La identidad puede ser un arma homicida

Por Natalia Padilla Carpizo

 

Como heredera de una formación occidental, con todas las limitaciones y omisiones que ello implica respecto a lo que se escapa a su perímetro etnocéntrico, respecto a los inmensos pasajes de la historia en los que Europa no ha sido la protagonista, me di cuenta que mi versión de la “Historia Universal” era más bien sobre la Historia Occidental, que en el trozo de historia que me fue transmitido ha sido censurado el efecto y el alcance del legado de civilizaciones e imperios no occidentales.

Las prácticas políticas de dominación delimitan la hegemonía del conocimiento y condicionan la mirada hacia la diversidad, llevando al límite la imposibilidad de que distintas verdades y modelos coexistan y sobrevivan a los prejuicios generalizados que instauran el miedo a la alteridad.

La historia continúa repitiéndose desde tiempos inmemoriales por estar bajo el efecto de la amnesia, reaparecen los ciclos de violencia y desencuentro, sin haber dejado un huella, una impronta, una cicatriz, que nos permita reconstruir de otra manera, sin odio y sin miedo, las identidades culturales: volvemos a fracasar en el intento de aproximarnos a mundos ajenos sin obligarlos a encajar en modelos reduccionistas y herméticos, dentro de los cánones de la tradición familiar, nacional, occidental, sin la mínima humildad para ser capaces de aprehender nuevos códigos de conducta y sentido que ejerciten la tolerancia y la capacidad de rendirnos – sin que resulte amenazante- a la sorpresa frente a todo aquello que escapa a los límites de la propia experiencia.

Los discursos oficiales imponen versiones unificadoras de las realidades que benefician a intereses geopolíticos muy particulares, sus emisarios realizan trazos excluyentes para despreciar o apreciar a los candidatos que desean gozar del privilegio de ser recibidos dentro del territorio “civilizado”. Los prejuicios y estereotipos culturales siguen parasitando al conocimiento con la ayuda de los medios de comunicación. Mientras tanto el supuesto modelo democrático continúa desentendiéndose de los efectos de su propia producción de ignorancia, hostilidad y miedo hacia la alteridad, hacia Oriente y hacia la complejidad del Islam.

Es indignante la parcialidad con la que las culturas no occidentales son representadas, distorsionadas y manipuladas: millones de ciudadanos de países lejanos, orígenes distintos y formas variadas de concebir su religión, son reducidos a una imagen amenazante, a un “Otro” peligroso.

 

Foto: www.mentesalternas.com
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Es precisamente la indignación ante el complejo de superioridad con el que se pasean aquellos que se vanaglorian de pertenecer a la cultura, a la religión y a la “raza”  occidentales, su prepotencia al autoproclamarse dueños del monopolio de verdades legítimas, su soberbia y falta de respeto hacia otros modos de vida, lo que me ha servido de incentivo para al menos interrogar mis propias certezas heredadas y a su vez, lo que me ha permitido acceder a otros hilos discursivos para empezar a devolver algunos nombres a las partes silenciadas, omitidas, censuradas, de la “Historia Universal” y construir mi propia versión.

Algunos portavoces de la contrahistoria de la que habla Foucault, afortunadamente hacen contrapeso al discurso hegemónico, relativizando su universalidad, desafiando sus parámetros con la contundencia necesaria para que su voz emerja a contracorriente. Ellos son: Mohamed Arkoun, Edward Said, Fátima Mernissi, Amin Maalouf, Albert Hourani, René Girard y Edgar Morin, entre otros y a quienes recomiendo ampliamente.

La relación entre saber, poder y miedo ha determinado la línea divisoria entre las sociedades dominantes y dominadas, la lucha por la hegemonía no busca sólo el poder político sino también el poder discursivo para intentar dominar los modos de vivir e interpretar el mundo, imponiendo los criterios con los que el mundo se debe percibir y concebir.

Los principales elementos para cohesionar la identidad y la ideología de un grupo y trazar fronteras herméticas han sido, además de los lazos familiares y la lengua común,  las creencias religiosas y la pertenencia étnica.

Las culturas ligadas al nacionalismo revelan su cerrazón a las culturas del mundo, su xenofobia y sus violencias latentes, siempre dispuestas a ejercerse contra el extranjero.

La identidad se define mediante el distanciamiento hacia lo extraño y el acercamiento hacia lo similar y familiar. Ambos se necesitan para significar y concretizar su existencia, para elaborar los límites entre la realidad propia y la ajena.

Foto: www.standarssociales.blogspot.com
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El Otro aparece como un espacio conquistable capaz de saciar las necesidades de expansión y reflexión de la propia imagen de identidad. Ante la diferencia se intenta inducir una semejanza para domesticar lo ajeno y volverlo familiar.

“Nuestros actos sobre realidades ajenas (sobre todo cuando se resisten a nuestros deseos de conocimiento, contacto o intervención, en suma, de sometimiento) están constitutivamente armados de autocomplacencia y de una indiferencia (ética) anestesiante respecto a lo que implican esas negativas. (…) Sin considerar el gradiente de violencia y los contornos de dolor que pueden revestir nuestros actos de apropiación del mundo.” [1]

Ante el primer contacto con el Otro inconmensurable, surge un repliegue para intentar controlar su singularidad. La  alteridad, inédita en el campo de la experiencia de cada parte, se tiene que descodificar en los propios términos porque se desconocen sus códigos particulares. Los criterios para rechazar al Otro surgen ante un discurso que sacude los archivos del saber y pone en duda las certezas al no compartir los mismos supuestos y presupuestos.

El proceso de apropiación y dominio de mundos ajenos se enmascara con una aspiración moralizante y civilizadora para ser corregidos, ordenados, convertidos y redimidos de la extrañeza. La alteridad entonces funciona como pantalla en la que se proyecten los defectos  repudiados por la sociedad.

Lo Otro, eso Otro que el poder de nombrar deja exiliado en el reino de los reflejos especulares, será sombra, misterio, desorden, caos, debilidad, tinieblas: material en bruto a la espera de un esfuerzo de domesticación y, por tanto, de salvación que comienza precisamente allí, con su propio bautismo en negativo. [2]

La otredad  implica una entidad que transgrede los cánones de identidad y perturba el orden establecido,  resulta imposible de categorizar en toda su amplitud, porque es coherente con sus propias dinámicas.

El Otro es objeto de los juicios del observador, su extrañeza se puede traducir, sus significados descifrar, en un intento por convertir los territorios indómitos en espacios que son, primero, nombrados y después ocupados para  restablecer el equilibrio de la certidumbre.

 

 

Las hegemonías políticas y discursivas se otorgan el privilegio de juzgar,  repudiar y dominar a todo aquello que les resulta retrógrado, se autoproclaman poseedores de los sistemas de nominación autorizados y fiables, sin el mínimo interés por añadir descripciones autóctonas.

El Otro no puede ser abarcado, encasillado ni cosificado, reducir la diversidad a los límites de una categoría fija sólo se obtiene con violencia.

El proceso de construcción de la identidad colectiva produce tal embelesamiento con lo propio, que obstruye la responsabilidad y la ética hacia otras identidades. Se estigmatiza a los otros para que los pobladores del Nosotros reconozcan sus rasgos distintivos y puedan localizar, nombrar y perseguir a los forasteros.

Lo que nos es desconocido, externo o solamente diferente siempre es asumido como algo amenazante, incierto y perturbador.[3]

Durante el contacto entre alteridades, se puede lograr un acercamiento que convulsione las identidades y rompa lo definitivo del Yo, amplíe sus contornos, en vez de reducirlos, para trazar un punto de intersección donde se pueda inaugurar un Nosotros heterogéneo y mestizo, fuera de los márgenes y prejuicios  precedentes para actuar con libertad  sin la exclusividad que el origen reclama. Entonces la identidad deja de estar en crisis y su puño cerrado se transforma en una mano abierta, en un espacio que abriga y hospeda.

Jacques Derridá sugiere que abordar a Otro en el discurso es acoger su expresión, es recibir de Otro más allá de la capacidad del Yo; esto significa también ser enseñado. [4]

Ojalá que cada uno de nosotros pudiéramos ser capaces de escapar a la lógica de encierro cultural y a la endogamia “racional”, para detenernos y abrirnos a percibir las maneras como las alteridades se viven y se presentan a sí mismas, antes de predicar sobre el buen vivir, pensar y creer.

Es necesario y urgente “aprender a aprender”, ampliar los referentes, sin obviar que es el Otro el que tiene que iluminarse con mi verdad. Desafiar el aislamiento, atravesar las fronteras, rasgar los contornos familiares para que se rocen alteridades múltiples que disuelvan la fobia al contacto con el prójimo.

La identidad puede fungir como arma homicida –dirá Amin Maalouf-, que da pie a las más terribles atrocidades.[5]

Postrar la mirada y el oído frente aquella sombra silenciosa que al principio representa el Otro, hasta que se desvele un cuerpo que irradia voz y significado propios, soberano de sí mismo, dispuesto a sacudir su anonimato para reconocer el rostro que tiene enfrente, descubrir las afinidades, no solo las diferencias y darse mutuamente la bienvenida.

La cita del diálogo con el Otro y su singularidad es en el centro del puente que separa el Nosotros del Ustedes sin reducir a la humanidad a derivados culturales y raciales.

 

 

  • [1] León Vega, Emma. Sentido ajeno. Competencias ontológicas y otredad. CRIM, UNAM, Anthropos, Barcelona, 2005,   53

[2]  Ibid, p. 76

[3] León Vega, Emma,  Sentido ajeno, Anthropos, Barcelona, 2005,  p. 51

[4] Derrida, Jacques. Adiós a Emmanuel Lévinas, Minima Trotta, Madrid, p. 45

[5] Citado por León Vega, Emma, op. cit, p. 128

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