Por Rivelino Rueda
Foto: Edgar López
Fue un comentario directo. Lo había pensado un poco porque guardó un inusual silencio. Por el espejo retrovisor observé en su rostro que algo le preocupaba.
Después de dos días de fiestas –el viernes de un gran amigo y el sábado de un primo—Camila se dio un momento para reflexionar sobre una angustia que tal vez tenía clavada en su pecho desde hace mucho tiempo.
–No quiero ser adulto papá. Quiero ser siempre niña –comentó Camila en un alto del Eje Xola y me dejó paralizado.
–¿Por qué hija?—pregunté entre intrigado y previendo un poco la respuesta. Algún día tenía que llegar esa pregunta, aunque no sé si estaba preparado para resolver su inquietud en ese momento.
–Porque veo que los adultos son los que se matan…
Más bien lo primero que se me vino a la mente es si esa pregunta revolotea en todos nuestros niños, en los que día a día se enteran (no, no te asusten, los niños tienen a la mano todas las herramientas para informarse de lo que pasa, incluso en las pláticas entre adultos) de las atrocidades, de la desigualdad, de la injusticia, de la impunidad, del estado de cosas que suceden en México.
Buscábamos un cajero de un banco en específico. Por tres de los que habíamos pasado antes no tenían servicio. Ahora la preocupación la teníamos los dos. ¿Cómo explicarle a una niña de casi siete años sobre un personaje como Javier Duarte, un literal Idi Amin Dada del trópico mexicano? ¿Cómo resolver a un cuestionamiento que implica dar seguridad y confianza, a pesar de que frecuentemente Camila también pregunta que si ya habían encontrado a los 43 muchachos?
–Es inevitable que no crezcas, que primero disfrutes primero tu niñez, luego tu adolescencia y después llegues a ser un adulto—comenté a Camila en medio de un silencio abrumador, ese que sólo espera recibir un aliento de esperanza y tranquilidad.
Fue el momento en que no sabes cómo pedir perdón por no dejarles a nuestros niños un mejor país, por no llegar hasta las últimas consecuencias en las miles y miles de injusticias que se cometen todos los días; en no haber hecho algo más que salir a las calles para exigir castigos ejemplares en casos de corrupción, impunidad, violaciones a derechos humanos, atentados contra la democracia.
¿Qué país les vamos a dejar a nuestros niños? ¿Qué hicimos para empoderar y guardar silencio ante los excesos de personajes tan funestos como Peña Nieto, como Felipe Calderón, como el bufón de Vicente Fox, como esos “gobernadores ejemplares” del “nuevo PRI”, como el cínico y deleznable Ángel Aguirre Rivero? ¿Qué país les vamos a dejar con caudillos como López Obrador?
Estacioné el auto en una calle de la Colonia Portales y caminamos al cajero, a dos calles. La tomé de la mano y primero le pedí una disculpa. “Pero tú no tienes la culpa papá”, me dijo. “Pues en parte hija, por no hacer todo lo que estaba en mis manos para que ahora estas cosas de preocupen”.
Le platiqué algo así como que era inevitable que creciera y que dejara de ser niña, aunque recalqué que siempre es bueno tener un poco (o un mucho) de niños a lo largo de la vida. “Vamos a hacer juntos que las cosas cambien, que haya más gente honesta y más gente buena. Tú sigue siendo feliz y sigue aprendiendo mucho, porque eso ayudará mucho a que las cosas cambien. Más temprano que tarde seremos más los que hagamos algo para que ya no tengas esas preocupaciones”.
Llegamos al cajero y no funcionaba. Caminamos de regreso al auto y Camila soltó otro comentario devastador.
–Es que a la gente le interesa mucho el dinero, y eso no es todo en la vida, ¿verdad papá?
Sus palabras me agarraron mal parado. Sé perfecto que en la escuela que está discuten sobre temas cotidianos, que realizan asambleas y debaten, que es un centro de estudios que basa su enseñanza en el “humanismo”. Sé que las mamás y los papás discutimos en casa sobre estos asuntos, que estamos bastante politizados, que platicamos con ellos de estos y otros temas, que son niñas y niños que exigen sus derechos, que van a marchas y a protestas en donde absorben todo lo que ven y escuchan…
–Por ahí está el origen de todo hija –respondí un poco balbuceante–, porque precisamente esas personas que asaltan o matan no hacen el menor esfuerzo por conseguir ese dinero, o porque hicieron todo un esfuerzo y les cerraron las puertas en las escuelas, en los trabajos… Y por eso te digo que todos debemos tener las mismas oportunidades, de ir a la escuela, de encontrar trabajo, de acceder a la cultura, al deporte, a viajar, a…
–¿Y por qué tiene que ser ese banco donde tienes que sacar dinero?—me cortó de tajo. Tal vez para sus adentros pensó: “Ya no te claves papá, ya entendí”.
–Porque aquí me pagan de mi trabajo y si saco de otro banco me cobran.
–¿Cómo que cobran?
Pasando el semáforo de Eje Central estaba un Banorte y le dije: “Vamos a ese y tú compruébalo”. Bajamos, saqué el dinero y en la pantalla apareció el cobro “por disposición de efectivo” en un banco que no te corresponde: Veintisiete pesotes.
–Oye papá, pero eso es un robo.
–Es un robo hija, pero legalizado—respondí ya avergonzado, pensando en las palabras que dije minutos atrás, de que “no habíamos hecho nada por cambiar el estado de las cosas”, al grado de que literalmente te asalten bajo tu consentimiento.