Recuerdos de una madrugada en Buenos Aires

Por Rivelino Rueda

A los Fernandos

En tu cara se dibuja la muerte. Despides el olor que tienen los moribundos a la hora de recibir el último sablazo de la hoz brillante. Tu cuerpo lánguido sufre pequeñas convulsiones que se agravan cuando sientes perder la respiración por unas tenazas de cangrejo ávidas por sofocarte.

Estás solo porque así quieres estar. Has cruzado el continente varias veces y deseas que Buenos Aires se convierta en tu tumba. Lo sabes porque en ese lugar comenzó tu sueño. Aquí conociste a Juan Antonio Masetti y juntos intentaron revivir a su América Latina.

No sientes miedo a la muerte porque de ella siempre te alimentaste. Recuerdas las noches en las que el siglo se iba, cargado de malos augurios. Tu presión sanguínea se convirtió en tu amenaza y buscaste desesperado en tus venas abiertas y en el lento tic-tac de tu corazón la decisión que transformó tu vida.

Querías viajar como siempre y como siempre viajaste solo. Deseabas dejar atrás tu enfermedad… buscabas borrar el pasado.

México te dio la vida, te arrulló y te soportó durante 29 años. Paradójicamente ese país te dio la muerte, la que tanto anhelabas. A miles de kilómetros de ese territorio tú mueres, en una cama de sudor y flemas sangrientas, de olor a pólvora. Llevas tres días en ese cuarto de paredes solitarias y ventanas deshidratadas; ayer creíste que el drogarte con tus libros te harían el camino menos doloroso.

Tus libros. Siempre tus libros. Esos compañeros inseparables que te siguieron hasta en los peores momentos. Ahí está el que leíste a los siete años, el primero; el que te quitó la venda de tus ojos tristes: La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska… Ese ha llegado hasta aquí. Ese con las páginas amarillas y el canto cansado y herido como lo estás tú.

Son los primeros días de septiembre en la ciudad bonaerense. La última vez que viste la calle fue hace dos noches. Sólo observaste seis tanquetas militares rondando la Plaza de Mayo. Sacaste cuantas y el toque de queda se había prolongado por diez días. Al regresar a tu cama caíste de bruces sobre el suelo astillado. No te levantaste hasta el amanecer, cuando viste que tu herida estaba siendo devorada por una costra blanca de pus.

Te diriges al baño y el espejo vacila unos segundos. Después, percibes imágenes burlonas. El vidrio de plata proyecta un esqueleto disfrazado de hombre, con una piel verdosa que se hunde en los pómulos y se pega como sanguijuela a los huesos.

Rompes la imagen con el puño de tu mano derecha. Los cristales caen en el lavamanos blanco, salpicando su pureza con sangre y nervios… Nervios de tus nudillos de llanto, sangre de tu corazón herido.

Enciendes la radio. Una voz de mujer da las efemérides de este día, como si nada estuviera ocurriendo, como si los culpables fuéramos nosotros. Escuchas mirando al techo. Jugueteas con el generoso humo de tu amigo el tabaco. Palpas la delicadeza de tus dedos amarillos de nicotina. La cronista habla de un atentado ocurrido hace 48 años:“Un comando de terroristas palestinos asaltó la Villa Olímpica de Munich, Alemania, quitando la vida a ocho atletas israelíes, un día como hoy, pero de 1972. A este acontecimiento se le conoce como ‘septiembre negro’…”.

Te quedas paralizado por unos instantes. El dolor que padeces se olvida de tu cuerpo. Intentas apagar el cigarro aún sin terminarlo. Cae al suelo. Un rápido movimiento te lleva a encender otro. Tu mirada se clava en las grietas de la madera vieja que le dan forma a una pequeñísima mesa de madera que carga el insoportable peso de una jarra de agua del grifo del baño y un pedazo de pan musgoso.

Recuerdas que es el quinto día del noveno mes. Divagas en una madrugada lluviosa de hace casi medio siglo. Naciste en un hospital de Tlatelolco y de ese lugar te alimentaste los siguientes años de tu vida. La Ciudad de México te inyectó los pulmones para dar el primer grito de existencia… Llegaste.

Tus primeros días fueron los mismos que los de todos los niños en esa etapa de su vida: mamabas, dormías, cagabas y llorabas hasta que llegaba la hora de mamar de nuevo…

No te das cuenta pero tus ojos se revientan en roja sal. Tenía mucho que no llorabas y en tu garganta sin aire estalla una tormenta. Gimes como animal desahuciado. Nunca lo percibes. No te puedes poner de pie para despertar de tu letargo. Continuamente buscas ocultarte de la luz de los reflectores castrenses que golpean la ventana.

Viajas por tu juventud, cargada de esperanzas, de utopías, de sueños. Desempolvas tu pasado, tu paso por un aspirantado lasallista, tus problemas con la religión. Llegas hasta tu primera visita a la ciudad de La Habana y la recuerdas con una ligera sonrisa. Piensas en Cuba y en Guevara… en la dignidad de América Latina.

Escuchas botas militares derribando la puerta del edificio. Ráfagas de fusiles de asalto perturban tus recuerdos. Silencio. En un perfecto acento argentino oyes que gritan: “¡Parate che! ¡No dispares! ¡Aquí hay pibes y mujeres!”

Un golpe seco sofoca aquellos gritos.

La penumbra te cala los huesos de lástima que portas. Parece que fue ayer cuando cruzaste la frontera de Guatemala y emprendiste tu primer viaje con destino a Chile. Conociste buenos amigos. Te deleitaste con la literatura latinoamericana y te llenó de alegría colaborar en las publicaciones de los lugares que pisabas.

Tu niñez y siempre tu niñez. Rodeada de historias fantásticas contadas por tu tía-abuela Eloísa. Empapadas de empujones para que le tuvieras amor a la lectura. Tía Eloísa. Quizá la figura más importante de tu vida. Arrebatada de tos manos por el cáncer, en días interminables de sufrimiento, de lamentos… de impotencia.

Ella siempre te respondió cuando le preguntaste. Te dio respuestas que nunca se olvidaron con el paso de los años. Estas respuestas las tienes clavadas en tus entrañas desde niño. Tía Eloísa te habló, te arrulló con su sabiduría. Te educó con su ejemplo: “Morir de pie y no vivir de rodillas”.

Ahora es un locutor el que habla por la radio. Informa que el toque de queda se extendería por tres días más. Sacas la cuenta de los cigarrillos que te quedan. La herida de tu pierna es una masa de carne molida y de fragmentos óseos que comienzan a convertir el aire del cuarto en lodo de coágulos secos y sudores fétidos.

Te revuelves en las sábanas y quedas con medio cuerpo fuera de la cama, cúmulo de orines. Tus cabellos bajan por el rostro, meciéndose en un piso apolillado. Fumas de nuevo el sabor de la muerte. Observas tu vómito en el parqué añejo y deseas saturar tu cuerpo de recuerdos.

Llega a tu mente la figura de tus padres, siempre unidos y convocándote al respeto, al amor, a la justicia. Recuerdas su muerte, sellada por la ignominia del poder gobernante en México. Tu amor por la lucha revolucionaria los condujo hasta esa trinchera sin salida. Sabes que ellos te comprenden dondequiera que estén y evocas su presencia con el humo moribundo de tu cigarro.

Recreas las pláticas con tu padre y recuerdas a tu madre de ojos cansados, de figura frágil y cabellos de plata. Tu madre, con sus preocupaciones que te hicieron fuerte como fusil. Con miedos que encontraste en las cañadas bolivianas y en los llanos peruanos. Miedos de madre que se convirtieron en miedos de lucha clandestina en la selva centroamericana. Preocupaciones que le dieron forma a la emancipación de América Latina.

Las escasas sombras que hay en tu pocilga de muerte te han causado una dependencia a la oscuridad. Pasan las horas y la única luz que penetra a los ojos es la de los fósforos encendidos y la ceniza calcinada por el abrazante fuego que devora el tabaco. Ya no esperas la esperanza porque de ella te saciaste. Ahora la libertad de América depende de su gente, Nunca más de ti.

Diste todo por esos pueblos sedientos de justicia. Desde la infancia te preocupaste por los demás. Nunca por ti. Veías en los problemas de los otros tus propios problemas. Llorabas de impotencia al no poder solucionarlos. Sufrías lentamente y tu cabeza daba vueltas con un profundo dolor en las sienes. Te desahogabas escribiendo. Nunca lo hacías para ti. Siempre lo hacías para ellos, para tu gente, para su consuelo.

Te sientas al borde de la cama. Tienes náuseas y escupes la flema de pulmones, viscosa y con el olor fermentado de tu sangre. Afuera llueve. Las gotas de agua juegan en el cristal de la ventana, envuelto por el vaho de tu extraña respiración.

Tiemblas por el frío del verano argentino. Recuerdas a Juan Antonio Masetti y sus ojos verdes desorbitados, buscando un punto impreciso en el cielo rioplatense, con un hilillo de sangre escurriendo por las comisuras de los labios y una abertura en el estómago del tamaño de una pera marchita, que estalló sin misericordia en su vientre digno… “Me llevó el carajo. Lleva estas tierras por buen camino. No te lo pide un argentino, te lo exige un latinoamericano”.

Masetti se fue y la lucha se extendió por todas las pampas. Ahora, esos guerreros que formaron juntos están a las afueras de Buenos Aires, combatiendo encarnizadamente en los cinturones de miseria que rodean esta ciudad.

No sientes la pierna herida. Haces un torniquete en la ingle con la sábana pegajosa. Los zumbidos de los helicópteros que vuelan al ras de los edificios te indican que todo va bien… Pronto caerá la ciudad y, con ella, la utopía bolivariana se hará realidad.

Arrastras tu pierna por el cuarto, barriendo a tu paso las astillas filosas que se clavan en tu pie desnudo. La radio lleva más de tres horas que permanece muda. La frecuencia está saturada por el ruido del silencio, ese silencio que soportaste muchos años y que hoy lo sientes insoportable. Los cigarros escasean y tus poros necesitan saciarse del humo medicinal.

Te recargas en la pared helada. Observas tu vida en miles de flashazos. Recuerdas a la Ciudad de México como algo perpetuo… como al tatuaje imborrable y la cicatriz del hierro incandescente. Contemplas a tus muertos. Siempre tuyos. Siempre presentes.

Sabes que el tiempo se acerca y te colocas en un rincón del cuarto. Tienes la posición fetal de hace 48 años. Estás desnudo. La radio revive con el grito estremecedor de nuestra causa. La radio ha sido tomada. Buenos Aires ha caído en manos dignas. América Latina ha regresado a sus verdaderos dueños.

La bayoneta calada desgarra la puerta del cuarto. No te levantas. Sabes que vienen a saciar su derrota masacrando tu esqueleto. Cuatro milicos entran apuntando sus armas a tu cuerpo devorado por el estupor de la victoria. Te gritan que te pongas de pie pero mantienes tu posición fetal. Uno de los pacos camina hacia ti y levanta tu cara disecada.

El milico te examina y escupe tu rostro. Tiene un abrigo verde olivo y sus botas están húmedas por la lluvia y el barro. Voltea a ver a sus compañeros con rostro de incredulidad:

–Es él, pero tiene más de dos días muerto.

* Publicado originalmente en la Revista Mexicana de Cultura, del periódico El Nacional, el 25 de enero de 1998.

Related posts