El Metro: Nuestro eterno laberinto de la soledad

Por Alejandra Rojas Sebastián

Foto: J. Tonatiuh Pérez Cisneros

La corriente fría de la mañana no despierta todavía a los capitalinos que utilizan el Metro para poder llegar a su trabajo, pero la mirada de incertidumbre por poder llegar a buen puerto con sus dudas, buscando en el otro, no ser los únicos… De ser como el otro que intenta llegar, aunque el silencio extraño simplemente no dice nada. No anuncia nada la bocina de la estación.

Los capitalinos intentan seguir el curso de su día normal, pero algo en el aire pronuncia, en un susurro, que se acercan al cataclismo de la Ciudad de México.

“¡Hasta aquí da servicio el Metro!”, gritan los policías a medio recorrido de la Línea 8, que va de Constitución de 1917 hacia Garibaldi. La estación Chabacano es testigo del miedo y la incertidumbre, mezclado con el enojo que viviría la gente trabajadora de la ciudad.

Las calles del Centro estaban tranquilas, vacías y limpias. Tal  pareciera que fuera otro Centro y no las calles aledañas al Zócalo las que se movían en una pasividad amenazante, tan amenazante como el caos subterráneo del que intentaban escapar los usuarios del transporte más usado y el único que conecta a la periferia con el corazón de México.

Los que descendían de los vagones no se explicaban por qué sembraban pánico de esa manera. Algunos se quedaban preguntando, con alguno de los más de diez elementos de seguridad que ensordecían a los usuarios con sus silbatos, dónde y cómo salir de ese laberinto.

“¡¿Voy para Salto del Agua?!”, preguntaba exaltada la mujer acompañada de una menor que sólo sentía la fuerza de su madre en su infantil muñeca para detenerla. Los  policías se volvieron expertos en líneas del Metro.

Acostumbrados de nombrar a las líneas por sus colores conocidos, ahora se podía escuchar: “Por la Línea 2”. “Línea  9”. “Transborde a la 1”. “Regrese por la 3”.

Las miradas ya no buscaban al otro, las miradas confirmaban que todos estaban dentro de un laberinto que no tenía salida inmediata, que había que rodear para poder llegar al destino y, en otros casos, optar por caminar.

Los mapas que describen las rutas de las líneas del Metro se atestaron de miradas, miradas en busca de una nueva ruta. Las preguntas sobraban, los  sonidos de zapatos, caminatas apresuradas, pausas para confirmar el camino, trayectos equivocados, hacían más asfixiantes los pasillos que no llevaban más que a otra parada dentro del mismo laberinto sin salida.

Mientras tanto, la tranquila mañana transcurría con las calles iluminadas al sol de las 9 de la mañana,  sólo las vallas colocadas en las venas del Zócalo  sobresalían rodeadas de policías con guantes blancos y boinas rojas.

El mensaje del Papa nombraba a estos, a los que viven en la pobreza por la opulencia de unos cuantos, que buscan su propio bien, encerrados en  trabajos con sueldos muy mínimos, tratando de dignificarlas por medio de su discurso, mientras encontraban una salida a ese laberinto.

Así amaneció en la Ciudad  de México. Ellos no lo vieron, ellos no estuvieron ahí, no lo escucharon. Los poderosos estaban allá arriba, en los palacios. Los capitalinos, acá abajo, en las entrañas de la tierra, buscaban una salida para poder llegar al trabajo.

Él, el visitante, quedará recordado como el causante de que aquel día las estaciones estuvieran cerradas para llegar al trabajo, a conseguir el pan para la familia.

Despertó la Ciudad pasado el mediodía y las cosas siguieron como muchas cosas que tienen, o no, sentido.

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