La (M) moneda

Por Rivelino Rueda

Danilo se llevó la mano a la boca cuando percibió ese aroma de muerte.

El Patio 29 del Cementerio General de Santiago despedía el aroma agridulce de la putrefacción. De la tierra brotaban los restos de los llamados “mártires del Estadio Nacional”. Danilo sintió náuseas pero siguió escarbando.

La pala se atascaba cada vez que la hundía con fuerza en esa masa de fragmentos óseos. Lo que parecía tierra no eran más que cadáveres apilados en una fosa común sin nombre. La impotencia en sus ojos hizo que éstos encontraran un cauce de sal por sus mejillas temblorosas.

El crepúsculo pendía de las montañas que apuntaban sus cimas a las minas de cobre en la región de Antofagasta.

Danilo Núñez no quería mirar más. Era uno de los treinta jóvenes que pertenecían a la Federación de Estudiantes Chilenos (FECh) y que después del golpe militar fue señalado, junto con sus compañeros, de ser “conspiradores comunistas”. Por ello, la Junta castrense los confinó a realizar trabajos forzados.

Medio centenar de milicos vigilaban de cerca la labor de los estudiantes. La fetidez en el aire se hacía insoportable. Carlos Ustegüi no soportó más la escena macabra, se quitó un mechón de cabellos adherido a su rostro sudoroso y detuvo su faena. Suspiró unos segundos y dirigió su mirada a los militares que reían.

–¡Asesinos hijos de puta! ¡Ustedes mataron a toda esta gente carniceros mal paridos!—gritó Carlos y lanzó su pala hacia el suelo de argamasa y muerte.

–¡Cierra las fauces comunista traga niños!—respondió un paco que corrió hasta Carlos y lo derribó con un culatazo en el rostro— Saca toda esa mierda que tanto daño le hizo a Chile o de lo contrario terminarás tragando tierra como ellos.

Carlos Ustegüi escupió una flema de sangre. Se incorporó tambaleándose y en su mandíbula destrozada y temblorosa se fundían sudor, polvo y crúor de lodo que daban forma a una costra viscosa color púrpura.

Danilo corrió a auxiliarlo mientras el milico se alejó carcajeándose para reunirse de nuevo con sus compañeros.

Carlos respiraba con estertores y Danilo Núñez trataba de controlar desesperadamente el hilillo de sangre que resbalaba por su oído izquierdo.

–Tranquilo Carlos, pronto saldremos de esto—dijo Danilo tratando de sofocar la hoguera de odio que habitaba en la mirada de Carlos.

El joven Núñez bajó la cabeza y regresó a su puesto esquivando los cadáveres que abrazaban el suelo y el cielo chileno. Los celajes que surcaban el firmamento no anunciaban lluvia, pero sí producían un vientecillo helado que había viajado desde Los Andes hasta esta capital sudamericana.

***

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Danilo pisó un cuerpo fétido que mostraba unos dientes amarillentos. Giró hasta quedar fuera de ese espacio mortuorio pero percibió un brillo opaco en la dentadura de aquél hombre sin vida.

Se acercó intrigado y con su pie quitó un poco de la tierra que cubría ese cuerpo marchito. Observó de nuevo al esqueleto y recordó a su amigo Eugenio Iglesias. Agachándose hasta quedar en cuclillas, Danilo retiró la hojarasca y el lodo del rostro inerme… Era él… Era Eugenio.

La cara de Danilo se transformó en un alabastro. Sintió que las cienes le estallaban  y contuvo el grito de desesperación. Alcanzó a recostarse a un lado del cadáver de su amigo y los recuerdos lo saturaron…

***

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Vi correr a Eugenio aquella tarde de febrero de 1973 por los pasillos de la Universidad y llegar hasta donde me encontraba. Llevaba una moneda de cobre la cual empuñaba con gran alegría, ya que –aseguraba—“se le había caído a un milico. De esos que tienen alto rango porque su chaqueta estaba tapizada de medallas”, decía Eugenio con una gran sonrisa.

La moneda sólo me la mostró a mí. Era una pequeña zota con la figura de Bernardo O’Higgins y en el reverso estaba plasmado el escudo de la República de Chile. Eugenio creía que ese disco de metal tenía un gran valor porque databa del año de 1870.

Danilo hundió su rostro en la tierra pestilente y cedió sus ojos a la fosa común… A la sepultura colectiva del pueblo… A la tumba de Eugenio Iglesias… A drogarse con sus recuerdos…

***

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Aquella moneda se convirtió en una gran obsesión para Eugenio. Fue dos semanas después de haberla encontrado cuando descubrí que en el canto estaban grabados los números romanos XIIXLXXIII. “¿Qué podrá ser?”, me preguntaba mientras la huelga de transportistas paralizaba la totalidad del comercio.

La Federación de Estudiantes Chilenos había convocado a un mitin en apoyo al presidente Salvador Allende. Eugenio y yo éramos integrantes de esa organización. Nuestra amistad iba más allá de las simpatías políticas. Nos conocimos desde la infancia y juntos descubrimos la injusticia y la pobreza de Chile.

El futuro era incierto y los enfrentamientos con los estudiantes de la Universidad Católica eran cada día más frecuentes. Eugenio Iglesias organizó “brigadas de apoyo” en caso de un “golpe militar”.

“Es un joven valiente”, decían sus profesores y compañeros. Yo lo notaba preocupado por la moneda. Constantemente la observaba y sacaba conclusiones:

–Esta zota me da desconfianza hermano—me comentaba Eugenio.

–No pasa nada. Era de un milico y por eso te pones así—trataba inútilmente de controlarlo.

–He visto mucho movimiento en el regimiento de Chacabuco y en la Escuela de Paracaidistas de La Colina—me decía Eugenio con visible preocupación—. “Algo se traman esos hijos de puta”.

–Para tumbar a la Unión Popular primero tienen que pasar por nuestro cadáver mi querido Iglesias—le decía mientras él se pasaba la moneda de una mano a otra–. Ahora, lo que deberías hacer es deshacerte de esa luca de una vez por todas.

***

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A principios de septiembre de 1973 recibíamos noticias cada vez más preocupantes. Decidimos buscar apoyo en los trabajadores y en el pueblo en vista de “lo peor”. Tomamos algunas copas de pisco en un bar con unos amigos de la Federación y nos despedimos a la medianoche.

Mi casa quedaba en el barrio de Pudahuel y por lo tanto tenía que atravesar casi la totalidad de Santiago. Durante el trayecto noté un movimiento inusual de tanques militares y vehículos de guerra con dirección a la Plaza de la Constitución. Llamé por teléfono a Eugenio en cuanto llegué a casa.

–Hermano, tenías razón, los milicos se traman algo—balbucee en cuanto Eugenio contestó la llamada–. Vi a un gran movimiento de tropas hacia Palacio Presidencial.

–¡Nos vemos en Teatinos y Morandé en una hora! ¡Habla con Jimena y con Manuel y diles lo mismo! ¡Esos bastardos no pasarán!—gritó Eugenio y colgó el auricular con fuerza.

Cuando llegué al lugar ya había varios estudiantes esperando. Eugenio Iglesias llegó a los cinco minutos con una boina negra y sugirió acercarse a la Plaza de la Constitución. Nos dividimos en grupos de cinco.

La bruma del amanecer permitió a nuestro grupo acercarse hasta la calle de Alameda. Una ráfaga de metralla nos hizo retroceder y nos refugiamos en el dintel de un portón… El golpe estaba en marcha.

Vimos pasar varias tanquetas y tocamos desesperadamente en la puerta que nos servía de guarida. Sólo observamos una luz escurrirse bajo la puerta y desaparecer. El aire se había saturado de pólvora. Escuchamos los altavoces que pedían la rendición de Allende.

 

 

Nuestros rostros eran máscaras de miedo, de odio, de impotencia. De todos los rincones llovía metralla y fuego. Tres aviones militares volaron casi sobre nuestras cabezas. Yo alcancé a gritar algo que nadie escuchó por el nítido estropicio que provocaron las bombas al caer sobre el Palacio Presidencial.

Ahora todos llorábamos la misma vergüenza, todos gemíamos el mismo dolor… Todos compartíamos el mismo odio. Eugenio fue el primero en ser subido al camión militar. La saña de los pacos se dirigió hacia él.

Los camiones enfilaron hacia el Estadio Nacional. Todos estábamos mudos, como a la espera de que nos metieran una bala y ponerle fin a esto.

Eugenio estaba en el rincón del vehículo y era salvajemente golpeado con cachas de pistola.

–¡¿En dónde están las armas maldito comunista?!—le gritaban los soldados.

Todos bajamos de pie y con las manos en la nuca, menos Eugenio. Él fue llevado a rastras por cuatro milicos. Yo fue derribado por un culatazo en las costillas, pero aun en el suelo vi que lospacos conducían a Eugenio por el túnel 12 del Estadio Nacional de Santiago.

***

Fue hasta el día siguiente cuando volví a verlo. Estaba recargado en una barda contigua a la cancha de futbol. Dos soldados lo interrogaban y al mismo tiempo le escupían el rostro y le pateaban las espinillas.

La cara de Eugenio era la misma que la de los miles de personas que estaban en un estadio convertido en campo de concentración. Los soldados que interrogaban a Eugenio se retiraron unos pasos y comenzaron a discutir. Fue entonces cuando vi que Eugenio se metió una moneda en la boca… Su moneda, su preocupación convertida en tragedia.

Uno de los militares dio media vuelta rápidamente y se dirigió a Eugenio Iglesias, que permanecía erguido y con la vista en alto. Un revólver apareció en la mano del soldado e inmediatamente jaló el gatillo. Eugenio cayó de bruces sobre el concreto… De mi garganta salió un extraño sonido y perdí el conocimiento por un golpe seco.

Desperté y permanecí tres días más en este lugar de muerte. Después vino el castigo de la Junta Militar.

***

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Danilo quería estar junto a su amigo, allí, en su lecho de muerte. La humedad de la tierra se coló por sus poros saturados de argamasa. Los huesos parecían no responder pero logró hincarse a un lado del cadáver verdoso de Eugenio.

De nuevo observó el destello opaco de ese esqueleto que ahora tenía nombre. Sus manos temblorosas llegaron hasta la dentadura de herrumbre y cobre. La abrió con fuerza para comprobar lo que ya sabía. Dentro estaba el tesoro que su amigo había encontrado meses atrás y que lo había conducido por un laberinto de desconfianza.

Sacó la moneda y la limpió con la manga en jirones de su camisa. El sol era de cobre, como esa moneda triste y opaca. Observó aquel círculo de metal y su corazón se detuvo por un instante…

La moneda tenía la figura de Salvador Allende.

Danilo Núñez hizo un rápido movimiento para ver el canto y ahora los números romanos que descubrió meses atrás tenían grabada la leyenda “¡Viva Chile!” “¡Viva el pueblo!” “¡Vivan los trabajadores!”

El joven levantó la vista y observó que los milicos estaban lejos. Continuó girando la moneda y descubrió el significado de aquellos números. “11 de septiembre de 1973, día del golpe militar”, dijo para sus entrañas.

Danilo se levantó y tomó aire para ver qué era lo que estaba del otro lado de la zota de cobre.

La verdad estaba ante sus ojos y el significado del círculo de cobre fue entendido por Danilo Núñez, pero sobre todo el mal presentimiento y la preocupación que le causó a Eugenio Iglesias ese metal redondo: “El Palacio Presidencial de La Moneda estaba plasmado al reverso de esa pequeña moneda”.

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