Para Don José Antonio Ramos Flores el tiempo se agota. A como dé lugar tiene que legar el diccionario alemán-español que trabaja desde hace siete años. Ama el idioma de Goethe. Ama al filósofo, poeta, dramaturgo y escritor de Fráncfort del Meno. A su obra Fausto, le debe sus días de escribano.
“Endigen… Endigen”, chasquea con el único diente que le queda, con el espeso bigote cano con pinceladas de nicotina en las puntas.
Una niña en un triciclo persigue a un niño gritón. Un palestino lanza gritos en árabe desde su teléfono celular. Dos parejas de extranjeros observan asustados desde las mesas con sombrillas metálicas. Don José Antonio carroñea el césped en busca de una colilla.
Pide un cigarro. Los tres residuos que encontró entre el barro y los desperdicios sólo alcanzaron para cuatro vaporizaciones pulmonares de alquitrán. No disimula la angustia. El anciano de setentaidós, nombrado “El Alemán”, estremece su cuerpo quebradizo en ráfagas de ansiedad.
Ayer (sábado 5 de octubre) le robaron unas bolsas de plástico que contenían tapas de refresco. No quiere que ocurra lo mismo con los apuntes que descansan en otra de las mesitas con sombrilla metálica donde, desde hace más de un mes, lo ha convertido en su espacio de trabajo.
Observa nervioso en todas direcciones. Lanza gruñidos mientras se acomoda un pantalón percutido por el tiempo. Del cinturón mordisqueado sólo penden dos argollas (ya casi hilos) que no alcanzan a cubrir el pubis de piedra satinada, ágata marrón, ni el nacimiento del tallo del pene flácido, embadurnado de creosata.
¡Achtung! ¡Achtung! ¡Goethe es el padre del idioma más hermoso del mundo!
Don José Antonio Ramos Medina se yergue al pronunciar a Johann Wolfgang von Goethe… ¡En honor a él estoy haciendo mi diccionario!
Al fondo está la mesita con sus instrumentos de trabajo. No deja de voltear a verlos. Las encías inflamadas, que sangran del sitio donde alguna vez estuvieron los dientes frontales, no detienen la pasión del anciano por la lengua que –dice—aprendió de joven en la Colonia Condesa, cuando trabajó con unos judío-alemanes que huyeron del terror implantado durante el régimen nazi de Adolfo Hitler.
Toma aire. La lengua pastosa, la urgencia de nicotina, el golpe en la frente que corona una costra negra, inspiran a “El Alemán”. Extasiado, reza de memoria las primeras líneas del Faust de Goethe:
“Ustedes, que tantas veces me han favorecido en la miseria y en las tribulaciones, díganme con franqueza lo que esperan de mi empresa en Alemania”.
***
Cuando recibe el cigarro medicinal con las uñas largas, filosas y saturadas de amalgamas negruzcas, Don José Antonio opta por sentarse en una de las sillas metálicas y –dando la espalda— cruzar elegantemente la pierna.
Clava la mirada en algún punto distante, en dirección a ese edificio donde dicen vivió elChe Guevara en un cuarto de la azotea, en la esquina de Zempoala y Diagonal San Antonio. Ese mismo que albergó por más de cincuenta años el Instituto y Salón de Belleza Chacha. Ese que también perdió la batalla ante el monstruo mercantilista y hoy es un Seven Eleven.
“El Alemán” está en lo suyo. No quiere distracciones. Inhala y exhala el humo del cigarro repetitivamente. Inhala y Exhala. Inhala y Exhala. Bocanadas. Bocanadas. En tres minutos lo consume. Enciende otro.
Los hombros encorvados. La boca apretada para absorber y lanzar las volutas blancas de humo. El espacio hiede a cenicero viejo. En su piel achicharrada de sol y grietas se dibuja un rastrojo sarnoso de cenizas. El tabaco es placebo en su carne, en las entrañas.
Ahora sacude el ensueño. Enciende otro cigarrillo. Ya las aspiraciones bronquiales de alquitrán son más espaciadas. Observa sus manos y ve puntos negros en el granulado de la piel. Se incorpora entre leves chillidos, entre esos ruidos apagados que acompañan algunos movimientos. Acomoda la imagen enmarcada de la Virgen de Guadalupe y el arreglo en plástico de unos novios para pastel de bodas.
Luego continúa lo que dejó pendiente. En hojas de cartulina blanca con el dorso en verde chillón, va remarcando círculos con las tapas de plástico de los refrescos.
Cada color tiene un orden. Las rojas ocupan una franja al centro. Las amarillas están en la parte inferior. Las negras dominan la parte superior del cuadro. Los trazos son con tinta negra. Sobre la obra cae una ceniza fina, blanca y aterciopelada. No suelta el cigarro. Lo oprime con toda la fuerza de los labios. Lo pasea en el único diente. Acuchilla las encías con cada sorbo fascinante de pienso chamuscado.
¿Y el diccionario?
Levanta dos, tres, cuatro, cinco puntas de hojas de cartulina. Se detiene. No abre por completo el cuadernillo de escribano, de traductor de idiomas, de artífice de banderas, de cartógrafo, de dramaturgo germánico, de literato…
“Aquí dentro”.
***
¡Geh weg! ¡Geh weg!
Mefistófeles acurruca a Don José Antonio. Lo arrulla entre sollozos de amebas cerebrales. Los bramidos del anciano son secos, huecos, con unos efectos de ecos evanescentes. No está en la misma mesa de siempre. Mantiene una extraña posición, como si todos los huesos estuvieran quebrados.
Parece que no tiene cabeza si se observa su lánguida silueta por atrás o por los lados. El cráneo está sumergido entre los brazos. Los quejidos acuosos flagelan inframundos propios.
Abraza el cuadernillo de escribano. Se aferra a él como sanguijuela sedienta de sangre. Un charco de baba amarillenta y espumosa traza un mapa indescifrable en la carátula del objeto enciclopédico…
¡Geh weg! ¡Geh weg!
Expulsa a alguien. “El Alemán” lucha con alguien en ese sueño letal… “Vi ayer en un sueño un árbol viejo, doblado y seco que llegó a enamorarse”.
Mefistófeles le habla a Fausto en la obra de Goethe. El anciano mantiene un diálogo silencioso debajo de ahuehuetes, palmeras gigantes, abedules y framboyanes, de árboles que se desprenden de su follaje en esta época del año.
Porta la chamarra de siempre. Una pana oxidada de cuello de borrego. Ahí se mantiene, en la bolsa izquierda de la prenda costrosa, a la altura del corazón, un pequeño oso grasiento que pende de un broche de metal.
La hojarasca se acumula en el pie derecho que mantiene hacia adelante. En el pie izquierdo, que se encuentra flexionado hacia atrás, se esparcen filamentos retorcidos de hojas quemadas. No hay lápices, plumas, pinceles ni gises de colores sobre la mesa. Tampoco está la imagen enmarcada de la guadalupana ni la figurilla de los novios de pastel de boda.
Más allá, Doña Natalia, la señora de los perros carbonizados, lava su ropa en una de las tomas de agua que se ubican al centro de las jardineras del Parque Las Américas, en la Narvarte. No sabe nada del hombre que se pudre a unos metros. No lo conoce. Mejor habla de sus nuevas mascotas. Del gato negro de seis meses, Tavo, que tiene amarrado con una correa de perro a una banca metálica.
Dos. Tres eructos. Arqueos para el vómito. Nada. Don José Antonio está perdido en su pesadilla medieval, en su torrente de alucinaciones huidizas. A diez pasos, una rata yace con la cabeza intacta y los ojos abiertos. “El Alemán” ahuyenta y se aferra aún más al portafolio de cartón que contiene el diccionario germánico.
¡Geh weg! ¡Geh weg!
***
“El Alemán” no está en su espacio de trabajo. El cielo languidece en tonos grisáceos. Los relámpagos asoman hacia el oriente de la ciudad. Hacia el sur se desnuda un cielo azul turquesa. Una fina lluvia cae en perpendicular. Todos los instrumentos de trabajo de José Antonio están esparcidos alrededor de la mesita metálica.
Sobre una silla hay un mensaje. Es un trozo de cartón delgado, rectangular, tapiado con huellas dactilares grasientas por todas las esquinas. En la parte inferior un escrito breve, con letra temblorosa, en el idioma de Goethe…
Mexikanischsie strecken deine Hand aus Volk Deutschland
El anciano abandonó ahí sus pertenencias. La frazada a cuadros en blancos y marrón percutido; la enorme bolsa negra con botellas de plástico recolectadas durante el día para la venta a la mañana siguiente; el recipiente transparente con las tapas de gaseosa; la rama de palmera que sirve de escoba; el carrito de dos ruedas para arrastrar todos los recuerdos.
Allá viene. Con los gruesos labios de un costurón. Con los hombros encorvados y el muñón de la columna como un tronco seco, ya arriba de la cabeza. Tiene el aspecto de los mariscales germánicos del siglo XIX. Resbala una lluvia fina de humo y polvo.
Pide un cigarro. Fuma en chirridos de alambre oxidado. Enciende otro cigarrillo con el ocaso del primero. Moquea roncamente. Sorbe los mocos como si no dejara de hacerlo desde hace miles de años.
Señala la cartulina ocre y traduce las letras inscritas: “Los mexicanos le dan la mano al pueblo alemán”.
Se somete a una ordalía de preguntas incoherentes sobre palabras bávaras. La pronunciación es convincente. Gutural, con una fonética especial de velo paladar. Apresura el cuarto cigarro. Luego se queja de los cuatro pesos por kilo que le dan por las botellas de plástico. “Ni para un pinche cigarro, carajo”…
De la nada suelta un grito: “¡Siempre el mismo ardor y el mismo fuego!”
Silencio. El chorro de agua de la fuente acuchilla el concreto. Lanza la colilla de cigarro al barro y la pisa con fuerza. De pronto vuelve en sí. “Es Mefistófeles, es Goethe”.
Mete la mano en uno de los botes metálicos que ha recolectado desde tiempos remotos y saca un cuadernillo de forma italiana, tiznado de humo y polvo. Desvencijado. De otros tiempos…
Apunta con el dedo índice, con la piel escamosa de un reptil, con enormes callos en los nudillos. Luego sonríe: “El diccionario”.
***
La caligrafía se ha transformado con el tiempo. Es el efecto implacable de la enfermedad, de los años, de los vicios, del abandono, del olvido. Pide un cigarro. Apaga en la suela del zapato el que se acaba de terminar. Abre el diccionario y señala una palabra… “Zigarre… Cigarro”. Ríe a carcajadas. Es contagiosa la electricidad que hay en su estallido de alegría.
No son más de cuarenta palabras. Don José Antonio susurra orgulloso el trabajo logrado. Muestra su único diente, en la zona baja de la encía, como una estalactita milenaria, como una gota de agua quimérica, petrificada en los siglos.
Hojea el diccionario. Se detiene en su palabra favorita en alemán…“Blättermagen… Libro”. Ahora hojea hacia atrás el cuadernillo con sus uñas opacas, espesas, rotas como cuernos gastados. Se detiene y señala: “Wörterbuch… Diccionario”. Sonríe.
Hiede a noche. A musgo, a escarabajo y a mar abierto. Abundan las palabras referentes a partes del cuerpo humano… Aprieta con fuerza sus pómulos… “Wangen… Mejillas”… Hace un ritual como de auto estrangulamiento… “Halskragen…Cuello”… Se frota las partículas desteñidas de su ropa grasienta… “Körper… Cuerpo”… Se da leves coscorrones en su escaso cabello cano… “Sprengkopf… Cabeza”.
—Der Strohkopf…
–¿Cómo?
—Der Strohkopf… Cabeza hueca…
Carcajea como niño travieso.
***
Ya es domingo (13 de octubre). Don José Antonio Ramos Flores, “El Alemán”, está inquieto, cabizbajo. Con resoplidos rígidos engulle cuatro huevos crudos. Por los bigotes espesos, tiznados de nicotina remota, babea las claras viscosas del embrión de gallina.
Con un dejo de hastío, de tristeza, de nostalgia, el anciano maúlla agotado, casi en silencio…
Me lo robaron. Me robaron el diccionario y mis tapas… Ich brauche Stifte und Scheren (Necesito plumas y tijeras)…