Nuestros muertos de siempre

Por Argel Jiménez

Fotos: Edgar López

La noticia llega por la vía telefónica. El mensaje recibido es el desenlace fatal después de una larga lucha contra una de las peores enfermedades que le puede dar a un ser humano.

Comentan los familiares que los minutos finales fueron de una prolongada agonía, ante una vida ya no deseada por los intensos dolores que conllevaba  dicha enfermedad. “Me arde todo el cuerpo por dentro”, fueron algunas de las últimas palabras que dijo aquella persona.

La noticia corre rápido por todo el vecindario. Aquella persona de la tercera edad es muy querida  por vecinos de muchas colonias. Esto se pudo constatar al ver el multitudinario velorio en que se convirtió su casa.

El lugar en el que vivió la mayor parte de su vida se llena de personas de todas las edades, pero principalmente de ancianos. Platican entre ellos lo buen jugador de baraja española que era. El exquisito mole y tamales que preparaba para las fiestas (sabores que jamás serán igualados y que solamente  se disfrutarán desde ese momento en el recuerdo). Su buen gusto por el futbol ofensivo. Y porque de vez en cuando se echaba uno que otro pulquito.

Así pasa toda la noche  entre recuerdos, tristezas y vivencias, hasta que llega el momento de  despedirse de su casa. La siguiente escala es el velatorio del panteón para que el recién fallecido reciba  una misa para su eterno descanso, según dice la religión que profesaba.

En lo que esperamos, sus familiares tuvieron a bien repartir entre los asistentes café y tortas para contrarrestar el desvelo de la noche anterior. Justo a la mitad del refrigerio llega el padre que no pasa de cuarenta años. Pide que se guarde todo alimento porque va iniciar la ceremonia.

Los que estamos presentes y no profesamos alguna religión guardamos respeto al rito religioso y auguramos un tiempo de tedio, porque así suelen convertirse esos momentos. Pero la “realidad” es otra. La frontera que la mayoría de los padres pone entre sus feligreses y ellos queda derribada, ya que se  pone a la par  de los presentes y la liturgia toma otra dirección.

Entre los ritos y oraciones el prelado cuenta que recorre los lugares más olvidados del país, tanto por las instituciones del Estado y las  religiosas. Relata los horrores en los que se ha convertido  la guerra contra el narco de los dos últimos sexenios, en los que la desesperanza, tristeza y miedo son el común denominador de varias poblaciones.

En sus recorridos sólo lo acompañan su chofer –que se pone nervioso cada que pasan un retén militar, a sabiendas de que cualquier cosa puede pasar–, sus ropas religiosas y un teclado. Dice que al llegar a cada comunidad implementa dinámicas de sanación que reconfortan y agradecen aquellos pobladores que se ignora su dolor.

Comenta que tiene amigos ateos a los cuales cuestiona su no creencia en dios. Les dice que ellos analizan cualquier fenómeno  natural o social como procesos complejos, y les pregunta: “¿Por qué cuando hablan de la muerte lo toman como algo sin complejidad?” “¿Pues no que todo es complejo?” “¿Realmente te mueres y ya no pasa nada más?”

Hace también notar que el ser querido nunca muere del todo, que vive en cada uno de los que conocieron, por medio de las enseñanzas, consejos y principios que ya forman parte de nuestro ser y que a lo mejor ni nos habíamos dado cuenta.

Mientras el sacerdote sigue hablando, uno de los nietos  del difunto de apenas dos años gatea alrededor del féretro que se encuentra en una pequeña base de concreto  de unos veinte centímetros de alto. La mayoría de los asistentes lucen preocupados porque el niño se fuera a caer en cualquier momento y darse un mal golpe. Varios recriminan con la mirada o con el pensamiento a la mamá por la desatención que cometió.

La liturgia sigue y sin darnos cuenta nos vemos inmersos en una de esas dinámicas de sanación, de las que lleva a esos lugares donde sólo se respira desolación. El ambiente  que lucía cierta tristeza y  tensión se ha relajado. Las lágrimas que hasta ese momento  estaban contenidas salen a flote  y se libera el ambiente. El cometido por el sacerdote, que tiene estudios de teología, filosofía, letras clásicas y derecho, se ha cumplido.

Al terminar la misa algunos vecinos y familiares comentarán el incidente del niño gateando que “pudo pasar a mayores”. Pero uno de los ancianos que lo distingue su inteligencia y sensibilidad, nos hace ver que aquella escena fue la más bonita del día, ya que fue una representación del ciclo de la vida. Nacemos y morimos. El más grande de esa familia muerto y el más pequeño de ellos viviendo. En resumen, el juego de la vida. Ante tal  observación todos nos quedamos sin palabras y no hacemos más que darle la razón en silencio.

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En aquel lejano 2006 la visita por “curiosidad” al panteón de niños resultó muy triste. El total olvido en el que se encontraba dicho lugar era evidente. Ese sitio estaba cargado de una tristeza y soledad particular. Desde la entrada se podían ver los dos o tres rehiletes y el mismo número de ramos de flores ya marchitas que estaban esparcidos por todo el panteón, de los únicos niños que todavía no eran olvidados por sus papás.

La mayoría de las lápidas, en el mejor de los casos, lucían rotas. Otras ya ni siquiera existían. ¿Esos padres habrán podido superar aquella perdida tan prematura?

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En el camión ya van personas con sus cubetas que alguna vez almacenaron  pintura o impermeabilizante. En ella ahora van las clásicas flores de cempasúchil amarillas o moradas, acompañadas de una escoba y recogedores.

El trayecto que normalmente se hace en media hora, en las fechas del 31 de octubre,  primero y dos de noviembre, se puede hacer casi el doble, ya que la cita con los muertos  hace que se demore el trayecto.

La calle donde está la entrada al panteón tiene cerrado el acceso al tráfico vehicular. En ella  ya hay puestos que venden pequeños ramos de flores a diez pesos, veladoras, rehiletes y globos con figuras  de personajes infantiles.

En uno de los puestos de flores  un  niño y su papá echan un aerosol aromático a unos crisantemos para que tengan un olor más penetrante.

Pero los puestos de comida son los que más predominan. Serán las quesadillas, pambazos, elotes helados, tacos, refrescos de 2×10 pesos y 2×15 pesos que están apilados en una hilera  de unos siete metros de largo, los mitigarán la sed y el hambre de los visitantes.

Aquel panteón que en el 2006 todavía era exclusivo para niños, para 2009 se permitió como última morada a los que en vida alcanzaron la mayoría de edad, fecha que se puede constatar  en las cruces que contienen la información del difunto.

En el panteón hay jóvenes y señores que ofrecen el servicio de acarreo de agua y remoción de la hierba.

Aquel ambiente de abandono que privaba en el 2006, en donde predominaban las criptas rotas, las cruces de metal con letras ya desdibujadas por las inclemencias del tiempo, ahora se conjuga con unas cuantas tumbas arregladas conforme a las posibilidades económicas.

En alguna de las tantas  lápidas que hay se encuentra un matrimonio de ancianos  que pagó el servicio de limpia de un espacio. El señor  le comenta al trabajador  que le ha de ir muy bien en su trabajo. La respuesta que recibe no es muy amistosa, denota  cierto malestar y le aclara que la delegación sólo los deja venir a trabajar los días 31 de octubre, primero y dos de noviembre, con la condición  de que dejen limpio todo el panteón. “Nunca le pierde la delegación”, concluye.

En el otro lado del panteón donde descansan los adultos, las familias entran y salen en grandes cantidades a pesar de que el día luce muy nublado y la lluvia amenaza con caer en cualquier momento.

En la entrada hay unas religiosas de cabello corto (como de habitantes de hospicio) que venden figuras, pulseras y estampitas de diferentes santos. Agencias funerarias que ofrecen paquetes todo incluido por cuarenta y cinco pesos al mes. Cinco letrinas verdes, una veintena de taxis que están formados y que llevarán a la gente a los lugares más retirados por una cooperación voluntaria, policías y un letrero que recuerda que “el agua es gratuita, que “no se deje sorprender”.

Al adentrarse en el panteón las manadas de perros corren por todos lados. Los refrescos, cervezas y las golosinas que son ofrendadas predominan en varias tumbas.

El joven con capacidades diferentes acarrea agua ante la imposibilidad de sus tres acompañantes de edad avanzada. El otro niño, que también lo mandaron por el líquido vital, se refresca los labios con el agua tratada de la pileta, como según dice el letrero.

La señora que se ha “perdido” y no encuentra la tumba de su familiar no da crédito a ese acontecimiento. El dibujo que tiene una tumba, en la que el niño le dice a su papá que ya tiene ocho años y que se trata de portar bien y sacar buenas calificaciones, a su papá que murió a la edad de veinte años.

Familias enteras que comparten algún guisado usando como mesa la tumba de concreto del ser amado. Familias que vienen a enterrar a su ser querido y que lloran la reciente partida hacia algún lugar desconocido, dan vida aunque sea por unos cuantos días a los seres queridos, que sin sus enseñanzas y su cariño no seríamos lo que somos y que por eso jamás debemos de olvidarlos.

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