Por Miriam Mabel Martínez
La gula de Diego Armando Maradona siempre me impacto… Me sigue impactando. Crecí escuchando su nombre, sus hazañas que iban desde su destreza en la cancha hasta su inteligencia para aprovechar sus habilidades para sobresalir, para ser protagonista de una historia de éxito. Parecía ser ese hombre que se construye con el mérito, que aprovecha su talento innato para “salir” desde abajo e irrumpir en el paraíso exclusivo y privilegiado del cual la mayoría estamos excluidos. Instintivamente entendía que su atrevimiento, su logro era también el mío aunque no lo comprendiera, no fuera una fanática, aunque como la mayoría de las niñas de mi época no jugara ni viera fútbol más que como acompañante. Me atraía ese “forastero” que se colaba a la fiesta y de cuya aventura nos apropiamos en colectivo.
No soy futbolera y lo soy. Me seduce más que el juego, los gestos sociales que genera en los espectadores, así como los actos y decisiones que se toman afuera de la cancha y que se resumen en un partido donde se viven –más que las alegrías y las coincidencias de un presente– las grietas, los hoyos, los cismas de un hoy que arrastra el pasado y delinea rutas invisibles hacia la incertidumbre (¿qué no es eso el futuro?). El tiempo condensado en 90 minutos, el azar, la valentía, la mala suerte, los defectos, la competencia, las trampas, el juego limpio, las estrategias, los insultos, la generosidad, la eficacia, la flojera, las cualidades, el arrobo, los seres comunes transformados en héroes. La posibilidad del éxito, el triunfo de uno sobre el otro, la esperanza de que todo puede ser mejor. La certeza de que la felicidad es efímera.
Sentir el triunfo, vencer, sentir la adrenalina de la victoria para al segundo siguiente relajarse, bajar la guardia y al instante próximo regresar a la vida, al día a día donde se debe de estar alerta, donde hay que sobrevivir y aprovechar la ventaja. Sentir la gravedad de la vida. Comprender que vivir es estar en el límite de la muerte, no porque se le rete, sino porque puede acabarse en cualquier momento. Para unos vivir al límite implica estar alerta para escapar de la muerte, aprender a detectar al depredador, esquivar el peligro, asegurar la vida; para otros es buscar ese peligro, cruzar el límite con –o sin– la conciencia de que se puede perder, otros olvidando su humanidad, el azar, el accidente… asumiéndose vencedores, aspirando a ser invencibles.
A finales de la década de los años ochenta, Diego era un vencedor en camino a la invencibilidad. Un punk que retaba la autoridad, que le restregaba a la sociedad que rompiendo figuraba. Era un crack que se movía en la cancha dribleando, tal como el resto le copiamos para sortear las miserias de la vida. Su triunfo era el de todos. Uno, dos, tres por todos mis compañeros. Verlo jugar –aún para alguien como yo, ignorante de los términos y reglas del juego– era irreal, intenso, casi una ficción. Ahora sé que era ya una ficción. Una narrativa tan poderosa como peligrosa, porque en su autenticidad estaba la clave del espectáculo. La historia del éxito que cumplía el abecé del manual del capitalismo, ése que determina que el exceso, la sobreabundancia es la clave y –por ende– la felicidad prestada, invadida que humilla a los poderosos y se extienden en una efímera victoria de los demás. Verlo jugar sonaba a Led Zeppellin con su avión privado, gruppies, vikingos, la batería de John Bonham, la voz de Robert Plant, el bajo y teclados de John Paul Jones y la guitarra de Jimmy Page… Su juego eran nuestras escaleras al cielo.

¡Cómo no empacharse!
Por muchos motivos recuerdo, el Mundial México ‘86. El festejo de mi cumpleaños número 15 estuvo aderezado con la tensión, la emoción y las esperanzas de mis invitados en el quinto partido de la selección mexicana frente a Alemania. La euforia no era por mí, sino por el gol de Manuel Negrete; de cualquier manera, esa alegría me vistió de quinceañera y me hizo olvidar las imágenes sonoras de edificios derrumbándose que, desde el 19 de septiembre de 1985, irrumpían mis días con sus noches. No más polvo sobre el cuerpo, no más angustia por saber que la tierra sí se abre y se cierra. Un remanso. Mi corazón palpitaba y no sabía por qué, lo que sí sabía era que ese grito unísono de ¡gooool!, esos abrazos de felicidad me incluían. Sin duda, uno de mis festejos más memorables, tanto como mi cumpleaños 27 en una cantina atiborrada por gente deseosa no de verme sino de atender el partido entre México y Bélgica en el Mundial Francia ‘98. Entre el Himno Nacional y el “tú y yo, alé alé alé” de Ricky Martin logró colarse el Rey David para cantarme Las mañanitas, claro, una vez que el marcador aseguró el empate y la esperanza de superar la fase de grupos nos hizo experimentar esa vida loca de la que ya hablaba Frederick Jamenson en su Teoría de la Posmodernidad, la misma que mi coetáneo Ricky gentrificaría y romantizaría para su consumo global un año más tarde… “Yo no podré salvarme / ¿podrás salvarte tú”. Es difícil renunciar al sueño de vivir la vida sin consecuencias. Vivir la euforia sin etiquetas, sin destinatarios ni remitentes, sin límites…
Sin entender mucho, seguí el cronograma de aquel México ‘86, a pesar de que no logré ver un partido completo, sí me atraparon las cosas sucedían alrededor: la ola mexicana en los estadios; la astucia coqueta de una chica llamada Mar Castro que pasó de ser protagonista de un comercial de Carta Blanca a reina de la porra nacional. “Chiquitibum a la bimbomba”, y con el avio a la vao, me embelesó la belleza de los promocionales de Televisa. En ese entonces ignoraba quién era Annie Leibovitz, la fotógrafa del cartel, lo que no me impidió gozar de su talento que exaltaba mi nacionalismo , era casi como atravesar el patio del Museo Nacional de Antropología rumbo a la sala Mexica. Guauuuu… Y luego las banderas, los himnos, las historias, las guerras, como si el destino ofreciera la posibilidad de la revancha. Como si la única finalidad fuera precisamente la oportunidad de tener un final distinto, un final feliz. Un placebo o un paliativo. Al menos eso fue para mí, viví un cumpleaños y un verano sin pesadillas, sin añorar el paso a desnivel de los multifamiliares Juárez, sin recordar las telas ondulantes pidiendo auxilio que lastimaban Calzada de Tlalpan.
Cada quien olvidó lo que necesitaba olvidar. Una pausa o una revancha como la que comandó Diego Armando Maradona; un hombre que –decían– lo tenía todo a sus 26 años. Todo lo que un hombre debe tener: testosterona, talento, fama, dinero, mujeres. Todo. Un campeón con copa y con agallas, auténtico e insaciable. Una insaciabilidad necesaria para ser alguien. Ambición, que le dicen.
Ambicionar a tener eso que está destinado a unos cuantos. Ser el mejor, el que tiene más. Ser el que rompe las expectativas y llega a ese lugar al que no se está destinado, porque así lo determinan quienes ocupan esos sitios escasos. Anotar goles como visitante vale doble. Eso era el Pelusa: el visitante goleador que tenía fama hasta para despilfarrarla sino para qué es la abundancia, como lo corroboró su boda celebrada dos días antes de la caída del muro. El 7 de noviembre de 1989 le prometió amor eterno a Claudia Villafañe, la hasta entonces novia de toda su vida y madre de sus dos hijas en una celebración extravagante tan esperada como el casamiento del príncipe Charles y Lady Di. Un triunfo más del goleador del Napoli. En mi memoria se revuelven las fotos en el periódico de las manifestaciones en la Europa del Este con los mil doscientos invitados a la fiesta en el estadio cubierto Luna Park en Buenos Aires, donde la noche anterior se habían presentado los Globetrotters, a quienes yo sólo conocía en caricatura.
No sé qué me impactó más, si el pago de medio millón de dólares por el avión privado que trasladó a 250 personas de Italia sin escalas a la fiesta, o que entre los invitados estuviera, además de la Società Sportiva Calcio Napoli completita (incluido su presidente y el de la Federación Italiana de Fútbol), Fidel Castro. Un reventón de esos en los que se reza ser invitado –como Raúl Alfonsín, quien dejó la presidencia de Argentina apenas unos meses y se quedó esperando la invitación– y asegura la pertenencia a la cofradía. Nombres que resplandecen y exaltan la numeralia, una exótica y sin sentido que incluyó 4200 plantas y su desperdicio posterior.
I can’t get no satisfaction como mantra del consumo perpetuo, como el rezo para atraer la sobreabundancia. Exceso, atragantarse, devorar la vida. Empezaban los años noventa y el neoliberalismo ya era parte de las aspiraciones obligadas para el tercer mundo. El futuro exigía guerreros que demostraran su valía. Ganadores como Maradona, productores de una insaciabilidad tan voraz como nuestro morbo. Diego era un “hombre de verdad”, como esos que llenan los anuncios y los ideales del amor romántico promovido por el capital. Un hombre de verdad exitoso, excesivo, extravagante, autónomo, libre, loco. Un triunfador que exhibe el amor, su valía y calidad como proveedor al darle a su mujer una boda inolvidable, de ésas que nos condicionan a envidiar.
Estar en la cima. Tener 29 años y ser considerado no uno, sino el mejor jugador de la historia del país natal y del orbe, conmocionar al mundo también por el desenfreno. Tenerlo todo: la liga italiana, campeonatos europeos, nacionales, mundiales, dinero, joyas, fiestas, hijas, esposa, amantes, seguidores, portadas, artículos, canciones, casas, autos, ropa, atención, admiración. Estar ahí teniendo todo y deseando tener más, porque se tiene la edad, la energía, la codicia y la inocencia para ser también un rebelde por derecho y por deseo. Porque el coraje y el mérito lo avalan y hay que restregárselo a todos, que el mundo entero no sólo “sepa que hay poetas que cantan”, sino también forasteros que se atreven a conquistar esos territorios custodiados avaramente por “monarcas” empecinados en defender su linaje de cualquier intruso; los mismos que se repliegan ante el nuevo rey y le ofrendan todo su amor y su desprecio. Porque God save the King.

Tener 29 años y demostrar que se tiene tanto que es posible no sólo compartirlo –como lo hizo el Pelusa– sino exhibirlo sin ton ni son y hasta escupirlo. Porque las reglas dicen que el éxito nunca debe ser moderado, eso es de temerosos de taimados, de cobardes. El exceso es de los chingones, así lo dictan las normas de ese conservadurismo que limita al exitoso a ser un miserable y rico proveedor. Tener 29 años ser el dios de la cancha, el trasgresor, el osado que sabe puede poner a temblar a la FIFA y al mismo tiempo también sabe que no podrá ser un tipo de hombre diferente, que no aspire a adorar a la princesa, que no quiera “darle” una boda de cuento de hadas, que se niegue a cumplirle todos sus caprichos, que no la infantilice, que no la controle, que no la cele, que no la engañe, que no la maltrate, que no le mienta y luego le pida perdón, le cante, le lleve flores, le ruegue para luego volver a empezar… Pero no sabías ser de otra forma, nadie te enseñó y el mundo te exigió cada vez más goles, más triunfos, más locura, más excesos, porque eras Maradona, el mensajero de Dios que venció a los ingleses en el mundial en México recordándoles que pueden poseer la Falklands pero no la Copa del Mundo, en un partido que te consolidó como héroe nacional. Mirarte jugar era casi como cantar el himno nacional argentino y ver perderte en tu vanidad, en tus excesos, se volvió parte de nuestra rebeldía. Engordar era como escupir eso que debías ser, una rebeldía inmadura que nos hace dañarnos para joder al otro. Porque tu gula fue tuya y la de todos. Creíste que así debía ser. Era tu responsabilidad ser un atascado porque eso se esperaba de ti.
Cargar las expectativas y el amor de todos mata. A ti te mató, pero también te llevó a hurgar no sólo por infiernos personales sino inventar los infiernos de los otros, causar turbulencias no sólo mediáticas sino más profundas. Porque tampoco te supiste cuidar, porque esa no era tu tarea, tu misión era excederte sin reflexionar que tu necesidad de exceso pudiera lastimar a alguien; porque tu cuerpo era tuyo y lo podías destruir como lo hiciste. Pero olvidaste que tus excesos agraviaban a otros, violentaban geografías, promovían la cosificación de los demás y la tuya propia. Creíste que eras diferente porque se te permitió todo. Eras un huracán en la cancha y afuera, confrontabas, no te conformabas, no cedías, porque a los vencedores nadie les dice no. Y lo querías todo aunque ese todo te hiriera.
Y en la ruta de desear todo, encontraste el infierno. Tu gula es la mía. Tu gula es mi debilidad, las fallas del sistema, las oscuridades de esta época. Tu gula eres tú y soy yo, es las grietas del capitalismo, del amor romántico, del libre mercado, de la globalización. Es todos los excesos de la globalización, el libre mercado y el barrio, el machismo y las minorías, la desigualdad social, económica, de género y el privilegio; el colonialismo y el discurso decolonial. Es el exceso y la escasez. La violencia y la convivencia. Tu gula, hoy sé, es nuestra contradicción y necesitamos alumbrar tus oscuridades, entreverlas para empezar a construir un mundo donde el éxito no mate, como te asesinó a ti.
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