Foto: Eréndira Negrete
Arnoldo Yuste dejó de gesticular desde hace ya un tiempo. Nadie recuerda la última vez que se le vio sonreír o fruncir el ceño. El sedentarismo es una manera anárquica de manifestar su abandono, su olvido. Cada día pesa más mantenerse con vida. No quiere salvarse. Don Arnoldo ya no.
Detrás de las enormes gafas con graduación infinita esconde una mirada sin brillo. Se limita a vegetar en una condición prehumana. Habla para lo necesario. Es testigo de su derrumbe planeado, de un ocaso que trazó alguna vez en una hoja de papel –cual estratega militar—para delimitar los días que quedan, las horas que restan para claudicar en la batalla.
“La Maye”, “El Jorobas” y “Chava” –los compañeros de esquina que llaman con respeto a Don Arnoldo como “El Abuelo”—dicen que, de las pocas veces que habla, lo han oído comentar que para enero tiene programado “su propio entierro”.
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No come desde hace cinco semanas. Por ahí de vez en cuando sopas instantáneas, aceitunas o frituras con chile. Nada más. Luego duerme profundo a la sombra del árbol que se encuentra en la jardinera que está en la esquina de Córdoba y Antonio M. Anza, en la Colonia Roma.
Luego se despierta con terroríficos ruidos guturales de animal enfermo. Luego inicia una serie de pequeñas convulsiones. Luego se arquea. Luego vomita una especie de bilis verduzca. Luego busca con desesperación el bote de cerveza caliente o el frasco de mezcal barato.
Es entre cuarenta y cuarentaicinco años mayor que todos ellos. Siempre los observa. Los analiza. Paga lo que se toman. Porque de esa forma, la raquítica pensión que recibe se convierte en un placebo para aliviar el abandono. Ellos lo procuran.
Le acercan frazadas para el frío. Le arreglan los mechones canos de brizna quemada. Lo consienten con café soluble y azúcar cuando el alimento es nulo. Cuando Don Arnoldo Yuste parece ceder ante el flagelo de lumbre clavado en la entraña.
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Es de un color duro, como marrón gitano. Huele a tronco húmedo y orín fresco. Habitualmente entrona los párpados, debajo de sus gigantescas lupas focales, para que nadie pueda descifrar nada de su expresión. Cuando se lleva a la boca el trago se perciben unos dientes rotos y malolientes.
Don Arnoldo es un eco de sí mismo. Una voz lejana que pidió ayuda tras la muerte de Viviana Ledesma, su esposa, hace ya cuatro años.
Por eso las esporádicas y repentinas caminatas a la vecindad que está a media calle. Al cuarto humedecido de aporías líquidas en fotografías salitrosas y herrumbre añejo. Por eso el calvario de morir lento, dando seguimiento a una cartografía trazada a lápiz. Un mapa exacto de las secuelas del ocaso y de su desenlace.
Hace un año buscó modificar la ruta de ese plano. No pudo. Los amores con “La Chaparra” no fraguaron. Ni siquiera zarparon. La conoció ese día de abril y quedó hipnotizado por los hoyuelos grises en las mejillas de la muchachita lapidada en PVC. La llevó a dormir al cuarto de humedades tóxicos. A la mañana siguiente no estaba. Nunca estuvo. Nunca se supo más de ella.
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Las cucarachas se roen y se matan en la hirviente jardinera donde Don Arnoldo observa enmudecido el paso del tiempo, la recta final de la cartografía fulgurante. No queda más tiempo. A corta distancia se oyen los grillos mojados, en medio del caos de basura eterna que a veces sirve de almohada. Entonces hay días en donde todavía no sabe si irse o modificar el mapa.
El eco de un relincho lo despierta. Todo es difuso en las últimas semanas del anciano de botas maceradas de aceite y barro. Levita en tenues espasmos. “La Maye”, “El Jorobas” y “Chava” lo saben más trémulo, más dubitativo, más errante.
“Al paso que va, sí se nos va en enero. Eso quiere”, dicen sus amigos entre pestilencias etílicas.
Don Arnulfo es atonal. Lo suyo es irreversible. Ahora sólo espera en silencio la profecía que él mismo delineó en esa cartografía sepia.