Hay una grieta en todo,
así es como entra la luz.
Leonard Cohen
Por Rivelino Rueda
Foto: Rivelino Rueda
Era aire. Era vuelo. Era alas. No soportaba lo terrenal. Por eso su angustia de irse pronto. De querer volar.
También era trino. A veces graznaba en las noches, cuando no quería dormir, sólo emprender el despegue, planear la ruta entre plumas y hojarasca.
Por eso su plumaje caoba y chocolate.
“Chocolata”, le decía Camila.
Por eso el pecho de espuma. Por eso las patas de perlas. Por eso la piocha de leche espesa, de nata incandescente, de veta de mármol.
Nunca asimiló aquello de ser un animal de cuatro patas.
Ella quería volar. Perseguir a las aves. Deslizarse libre en el aire. Hacer parvada. Hastiarse de vértigos, de volteretas, de gravidez.
Muchas veces lo demostró. Gritaba algo que no entendíamos.
Era habitual que se suspendiera unos segundos en el aire. Que ensayara el arte de flotar en el vacío. Que levitara en instantes tenues, poderosos, mágicos.
Era ave. Era plumaje de cobre. Era fugaz y perpetua.
Cuando saltaba a la cama. Cuando sus ataques de locura. Cuando se transformaba en torbellino. Cuando brincaba el último peldaño de la escalera. Cuando emprendió el vuelo para acompañar a los de su especie.
Y como los seres efímeros, pero épicos; fugaces, pero permanentes, labró su leyenda con diversos nombres.
La nombraron “Pelos” al principio. Aunque con su ímpetu de hembra libre, poderosa, alegre, despiadada, implacable, se fue haciendo de otras deidades: “Bella”. “Mami”. “Bonita” “Princesa” “Cabecita de nuez”. “Peluquina”. “Loca”. “Hermosa”. “Trotski”. “Demonio de Tasmania”. “Nena”.
Camila remilgó por no haber participado en la decisión sobre su nombre. “Pelos” no le gustó. Pero la niña de nueve años la llamó así desde el momento en el que hicieron, juntas, su primer contacto visual.
Y es que la nena de enjambres cobrizos y trazos aperlados tenía todas las características para llamarse así, “Pelos”.
Hoy, la guerrera, la indomable, la niña libre que empapa su rostro en ráfagas de aire, es recordada como “Pelitos”.
Y siempre vuelve. Picotea cerca y levanta el vuelo cuando “Frida” se acerca a molestarla. Ahora sabe lo que se siente que un ser de cuatro patas se abalance sobre ella, que una orejona deje ir toda su inmensidad para aferrarse a formar parte de la parvada.
Muchas veces estuvo triste. “Pelos” observaba con angustia, inquieta, que la gente que más quería se iba por algún tiempo. Pero luego volvía de esos trances cuando veía que los que se habían ido regresaban, y su pasión por darlo todo se cristalizaba en locura, en profunda ansiedad, en una nueva espera.
Siempre buscó las más insólitas argucias para emprender el vuelo. Para romper sus cadenas. Para buscar su libertad. Siempre vio la oportunidad para escabullirse por resquicios inimaginables. Y con brinquitos de marsupial se delataba sola.
Desde un primer momento mostró que absorber la naturaleza que le rodeaba era lo suyo.
Se obsesionó con enredaderas. Acarició con su pecho diáfano espejos de agua. Persiguió implacable ramas, hojas secas, insectos y plumas sueltas. Luchó a muerte contra el aguijón de una abeja. Acompañó con perfección el vuelo de una parvada de palomas en las islas de Ciudad Universitaria. Vigiló la sanación de un pequeño tordo que cayó de su nido.
Fue tal vez un jueves que nunca debió haber sido.
Pero “Pelitos” quiso que así fuera. Su decisión ya estaba tomada. Se quiso ir limpia, impecable para su vuelo eterno. La observamos claramente.
Ella levitó y se dejó llevar por el viento.
Se fue entre los árboles que son jacarandas cuando fenece el invierno. Se fue en pinceladas de cobre que le dieron vida a los murales de Juan O ‘Gorman, unos metros para allá. Se fue una tarde perfecta, enmarcada en un cielo azul metálico y un sol bíblico que bajaba hacia el poniente.
No se despidió. ¿Para qué? Si todos los días baja de los árboles a picotear cerca. Si canta con bellos trinos en las mañanas. Si va y viene para constatar que estén bien sus hermanas.
Y sí. Tras su vuelo surgió otro nombre. Camila la llamó “Pajarita”.