El hombre grisáceo que no habla, que tiene miedo, que huye de todo

Por Rivelino Rueda

Fotos: Camila Rueda Loya

Hay dos cosas que al “Señor Gris” parecen aliviarlo de su lacerante olvido, de su perpetua noche de pesadillas. Una es buscar el calor de los primeros rayos del sol, el primer tufillo de luz anaranjada. La otra es empinarse las botellas de plástico con agua, esas que estratégicamente colocan los vecinos alrededor de los árboles para que los perros no se orinen ni caguen en ese perímetro.

Es tanta la sed, es tanto el abandono, es tanta la angustia en el rostro, que los ojos desorbitados del hombre de arena buscan huir de la órbita que lo apabulla, de esconderse de algo, de alguien, de todos.

No habla. Nadie le conoce una palabra. Menos su nombre. Vive de limpiar jardineras nauseabundas de mierda, basura, vómitos y orines. También de borrar los rastros de las cagadas de palomas y todo tipo de aves de los parabrisas de los automóviles estacionados en las calles y avenidas de la colonia Narvarte.

Nunca se le ha visto pedir algo, ni a señas. Todo lo que llega a sus manos se desvanece en unos minutos. La guajolota y el atole humeante que le acercan los devora a escondidas, acurrucado en las entrañas de la maternal coladera. Los doce pesos por escarbar ese cuadrado de tierra, plantas indomables, caca seca y hojas amarillentas de árboles viejos, se esfuman en dos tacos de canasta.

***

Todo en el “Señor Gris” es incógnita, silencio, costra de tierra, maremoto de sudores. Todo en él es del color de la tempestad, del cielo cerrado, del firmamento de relámpagos: Su edad. Sus dolencias. Su hambre. Su sed. Sus sueños. Su desconexión de esta realidad absurda, deshumanizada, culera, bastarda. El “Señor Gris” hiede abandono.

El vaho que lo envuelve en los amaneceres de julio se disipa entre partículas luminosas, celestiales. Entre mujeres y hombres que, a su paso, se cubren boca y nariz con la mano. Entre remolinos de muecas, gestos y náuseas quiméricas por su caminar a tientas, con miedo, con todo el terror del cosmos en sus dos ojillos desorbitados.

Los zapatos tenis que calza son de una podredumbre cerrada, materializada en trozos de tela negruzca, puntiagudos, carcomidos por el asfalto y el lodo. Esos pedazos de miseria envuelven los pies del hombre de cabello, bigote y barba de alabastro.

Ese es uno de los grandes misterios del “Señor Gris”, su siempre recortado vello craneal y facial. El casquete corto de soldado y la piocha a ras de mandíbula, mentón y barbilla, son característicos de un hombre, entrado en los sesenta, que no carga tijeras ni rastrillo de afeitar; ni navaja para pulir la piel ácida de millones de soles; ni mucho menos un espejo para observar su silueta enferma, apabullada, permanentemente aterrorizada.

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Tiene un nombre que nadie conoce y que quizá nadie conozca. Tiene estampada en el rostro la angustia del abandono. Tiene el semblante de un animal perdido y unos surcos definidos al costado de sus pómulos, de esos que se forman por el constante andar de lágrimas saladas.

Tiene como únicas pertenencias un suéter raído de los codos, un pantalón de mezclilla impregnado de océanos de mugre, y una cobija de lana a cuadros que nunca despega de su hombro izquierdo.

Es de un gris profundo y hay ocasiones que, recargado en la pared, se confunde con las piedras.

Duerme aquí y allá, debajo de las bancas que fueron esparcidas esquizofrénicamente por todos los camellones de la alcaldía Benito Juárez; en los pasos a desnivel del Viaducto Río de la Piedad; acurrucado en la sombra de una casa abandonada o de un edificio en construcción… Abrazado de alguna coladera que desprenda la calidez de un tufillo de vapor fecal, pero también del pegajoso rocío matinal que emana de las aguas negras que corren por debajo de una ciudad putrefacta, amnésica.

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Amanece. En el lado izquierdo del rostro del “Señor Gris” se observan los mordisqueos del alba. Cruza los brazos a la altura del pecho. Soba sus hombros. Se abraza él mismo, como si intentara sacar el hielo nocturno, la escarcha filosa, de sus frágiles huesos. Frota las manos y observa. Sólo observa.

Lo invade el pánico de las primeras luces. La cercanía de cualquiera pulveriza sus nervios. El rostro se parte simétrico. Del lado izquierdo, la luz plateada. Del lado derecho, la sombra de un transformador de energía eléctrica que le da forma a los profundos miedos que lo carcomen.

Baja la vista. Siempre evade el contacto visual.

Camina lento. Tantea una ruta sin destino, sin más gloria que la de la supervivencia, sin más fortuna que la de la enfermedad perpetua, silenciosa, letal.

Pesa el frío de verano, las gruesas gotas de lluvia ácida en una ciudad agria, profundamente abstraída en sí misma. Pesa también el zumbido del avión planeando el aterrizaje a unos metros de los murales de Juan O´Gorman en la esquina de Xola y Eje Central. Pesa el tiempo. Pesa la luz cromática que escupen los ventanales. Pesa la hojarasca vapuleada por la tormenta.

“El Señor Gris” ni siquiera menea la cabeza cuando el barrendero le acerca un vaso de plástico con café humeante. No da signos de vida. Obedece. Sólo obedece a los encargos. Aquí remueve la vegetación crecida por el diluvio. Acá acomoda los enormes y filosos sépalos de las viejas palmeras. Ahora destapa esa coladera taponada. Te falta levantar la mierda de perros y humanos, no te hagas pendejo.

Y aquí ten estos diez pesitos. Échate este arroz que me sobró de ayer. ¿Y cómo te llamas cabrón? ¿Nunca hablas? Ahí te paso mañana, ahorita no traigo cambio mi ‘mudo huevón’. ¿En serio no hablas o nomás te haces pendejo? Éntrale al huevo cocido, ahí hay tortillas. ¿No hablas pero bien que escuchas, verdad jijito de la chingada? Pasa al rato para hacerte un encargo. Ahora sí apestas a madres pinche viejo, ¿qué no te limpias la cola o de plano te cagas en los pantalones?

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La humedad de julio hincha las vías respiratorias del hombre grisáceo. Los pulmones se saturan de flemas, de costras blancuzcas y negras, de sangre coagulada, de espumas viscosas, de mucosidad amarillenta, de venenos púrpura. Es un licuado fermentado en partículas de intemperie. El sonido es monstruoso. El arqueo del cuerpo es abominable. La garganta explota en carraspeos de dolor. Sólo gestos. No hay ruidos.

Extirpa por boca, nariz y ojos, en jadeos prolongados, los primeros trozos de escamas secas. Él mismo se ayuda con apretones despiadados de las fosas nasales, con golpes certeros en el pecho, con tirones sobrenaturales en la tráquea. Hace pausas para jalar aire. Son pequeñas muertes, colapsos momentáneos. Y ahí va de nuevo.

Continúa el suplicio. Acompasado. Infernal. No habla. No emite un solo gemido. El dolor se concentra en sus ojillos moribundos. Tiene miedo. El rostro es un enjambre, un laberinto, un afluente de millones de ríos de lágrimas. Aunque llueve, se distingue perfectamente el agua salada del agua dulce, como las desembocaduras de los caudalosos ríos en la mar.

El “Señor Gris” regurgita abandonos. Alguien le acerca una infusión caliente y huye. Se esconde. Tiene miedo. No habla. Nadie sabe su nombre. Sólo huye.

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