Paradojas del perdón

 

Por Priscila Alvarado

“Si uno comienza a acusarse, pidiendo perdón por todos los crímenes de pasado cometidos contra la humanidad, no quedaría un solo inocente sobre la tierra”, Jacques Derrida.

El teatro del perdón político tiende a borrar la dimensión de la tragedia. Tras bambalinas transforma en pretexto político el arrepentimiento, la posibilidad de reconciliación o la facultad de un castigo justo.

Víctimas como Javier Francisco Arrendondo Verdugo y Jorge Antonio Mercado Alonso, estudiantes universitarios del Tecnológico de Monterrey, asesinados en marzo de 2010 por efectivos del Ejército en Nuevo León, padecen el ánimo atroz de las “autoridades” estatales antes y después de su muerte.

Aquellos que empuñaron el arma la clavaron, cobijados con impunidad, en la memoria fulminada de Javier y Jorge. No serán castigados. Quizá nunca se enfrenten a la dureza de los tribunales, sentencias de por vida o vejaciones infrahumanas dentro de un penal. Pero el gobierno se disculpa.  Nueve años después, el rostro moreno de la nueva administración emite el 19 de marzo una disculpa pública para aceptar que los jóvenes eran inocentes. Felipe Calderón queda eximido de toda responsabilidad. A fin de cuentas, son cosas del pasado.

A través del silencio el Estado extiende papalotes de impunidad y los mantiene a flote durante años. Lo ilegal, la negligencia, el perdón parecen ligarse sin escrúpulos en las tribunas políticas y los espacios sociales. No existen momentos íntimos que propicien la relación estrecha entre la víctima y la persona a la cual “debe perdonar”. Todo se convierte en un acto público.

Es así como la “normalidad” y el verdad útil de la oligarquía política transgreden la carga simbólica del perdón para convertirlo en un discurso a modo. Pasó al final de la Segunda Guerra Mundial, con amnistías o disculpas molde del bloque alemán que maquillaron el castigo internacional ante la ola bélica capitalista engendrada, como “justicia” absoluta.

Tampoco debemos olvidar el rostro de activistas desaparecidos en México. Como la corporalidad desintegrada de Rosendo Radilla Pacheco, el 25 de agosto de 1974. Lo detuvieron ilegalmente en un retén militar. Lo desaparecieron. Lo olvidaron a pesar de la Audiencia ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, emitida el 23  de noviembre de 2009, para condenar al Estado mexicano por “graves violaciones a los Derechos Humanos”.

Hubo perdón. Hubo olvido. Por eso el Estado puede juzgar pero no puede disculparse, porque nada tiene que ver el perdón con la justicia judicial y el derecho.

El perdón es esa “locura”, como la nombró Jankélévitch, que sólo las personas víctimas deben y pueden ostentar. Éste vale en ellas y nada más. La condición de aceptar el arrepentimiento ficticio de los culpables o su representación “hipócrita” a través de gobernantes, resulta obligado. O quizá, sólo la locura implantada por el dolor es capaz de tolerar el cinismo del “poder”, que cree tarea fácil sanar lo insanable en tierra de heridas abiertas.

Pero la vulgarización del perdón no es caso fortuito. La cultura ha serpenteado a través de diferentes épocas y en una de sus etapas -en la tercera de acuerdo con  Chirsitan Shumacher- las sociedades comenzaron a legitimar aspectos teológicos con autoridades divinas, lo que convirtió al perdón en una virtud social.

Más adelante, la burbuja bélica de las dos Guerras Mundiales provocó que el concepto se “mudializara” -lo que evidentemente restó a su particularidad- y adaptara al uso y desuso de la política internacional. Amnistía, sanciones internacionales por los crímenes contra la humanidad y disculpas públicas asumidas por representantes gubernamentales, hicieron del perdón una herramienta de lucha jerárquica ante el posicionamiento primermundista.

“El que peca y reza empata”, se dice en espacios católicos. La herencia religiosa del judaísmo, cristianismo y el Islam, ha transformado en un pretexto político, que es licencia en la ruptura de la justicia y los posibles bloques de congruencia ante el dolor, el perdón.

Un perdón automático e inmediato que permite burlar la justicia y las responsabilidades. Un acto que, de acuerdo con Chaparro Amaya, es “terapia colectiva que acompaña los más diversos conflictos en todo el mundo”. Sin embargo, el intento puro de poner término a algo, para luego obtener intervención y sentido humano en la reconciliación o el castigo justo, desaparece con la figura del perdón político.

“Allí donde el perdón opera como comportamiento ideal para resolver diferencias y propicia toda clase de exabruptos del imaginario amoroso, la venganza se revela como un mecanismo de justicia privada”, dijo Carlos Monsiváis.

El dilema está en propiciar la impunidad en nombre del futuro y el pasado. Los responsables de Tierra Blanca, de Acteal, de Rosendo Badillo, de Jorge y Javier, o de cualquier caso de violencia contra la humanidad, no han pedido perdón. No han reconocido su falta, ni han manifestado ningún arrepentimiento. La paz y su justicia sólo son posibles con la aplicación misma de la justicia, sin atenuantes.

“Todo es perdonable salvó el crimen contra el espíritu”, escribió Hegel.

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