Por Ingrid Gómez Lugos
En la tierra del humo, donde las montañas se besan con las nubes y las cascadas cristalinas humedecen el espacio.
Putla, Oaxaca. Testigo de la cocina tan espléndida e inigualable de doña Merced García Ávila, quien desde 1940 inundaba su rústico espacio con el apetitoso aroma del mole de “olores” (así nombrado en esos tiempos por los ingredientes que lo conformaban) listo para ser embarrado en la masa extendida sobre las hojas de plátano tiernas.
Era así como se creaban los deliciosos tamales putlecos-oaxaqueños más deliciosos que he probado.
Parecía maravilloso arribar a tan fantástico centro. Una sala sencilla, pero con un entorno acogedor y familiar. Una cocina típica, que permaneció en función hasta principios del presente siglo.
La escena pintaba la antigua cocina mexicana, compuesta por los jarrones y cazuelas enganchados a una enorme viga de madera que te hacían captar la atención al instante, gracias al ritmo que ocasionaban.
En la esquina estaba el metate, una herramienta pesadísima y grande, que con ayuda del metlapil, su hija, la piedra de forma rolliza capaz de moler todo el maíz que la cocinera dispusiera.
A su lado, el circular y voluptuoso comal de barro. Ahí también el molcajete, un utensilio fundamental para la molienda mucho antes de que la licuadora existiera, utilizado para preparar una rica salsa o el famoso “chirmole”, el cual asentaba perfecto en un taco de tortilla de mano con un pedazo de tasajo frito o asado. ¿Se pueden imaginar? ¡Qué delicia!
Bueno, tal vez no todo era perfecto, pero sí sensacional, como la vieja mesa de madera algo lastimada, en donde se hallaba una fila de platos y vasos. Algunos ya de antaño. Sobre de ésta un tenate con la despensa y el tecomate (recipiente elaborado con el epicarpio de algunos frutos, como calabazos, cocos y particularmente el que se obtiene del árbol llamado cuautecomate) o también llamado “olla dura” en donde jamás podían faltar las tortillas o los panes.
También se encontraba ahí mismo un jarrón muy grande de barro, al cual se le denominaba “purrón”. Curiosamente ahí era el recipiente en donde se guardaba el agua para beber, y ésta adquiría un sabor diferente pero agradable.
Del lado de esta estructura se veía otra viga más pequeña. Ahí se encontraban cuidadosamente colocados frasquitos como de mayonesa, reutilizados. Esos eran para las especias y algunas hierbas indispensables.
Cada día era una experiencia diferente en el paladar. Doña Meche podía sorprender a cualquiera que llegara. En el desayuno, que era muy temprano, segurito había café de la olla con panela y pan de azúcar del pueblo. Tortillas recién hechecitas con algo de salsa y frijoles exquisitos.
Para la comida podía enamorar a quien fuese con su sabroso chileajo de puerco. Mismo que preparaba con el famoso chile costeño de la región, algo de epazote y jitomate.
Hacía “molitos” muy ricos y naturales. La salsa de chicatana también su delirio. No era mucho de postres, pero de vez en cuando se daba el gusto preparando un sabroso arroz con leche, con éste nutriente que sus hijos le traían recién ordeñada de las vacas de familia.
A doña Meche, quien fue mi bisabuelita, nunca le gustó la idea de que nosotras (sus bisnietas) nos metiéramos a ayudarle en la cocina cuando éramos unas niñas. De hecho se enojaba si intentábamos jugar con la masa, hacer lulitos de sal o una tortillita. Pienso que más bien era desconfianza o inseguridad.
La señora siempre fue trabajadora a morir, literalmente hasta el último de su vida. A sus 94 años dejó en esta cocina, en este lugar mágico del que tanto hablo, sus inmensas ganas de seguir preparando los tamales para los difuntos el dos de noviembre, su fecha favorita del año, curiosamente misma en la que partió de este mundo.
Nos dejó su legado con el gran sabor y olor de la cocina tradicional. Es él, un recuerdo perfecto que nos alimenta día con día y sabe mucho mejor que el mole de “olores” y el inigualable chileajo, que seguramente nunca volveré a probar tal cual así de delicioso.
Mi amor, que bonita nota. <3