonces sí, adiós, una bellísima versión de Outside The Wall cristaliza los ojos, eriza la piel. Roger está frente a su piano y su botella de mezcal. Sus músicos lo contemplan.
Roger ya destruyó el muro. Su muro. Los músicos se retiran, uno a uno, con nombre y apellido en las pantallas. Roger los despide, menciona sus nombres cada que abandonan el escenario. Que no se olvide que la música es la mejor de las creaciones humanas. Todo está por terminar. Y como el capitán que se va al último cuando la nave está al borde del naufragio, Roger Waters baja las escaleras y desaparece.