Foto: Eréndira Negrete
Juan no saldrá hoy a tomar el sol en la banqueta. Eso es ya casi seguro. Ya son las siete y media de la tarde y no se le ha visto por aquí. Ha de haber regresado la migraña que lo azota desde que tenía cuatro años. Ha de haber regresado la fiebre y las convulsiones. Ha de haber regresado la angustia. El miedo. La depresión. Las ganas de morir.
Apenas ayer (martes 3 de septiembre), los quince años de existencia de Juan se cimbraron. Toda la discriminación, todo el odio, toda la saña de la ignorancia racista se volcó contra el muchacho de diáfana sonrisa.
Pedía “monedas”. Juan siempre pide “monedas” a los que pasan por esa vecindad de la Comunidad Otomí en la calle de Zacatecas, en la Colonia Roma. Como siempre, estaba sentado en su piedra lunar. Nunca se levanta por el problema de vértigo que padece.
Eso no le importó a un adulto envalentonado, prepotente, con una agresividad desbordada por el alcohol en las venas. Primero le propinó una patada en la pierna. Luego lanzó un escupitajo al rostro de Juan.
Eso fue lo de menos. Lo que vapuleó a Juan fue ese grotesco grito encolerizado:
¡Pinche indio retrasado mental! ¡Vete a morir de hambre a tu pueblo! ¡Huevón! ¡Ya estamos hasta la madre de sus pinches olores de mierda!”
***
El cobertizo de láminas oxidadas de zinc blancuzco y cartón reblandecido por diluvios remotos se extiende, apachurrado, diminuto, en una zona de caretas sociales, de hipocresía de clase, de discriminación variopinta, despiadada.
Son veintidós casuchas que inexplicablemente se sostienen de algo. Puede que sea de la saturación de imágenes de la guadalupana. Una en cada puerta. En cada tinaco. En cada lámina. En cada veladora.
O tal vez penden de rezos, de súplicas, de murmullos ciegos.
Son nuestros propios guetos. De los que se niega su existencia. Son confinamientos “modernistas” de “lo que se ve mal”, de lo que “apesta”, de lo que “estorba”, de lo que “es mejor aguantar la respiración y cubrirse la boca; ver a otro lado”.
Son los pequeños territorios que se pintan de agua y espuma en los lavaderos de piedra. Los que permutan la resistencia en silencio. Los que emanan trinos parecidos a los del cenzontle. Los de las risitas risueñas y los tufos de leña chamuscada.
Los de los pasillos tapizados de prendas coloridas. Allá una falda azul. Una playera del Barcelona FC. Un huipil morado. Por acá un pantalón de mezclilla. Una camisola amarilla de los Steelers. Una prenda de las Chivas. Unos calzones verdes. Un par de calcetines anaranjados.
Juan no saldrá hoy a tomar el sol hoy en la banqueta. Ya comenzó a oscurecer. Tal vez estaba muy cansado y decidió dormir todo el día en el diminuto rincón que le corresponde. Tal vez regresó la migraña, la fiebre y las convulsiones.
***
Juan clava la mirada al frente, hacia un horizonte desconocido, hacia el todo y la nada. Desde esos ojos desorbitados teje hilos invisibles hacia otros mundos, hacia dimensiones abstractas y luminosas. Nunca borra la sonrisa acuosa, el gesto inquieto, la mueca transparente.
El muchachito otomí ocupa la piedra porosa de siempre. Es el vigía permanente del campamento. Pocas veces sale de su trance y sólo camina unos pasos hasta el filo de la banqueta. Nunca va más allá.
Regresa a la roca lunar y le da un sorbo al líquido que quita el hambre, que funge como placebo para aliviar las dolencias perpetuas, las que están en la carne, en los huesos y en eso que llaman espíritu.
Juan entra de nuevo en un trance profundo. Los hilachos de baba incandescente no dejan de escurrir de su boca, permanentemente abierta; de sus gruesos labios de obsidiana; de sus dientes desordenados.
Los columpios de saliva escurren hasta unos tobillos desnudos de anciano, triturados por picaduras de insectos, por grietecillas blanquecinas, por costras negruzcas, por sales de un mar imaginario.
***
Emanan vapores taciturnos del cobertizo de casuchas hacinadas. Vahos de guisos neonatos. Tufos de aceites vueltos y vueltos y vueltos y vueltos a hervir. Exhalaciones de nicotina pegajosa e insecticida letal.
Juan de plano hoy ya no sale ni a tomar el sereno. No sale ni siquiera a balancear su sonrisa en los cables del alumbrado público, en las telarañas del portón, en la cuadrícula de las ramas secas.
Juan no saldrá hoy a pedir “unas monedas”, a enchufarse en su trance, a responder con una electrizante alegría que se llama “Juan” cuando le preguntan su nombre.
Juan evitó hoy las sombras de su peor pesadilla. Le sacó la vuelta a la saña del ignorante racista.
Juan prefirió la fiebre, la convulsión, la migraña, a ser insultado, humillado y vejado por su condición de menor de edad, por ser pobre, por ser indígena, por ser desplazado, por ser migrante interno, por tener por problemas de salud mental, por su enfermedad de adicción al alcohol y a las drogas, por tener como lengua materna elhñähñú…
Tal vez eso lo olvide Juan para mañana. Tal vez se anime de nuevo y salga a tomar el sol.