Joel Ibarra, el guerrillero de la 23 de Septiembre olvidado en Puente Grande, y de cuando quiso secuestrar a la hermana del presidente López Portillo

Por J. Jesús Lemus/Zenzontle400

Ahora que está de moda el movimiento guerrillero de la Liga Comunista 23 de Septiembre, déjenme les cuento de Joel Ibarra, un preso que conocí en los días negros de la prisión federal de Puente Grande, con el que me tocó en suerte compartir celda en el área de sentenciados. Él participó en la planeación de los secuestros del empresario Eugenio Garza Sada y de Margarita López Portillo, hermana del presidente José López Portillo, y siempre estuvo convencido de que sus actos fueron “heroicos y nacionalistas”.

A él lo conocí apenas pisé el área de sentenciados, a donde fui trasladado tras mi sentencia de 20 años que me fue dictada en primera instancia. Apenas pisé aquel modulo, ante la mirada morbosa de los presos que intentaban conocer al nuevo compañero con el que debían convivir los días que les restaban, fui ingresado al pasillo 1-B, celda 816. Allí me recibió el capitán Ibarra, que para entonces estaba sentenciado a 50 años de prisión.

Aún no acababa de entrar a la celda cuando alguien desde el fondo de aquel pasillo dijo mi apodo de la cárcel:

—Hey, Repor, ¿cuántas balas le dieron?

—Traigo 20 —le contesté con el dolor de acordarme de la sentencia.

—Eso no es nada —siguió hablando aquella voz que parecía sepultada en una catacumba—. Ni se agüite, mi compa, aquí hay compañeros que tienen 360 años para pasarlos en reflexión. Usted en un rato más se va. Como quien dice, sólo vino a bañarse y se va.

Ante mi silencio, siguió hablando:

—Bienvenido al último infierno. Esto es lo último que va a sufrir; de aquí a la muerte o a la vida, porque después de esto ya no hay sufrimiento.

El que me dio la bienvenida al sector de los presos sentenciados era José Humberto Rodríguez Bañuelos, la Rana, acusado de asesinar a cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo. Era de los reos más viejos en aquel sector de la prisión y, en consecuencia, uno de los que tenían mayor autoridad entre los internos. Era el único facultado para dar “bienvenidas”. El que intentaba robarle ese privilegio se enfrentaba a su ira porque lo consideraba una declaración de guerra.

El capitán Joel Ibarra estaba de pie al fondo de la celda. Me miraba con sus minúsculos ojos como intentando descifrarme de arriba abajo. Era uno de los presos más amargados de toda la prisión. No hablaba mucho. Después supe que parte de esa amargura se había fermentado tras décadas de ser objeto de burlas de los otros presos; el Capital Ibarra era el principal blanco de las bromas de Orlando Magaña, el Asesino de Tlalpan.

El carácter agrio del ex integrante de la Liga Comunista 23 de Septiembre era un imán para las ocurrencias del asesino de Tlalpan, al que siempre rechazaba o ignoraba, y siempre terminaba rumiando en su celda restos de su pasado, donde seguía frustrándolo el fallido secuestro de la hermana del presidente José López Portillo.

“Capitancito”, era la forma amable y despectiva con que se dirigía a él Magaña Dorantes, pero ni eso valía para romper aquel muro de hielo que tendía a su alrededor ese hombre que medía poco menos de un metro con 55 centímetros. En algunas ocasiones estuvieron a punto de terminar a golpes. Las manos de niño del capitán se alzaban buscando el cuello de Orlando cada vez que éste lo asediaba con sus ocurrencias.

En no menos de tres veces por semana, Ibarra corría por el patio tras la figura risueña y flotante de su inalcanzable acosador. Después venían las bromas de Magaña Dorantes, que desde lejos seguía con sus ocurrencias y deleitaba así a los somnolientos presos aletargados al sol. La broma con la que solía molestar a Ibarra era decirle que pronto tendría trabajo en la prisión, ya que –decía en su imaginario- instalarían un cajero automático donde el capitán, metido en el aparato, podría entregar el dinero.

Las risas de los otros presos hacían que el ex guerrillero se prendiera de ira y amenazara a Magaña con asesinarlo. En el silencio de las celdas, casi siempre después de recibir las buenas noches en forma de un chiste personalizado, el capitán Ibarra mascaba entre dientes todo su coraje contra Magaña. Se iba quedando poco a poco dormido, cobijado de pies a cabeza, sobre aquella cama de piedra que le sacaba casi un metro más allá de los pies.

En ocasiones era tanto su coraje que terminaba por aventar la cobija y de un salto se ponía de pie frente a la reja para recordarle a su enemigo la forma en que lo iba a matar: lentamente y con sus propias manos. Su furia ardía aún más cuando, desde su celda, Magaña se despedía y aprovechaba su atención para soltarle otro chascarrillo, que invariablemente terminaba con un “buenas noches, enano”. El capitán Ibarra terminaba por tragarse su coraje. La única forma en que daba salida a su enojo era con un monólogo que ya nos sabíamos de memoria sus compañeros de celda.

Contaba la importancia de su labor en la Liga Comunista 23 de Septiembre. Hablaba de la necesidad de transformar al país mediante actos de rebeldía social. Se recriminaba por no estar en la calle para cambiar la historia del país. Hablaba de sus inicios en la organización y su sueño de establecer en México una república socialista.

El capitán Joel Ibarra Cansino, aun antes de ser militar, se formó en las armas dentro del movimiento de insurgencia que se gestó en el norte del país hacia la segunda mitad de la década de los sesenta. Siendo aún estudiante de preparatoria fue reclutado por Óscar González Eguiarte, quien después, al lado de Salvador Gaytán, gestionó ante la embajada de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) el financiamiento para realizar una revolución.

En aquellas noches de ira por aplacar, Ibarra contaba al aire que apenas fue contactado por los iniciadores del movimiento, lo enviaron a Cuba para que lo capacitaran. Allá permaneció seis meses, en un campo de adiestramiento establecido en la ciudad de Camagüey, donde soldados soviéticos le enseñaron el manejo de las armas y las tácticas de la guerrilla urbana.

Decía que a su regreso de Cuba era tanto su gusto por las armas que decidió enrolarse en el ejército con plena autorización de sus mandos de la Liga Comunista. A los 18 años González Eguiarte le encomendó su primera tarea: fue el chofer del vehículo en el que huyeron los asaltantes de una sucursal Banamex en pleno centro de la Ciudad de México.

Su labor fue tan destacada, que casi de inmediato lo asignaron como apoyo a las acciones de agitación que estaba organizando el Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR) liderado por Fabricio Gómez Souza. Su función principal dentro del MAR era asaltar bancos. Aseguraba que en poco menos de un año asestó 18 golpes “al sistema capitalista”.

Algunos de esos fondos fueron destinados a la organización del movimiento estudiantil posterior a la matanza de Tlatelolco, por eso se consideraba el padre de ese movimiento. Posteriormente fue chofer y encargado de la seguridad del líder de la Liga Comunista 23 de Septiembre.

Tras la persecución que el gobierno federal hizo de algunos líderes del movimiento de 1968, Ibarra fue a ocultarse al norte de Chihuahua. Su nombre se encontraba entre la lista de los buscados por el gobierno. Una organización aliada del movimiento de izquierda le dio cobijo. Ahí se sumó al grupo de “Los Procesos”, que debía su nombre a que albergaba a jóvenes que tenían procesos penales pendientes.

Como parte de ese grupo, Ibarra, que para entonces ya era sargento, fue encarcelado y enjuiciado. Se le dictó una sentencia de 20 años de cárcel, pero escapó de la prisión de Casas Grandes. Como prófugo de la justicia usurpó el rango militar de capitán. Se disfrazaba de oficial y hacía pasar a un grupo de jóvenes del movimiento de izquierda como su partida.

Comenzó a suministrar armas y a trasladar los recursos económicos con los que se sostenía la alianza del MAR y la ya bien definida Liga Comunista 23 de Septiembre, que contaba con el respaldo de las juventudes del Partido Comunista Mexicano (PCM) encabezado por Raúl Ramos Zavala, un joven profesor de la Escuela Nacional de Economía de la UNAM.

Con el financiamiento del movimiento de izquierda, Ibarra y otros 170 jóvenes fueron enviados a proseguir su capacitación en las armas. Se le envió a Chile, China, Corea del Norte y Cuba para afinar su adiestramiento en la táctica de guerrillas. Su condición de líder le dio la oportunidad de estar cerca de las negociaciones que unificaron a diversos grupos pro soviéticos en la Liga Comunista 23 de Septiembre, donde participaron José García Wenceslao, Manuel Gámez Rascón e Ignacio Salas Obregón.

Entre los grupos que se fusionaron en la Liga 23 de Septiembre estaban el Frente Estudiantil Revolucionario de Guadalajara, el Comando Lacandones, los Enfermos de Sinaloa, el Movimiento Estudiantil Profesional, y los grupos estudiantiles oaxaqueños los Guajiros y los Macías. Joel Ibarra siempre se dijo socialista. Sostenía que su pensamiento estaba por encima de las banalidades de la prisión.

Por eso parecía que Magaña le causaba la muerte cada vez que le hacía bromas. “Es un pensamiento inferior”, terminaba por decirse a sí mismo, como animándose a no ceder a la provocación de la risa o para blindarse de las burlas de unos pocos reos, pues la mayoría lo respetaba. Pocos conocían su historia.

Era tan discreto que pasaba como un reo que masticaba una sentencia de 50 años de prisión por cualquier delito, menos por terrorismo y por ser el autor intelectual del intento de secuestro de Margarita López Portillo.

Alguna de las noches en que, malhumorado y cobijado de pies a cabeza, intentaba escaparse de las burlas de Orlando Magaña, Ibarra contó que el objetivo del plagio era negociar con el nuevo presidente la liberación de 16 presos de la Liga Comunista que habían sido capturados por la policía secreta: la Dirección Federal de Seguridad (DFS). Todos los detenidos eran estudiantes de la UNAM, a los que persiguió hasta el cansancio el antecesor de José López Portillo en la presidencia, Luis Echeverría Álvarez.

A principios de 1976, en su calidad de candidato oficial para ocupar la residencia de Los Pinos, López Portillo fincó su discurso político en la necesidad de pacificar el país, que desde su punto de vista estaba convulsionado por los movimientos estudiantiles y la guerrilla urbana, ambos atribuidos en gran medida a la acción de la Liga Comunista 23 de Septiembre.

Por eso la propuesta de secuestrar a la hermana del inminente mandatario fue escuchada por la dirigencia del movimiento. El propio Ibarra ofreció un plan de acción, con el que esperaba obligar a negociar al que en unos meses sería el hombre más poderoso de México. Al frente de la célula que llevaría a cabo la tarea fue designado David Jiménez Sarmiento, un importante dirigente de la organización, quien se ofreció para ello como parte de su venganza, pues hacía apenas dos meses su esposa había muerto a manos de la policía durante un intento de asalto a un banco en la Ciudad de México.

El capitán Ibarra fue incluido entre los seis militantes que darían el golpe la mañana del 10 de agosto de 1976. Estudiaron los pasos de Margarita López Portillo durante un mes. No había posibilidades de fracaso, dados los rutinarios movimientos de la entonces funcionaria de la Comisión Federal de Electricidad y que posteriormente sería directora de Radio, Televisión y Cinematografía de la Secretaría de Gobernación.

A bordo de dos autos Ford, los cinco hombres y una mujer de la Liga 23 de Septiembre se apostaron a la espera de que pasara la hermana del político. Ese día la suerte no estaba del lado de los guerrilleros. Contra lo que esperaban, el auto de la señora iba escoltado por otros dos vehículos con cinco guardaespaldas.

Se inició una balacera. Tras los primeros disparos, el chofer de la hermana del presidente electo intentó esquivar el auto que se interponía en el camino y ella se agazapó bajo el asiento. La refriega duró poco más de 10 minutos. En ese lugar murió el jefe de la célula, David Jiménez Sarmiento. Todos los agresores fueron heridos. La única detenida —y posteriormente desaparecida— fue Alicia de los Ríos Merino, conocida en la Liga Comunista como Susana.

Los cuatro hombres que pudieron escapar, heridos de bala, pudieron observar desde un departamento aledaño cuando el propio José López Portillo se apersonó para auxiliar a su hermana. El capitán Ibarra se perdía en esos recuerdos. Cada vez que contaba el episodio salían a relucir nuevos datos de la historia. Era como si narrara el pasaje desde diversos ángulos, por eso su relato, aunque lo repitiera, nunca dejaba deba de ser emocionante.

Un dejo de amor se asomaba en sus ojos apagados y grises cada vez que llegaba a la última vez que miró a Susana: tirada en la calle y en un charco de sangre. Nunca lo dijo, pero se notaba que fue su amor imposible. Por eso apretaba los puños de ira al saberla desaparecida. El capitán, que conocía las formas de desaparición que usaba en esos tiempos el gobierno federal, no dudaba que el destino de Susana hubiera sido un “vuelo de la muerte”.

Los detenidos –me contó- eran subidos a un helicóptero oficial que se dirigía mar adentro. Los presos, con los ojos vendados y atados de manos y pies, eran lanzados desde lo alto a la infinita boca del mar. Joel Ibarra se dolía no sólo por Susana, sino por él y todos quienes la quisieron, incluyendo su pareja Enrique Pérez Mora, de cuyo amor nació una hija.

“El amor es lo único de nos salva del olvido”, terminaba diciendo siempre el capitán Ibarra. Por eso aseguraba que Magaña Dorantes nunca tendría salvación en la oscuridad de los años. “Siempre va a ser un preso que se lo coma el olvido, nadie se va a acordar de él”, decía como venganza contra la retahíla de burlas de que era objeto.

Después pasaba sus manos sobre la cabeza, como intentando sacudirse algo. Hacía el ademán de lanzarlo lejos y continuaba su vida con resignación. No había día que, después de su arranque de cólera, Ibarra no tomara su libreta de apuntes y comenzara a trazar líneas sobre un dibujo interminable: una flor que se alzaba sobre un pantano, bajo un cielo nublado, donde llamaba la atención el vuelo de una abeja.

Decía que los hombres eran como las abejas que buscaban la mejor flor, pero los hombres deberían buscar el amor como sustancia nutricia. Él podía encontrar el amor en las cosas más simples. No era raro verlo dentro de su celda besando los barrotes, sus zapatos, su raído uniforme. A veces se tiraba de panza al suelo y comenzaba a dibujar círculos de distintos tamaños que rellenaba de colores.

Siempre el círculo más grande, que pintaba al final, era rojo. Decía que era una luna y le cantaba como al oído. Le hablaba quedito. Se olvidaba del mundo. Se reía, rodaba de un lado a otro en la reducida celda, atacado de algún sentimiento que bullía en su interior y que en no pocas veces –por sus lágrimas- nos llegaron a doler a todos.

Decía que la luna era el único amor que tenía y a ella se entregaba todas las noches. Cuando desde la ventana de la celda se veía lucir en el cielo negro, el romance de los dos crecía. Le hablaba con mimos de hombre enamorado. Le hablaba quedito. Le reprochaba algo. Se quedaba quieto. Se dolía de un extraño amor que terminaba en delirio.

A veces, sólo a veces, el romance terminaba en pleito. Se reprochaban amores pasados. Decía que la luna no quería que se acordara de mujeres antiguas y él le escupía en la cara todos los bailes sin él. En una libreta iba día a día llevando las cuentas de cuando la miraba brillando. Era una bitácora de amor que cuidaba más que a su vida.

En más de una ocasión la libreta en que Ibarra llevaba sus apuntes fue objeto de disputas. Una vez Antonio Vera Palestina, el asesino confeso del periodista Héctor Félix Miranda, intentó quitársela en una bravuconada. El minúsculo capitán fue un león que de dos trompadas derribó al altanero asesino. Los puños de Ibarra siempre estaban listos para defender sus razones y sentimientos.

Los más fieros criminales besaron los puños de Ibarra, que al término de cada pelea bailaba como un boxeador en el ring, mientras parecía escuchar campanas de victoria y alzaba la mano izquierda mientras veía retorcerse en el suelo a sus oponentes. Quienes lo provocaban no esperaban tal respuesta del hombrecillo. Salían disparados como toreros que pierden el capote a mitad del redondel.

Orlando Magaña siempre escapaba de manera graciosa, dando zancadas lentas de casi dos metros, que frente a la furia del capitán parecían grabadas en cámara lenta y hacían estallar la risa de los espectadores. Hasta los mismos oficiales, obligados a detener cualquier agresión entre presos, se regocijaban con las escenas cada vez más cotidianas y toleradas en esa parte del penal.

Sólo intervenían cuando el capitán, ciego de furia, seguía golpeando a sus oponentes en el suelo. Una pelea en Puente Grande se castigaba con “apando”. El reo agresor era limitado en sus actividades diarias y sólo se le permitía deambular en su celda. Ni siquiera se le permitía salir a comer.

Al capitán Ibarra lo vi castigado en poco más de 10 ocasiones. Los castigos por riña eran sancionados con un “apando” que iba de 15 a 90 días. En ese lapso, según el humor del oficial de turno, el reo podía o no recibir las tres comidas del día. Había oficiales que les negaban la mitad de sus alimentos a los presos castigados, y aun la comida que les llevaban se reducía a la mitad.

El primer apando que vi en el área de sentenciados me llevó a recordar mis primeros días en Puente Grande, cuando fui enviado al COC para que sintiera el rigor de la prisión federal. En aquellos días, entre mayo y diciembre de 2008, conocí lo que era tener hambre a consecuencia de un castigo. Los ayunos a que éramos sometidos en el COC eran crueles y asesinos, pero nunca vi a Ibarra flaquear o quejarse de su encierro. Era un hombre valiente.

Recordé el sabor de la carne de gato cuando presencié, en no pocas ocasiones, el hambre con que siempre se quedaba el capitán Ibarra cuando estaba castigado a causa de sus riñas. La compasión me llevaba a arriesgarme igual que otros presos a un castigo si éramos sorprendidos escondiendo en la entrepierna dos o tres tortillas, para sacarlas del comedor y entregárselas al capitán.

Acostumbrado a la solidaridad de algunos de sus compañeros, Ibarra había perdido el pudor. Comía todo lo que se le diera para aplacar el enorme apetito inexplicable en aquel minúsculo cuerpo. Uno de los reos más solidarios con el capitán Ibarra era Humberto Rodríguez Bañuelos, el asesino de Posadas Ocampo. También él sabía lo que era tener hambre. El balón gástrico que se implantó en su juventud lo mantenía en un estado de permanente insatisfacción alimenticia. Comía poco y eso lo obligaba a necesitar alimentos a las dos o tres horas. Por eso se compadecía de los encierros y ayunos a los que era sometido el ex guerrillero.

El capitán Ibarra se sucedió una noche de abril del 2011 justo cuando la luna brillaba en su esplendor. Se colgó de la reja con su pantalón atado al cuello. No pudo soportar el recuerdo de cómo Oliverio Chávez Araujo, “El Zar de la Cocaína”, asesinó y destazó a uno de sus hijos en Jojutla, Morelos, según nos contó en una carta póstuma que nos dispensó a todos los presos de aquel sector de sentenciados.

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