La crisis de las unidades habitacionales en la CDMX

Por Argel Jiménez

La bienvenida la da una pila de basura que se encuentra recargada en un pirúl de mediana edad. Son los desechos de un día que generan los habitantes de alguno de los 7 mil 300 conjuntos habitacionales que se encuentran en la Ciudad de México y donde se calcula que viven aproximadamente tres millones y medio de personas.

Los edificios tienen más de cincuenta años de vida, según  consta en la placa que tiene plasmada toda la información de su génesis.

Al caminar por los andadores de dicha Unidad de interés social, el paisaje luce jardines descuidados, (los cuales tienen pasto de más de treinta centímetros de alto) áreas comunes privatizadas, moscas que revolotean varias suciedades de perro, fachadas de departamento con pintura ya desdibujada y árboles más grandes que los propios edificios de tres pisos, los cuales han botado el pavimento.

Son las cuatro de la tarde y el ruido de fondo que se escuchan es el de varias canciones de banda y cumbia a todo volumen. Los niños van saliendo de la escuela que se encuentra a un costado del complejo habitacional. Muchos de ellos  van acompañados por algún  familiar, al cual le van platicando las experiencias en las aulas de clase y en el recreo.

Uno de esos familiares es la señora Juana que viene acompañada de sus nietos de unos nueve y diez años. Cuenta que llegó a vivir aquí hace cincuenta años junto con sus señores padres ya fallecidos.

Con cierta nostalgia relata que antes “la Unidad no estaba así”, porque el IMSS se encargaba de dar el mantenimiento completo por “veinte centavos congelados”. Pero fue en los años noventa del siglo pasado cuando dicha institución se quiso deshacer de los complejos habitacionales en el DF, que empezó la debacle progresiva del lugar.

Interrumpe la plática porque dice que “dejó la comida a medias” y sus nietos le exigen sus alimentos “luego luego llegando a casa”, no sin antes decir que no sabría qué hacer ante  la indiferencia de la gente y ante el desgaste de su patrimonio.

Mientras la señora Juana acelera el paso para alcanzar a sus nietos, el trayecto dentro de la Unidad continúa con la vista en el piso ante el incontable número de evacuaciones caninas que se encuentran “abandonadas” en el mismo.

Ya en uno de los pequeños estacionamientos con los que cuentan los edificios, al cual sólo le caben unos veinte carros (el otro es para la misma cantidad) un hombre trajeado baja de uno de ellos. Su nombre es Enrique y trabaja en una empresa  del sector privado.

Él ve el problema en las malas gestiones de todas las administraciones que han pasado. Lo cual se ve reflejado en la falta de barrenderos, luminaria y demás necesidades cotidianas.

Se ufana que lleva más de diez años sin pagar mantenimiento porque no confía en nadie. Comenta que alguna vez lo trató de demandar alguno de los tantos administradores, pero que ya en la Procuraduría Social nunca prosperó el litigio,  porque –dijo— “hacía uno que otro arreglo en su edificio” y eso fue más que suficiente para que lo dejaran en paz.

Sin embargo, lo que realmente le preocupa son los dos puntos de drogadicción que están cerca de su edificio, en los cuales casi a todas horas hay gente drogándose o tomando alcohol y su esposa llega de trabajar a las ocho de la noche en un horario que ya resulta peligroso.

Se sincera y dice que no llaman a la patrulla él o alguno de sus vecinos porque si se llegan a enterar “los viciosos” o sus familiares “puede haber represalias y ahí se pone peor la cosa”. Al contar esto su rostro denota cierto malestar. Agarra su portafolio y su saco color negro que estaban recargados en el cofre de su carro y da por terminada la charla.

Con la ayuda vecinal  es posible localizar a uno de los que fue administrador hace más de siete años. Al principio es un poco reacio a hablar sobre su experiencia efímera de ocho meses. “Terminé asqueado por todo lo que conlleva estar en ese cargo”, dice.

Poco a poco empieza a agarrar confianza  y comenta que ve dos problemas esenciales en esta Unidad: la falta de pagos y la apatía.

“No es posible que con treinta pesos al mes quieran resolver la problemática de cuarenta edificios, los cuales en su totalidad albergan setecientos departamentos”. Confiesa que cuando estuvo en el cargo sólo pagaban mantenimiento cincuenta condóminos y en eso andaba la media de contribuyentes de los otros administradores que pasaron por el cargo.

“Con mil quinientos pesos al mes no se hace nada. No se resuelven problemas que se vienen arrastrando de años pasados. Y el colmo de las cosas es que decían que yo me robaba el poco dinero que se pagaba”. El señor Emiliano, jubilado del IMSS que recibe doce mil pesos al mes, dice que eso fue lo que más le indignó, “que pensaran que yo me clavaba el dinero que entraba, cuando no tengo ninguna necesidad”.

Aunque cuenta que también ha habido caso en los que si había administradores que se robaban lo poco que se recolectaba, “como en la vida siempre hay de todo”.

A él también le preocupa los altos índices de alcoholismo y drogadicción que se empieza a ver desde adolescente de quince años, los cuales ya no estudian. Lo increíble de todo esto es que a los padres poco parece preocuparles.

Aunado a la apatía  y al conformismo de vivir en un lugar conflictivo, se suma  el desprecio que reciben por parte de la Delegación, la cual no apoya en nada. “Sólo cuando se acercaban las elecciones venían a podar uno que otro árbol y limpiaban una de las dos cisternas que hay, para tratar de legitimar su estancia de otros tres años”.

Y continúa: “Cuando se le pide que vengan hacer rondines para disuadir las pequeñas fiestas donde corren un sinfín de sustancias nocivas. Contestan que, como es propiedad privada, no pueden entrar”.

Sin embargo, tiene la confianza de que la gente se dé cuenta de la forma tan terrible que es vivir así. Espera que pronto se elija a un nuevo administrador para que por lo menos no se pierdan los apoyos que se dan a las  Unidades Habitacionales más pauperizadas.

La pequeña charla termina y es obligado el recorrido por aquellos lugares de “fiesta permanente”. En uno de ellos predominan el uso del activo y marihuana. En otro de los “círculos festivos” priva la mezcla de todo tipo de bebidas.

En los otros “puntos de reunión” solo beben cerveza y tequila los  fines de semana. Empiezan a beber desde la tarde del sábado y terminan hasta las primeras del domingo, según cuenta un vecino del lugar.

Este ambiente de adicción se mezcla con niños que sale a jugar futbol, atrapadas, andar en bicicleta o jugar  en una de las pocas áreas recreativas que tiene resbaladilla y columpios con más de treinta años de antigüedad.

En esa zona juega la señora Andrea, de cuarenta años con su pequeña hija, de cinco primaveras, a las atrapadas.

Comenta que en toda su vida ha vivido en tres conjuntos habitacionales distintos y en todos ellos vio las mismas las mismas problemáticas: falta de pagos de los condóminos, inseguridad, drogadicción y alcoholismo (pero no en tantos casos como ahora). Ninguneo de la delegación y apatía de los vecinos.

Reflexiona y habla que el modelo de representación vecinal está caduco, ya que no se resuelve ningún problema de fondo (ella no dice cifras, pero según datos del 2012 de la Procuraduría Social de la CDMX de las siete mil trescientas unidades habitacionales repartidas en la Ciudad de México, sólo el 30 por ciento tiene una administración constituida) y por la falta de mantenimiento estructural y estético se deteriora aceleradamente el entorno.

“Tampoco se me hace justo que se cobre predial, agua y demás impuestos locales y cuando uno va a la delegación a gestionar alguna poda de árbol u otros servicios que puede proporcionar la Delegación. Sólo se limitan a levantar el reporte de lo que se pide, dicen que pronto irán a resolver el problema y nunca más se vuelve a saber de ellos”, comenta.

La solución la ve en que se derogue la Ley Condominal que corresponde al nivel federal, para que así puedan entrar los servicios de limpia, policías, colocar alumbrado público, (el cual dice que apenas lo acaban de cambiar, después de mucho tiempo de no tener). En resumen los servicios que le dan a cualquier colonia de la ciudad.

Peo no se hace ilusiones: “Es difícil mover a quinientos zánganos que sólo buscan hacer  sus propios negocios”, en clara referencia a los diputados federales del país. Y en lo que concierne a la gente “la apatía es tan grande que tampoco ve solución ahí”.

Mientras platica no deja de ver de reojo a su niña que juega con dos muñecos de peluche.

En relación al problemas de las adicciones que hay cuenta que ha contado nueve espacios en donde se consumen sustancias nocivas, y son cuatro de ellos de manera permanente  y cinco solamente de fines de semana.

A contracorriente  de lo que piensan sus vecinos, los cuales buscan que se hagan operativos para que se lleven a los adictos, ella ve que la solución debe ser atendida como una enfermedad que se tiene que combatir de manera integral y así evitar la criminalización de dichas personas, lo cual también lo ve difícil porque “la consigna gubernamental es criminalizar la adicción”.

La niña pide que le haga caso su mamá. Finaliza la charla diciendo que todo este “coctel” de problemáticas hace que se genere un malestar social permanente entre todos los vecinos y la convivencia sea complicada.

Son las 18:30 horas y el sol se empieza a ocultar. En alguno de los puntos de “convivencia” relatados, empieza a llegar gente a píe y en bicis. Compran alguna sustancia y se van. El olor a marihuana y activo se impregna en el ambiente. Es hora de marcharse.

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