Doña Inés, Don Amador y Mario, los olvidados del sismo del 85

Por Rivelino Rueda

De vez en cuando, muy de vez en cuando, Doña Inés Pajuelo vende alguna de las chácharas que exhibe en el mantel amarillo de un metro cuadrado que extiende en la esquina de San Luis Potosí y Frontera, en la Colonia Roma. Hace dos semanas, por ejemplo, salieron dos casetes de audio de Rocío Dúrcal y de Juan Gabriel.

Las cintas magnéticas, en sus respectivas cajas originales, con las imágenes blancuzcas de la madrileña y del michoacano, carcomidas por el sol, fueron adquiridas por una muchacha de unos veintitantos que dijo amar estos aparatitos del paleolítico.

Eso sí, la jovenzuela pujó por su descuento. Fue un regateo un poco artero que bajó su precio original de setenta pesos a cincuenta. Era lo único que traía, dijo, pero luego Doña Inés la vio que se metió al Oxxo de enfrente (cruzando Avenida Cuauhtémoc, del lado de la Doctores) y salió embuchándose un café y unas donas.

Un coletazo de aire de trolebús en contraflujo no impiden que la anciana de más de ochenta, con las punzadas de una artritis remota, comente que a esos no les regatean ni un peso; pero eso sí, luego hasta hay que estarles regalando los centavitos para ‘donar’ a no sé qué. A los más jodidos es a los únicos que se nos regatea.

***

De vez en cuando, muy de vez en cuando, Don Amador Centeno acompaña a su esposa a vender sus chácharas. Don Amador sólo observa. Fija su mirada en las pocas cosas que se exhiben sobre ese mantel amarillo. Pocas veces habla. Su función es la de esperar que algún transeúnte curioso se detenga, se agache o incline su cuerpo, pregunte precios, se anime por algo y saque unas monedas.

Pocas veces ha visto ese ritual mercantil. La mayor parte del tiempo que pasa con Doña Inés, los productos en venta son los mismos de hace siete, ocho, diez, quince días.

De derecha a izquierda, las revistas arcaicas de los años ochenta olvidadas en un baúl; los devedés piratas de películas gringas de acción; un pantalón usado de color verde olivo; un suéter blanco en una crisálida de mugre.

Dos pares de zapatos tenis labrados en polvo; una calculadora de bolsillo que algún día lejano se empeñó en sacar de apuros a algún estudiante en la clase de álgebra; carteras de plastipiel de las Chivas, el Cruz Azul y el América; una edición caótica delDiccionario actualizado de sinónimos y contrarios de la lengua española; cuatro protectores de teléfonos celulares condenados al desinterés.

Un pequeño reloj despertador de marco azul y carátula blanca, con las manecillas y el segundero negros marcando la hora de otro tiempo. En esa caja diminuta del tiempo, Don Amador es el portador del Hilo de Ariadna, el que no encuentra una salida en este laberinto de años y años de ser paciente ante el olvido.  

Amador Centeno observa ese artefacto envolvente, observa a esa maquinita de engranajes ruidosos e implacables.

Ahí, en ese aparatito hipnótico, remoto, abismal, como el bramido que sale del minarete, el anciano de ochenta y tres bifurca su mirada triste.

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De vez en cuando, muy de vez en cuando, Mario Centeno Pajuelo abandona el negocio familiar para llevarse algo al estómago. Doña Inés y Don Amador siempre salen con el cuento de que no tienen apetito. Que luego. Que más tarde. Que mejor hasta llegar a casa.

Mario busca en lo más recóndito de los bolsillos de su pantalón viejo, color caqui, algunas monedas para completar para los tres tacos dorados del puesto ambulante que está sobre la calle de Frontera casi esquina con Querétaro.

A veces encuentra botones de metal de uno, dos, cinco o hasta de diez pesos. A veces sólo hay pelusas tristes o hilos famélicos. A veces hay crédito para la tragedia. A veces de plano la señora Damiana, la de las garnachas, la de los dedos callosos de aceite hirviendo, se pone sus moños y ya no fía.

Luego el camino de regreso al negocio. Pero antes sacarle la vuelta, cambiar de acera en la calle de Frontera para no verles las jetas a las dos señoras dueñas del local Bazar Ramón. Las que hace unos meses los lanzaron de ese sitio, justo a un lado de aquel bodegón que ofrece muebles viejos y piezas de colección, porque según ellasespantaban a sus clientes y le daban muy mal aspecto al lugar.

Mario Centeno es el hijo único de Doña Inés y de Don Amador. El que hace casi treintaicuatro años perdió a su esposa y a su niña recién nacida en el terremoto del 19 de septiembre de 1985, en el Hospital General, a unas cinco calles del negocio familiar. El que se quedó solo y determinó permanecer solo, con el dolor a cuestas, con la rabia trabada en la garganta.

Mejor opta por comerse los tacos dorados a unos metros del puesto de los padres, en elposte nuevo, el que sostiene el enorme anuncio luminoso que indica a los automovilistas que Viaducto está a la derecha, el Eje Central de frente y Avenida Chapultepec a la izquierda.

A unos pasos, Inés y Amador vigilan extáticos la soñolienta mercancía, aletargada por soles y soles de desinterés. Son dos figuras de barro milenario, agrietado, perpetuo, inmóvil. Recargan sus cuerpos milenarios en el poste viejo.

El poste viejo, la ferruginosa estaca vial que fue colocada, como miles, en los hoy obsoletos ejes viales de la Ciudad de México, en épocas del regente Carlos Hank González, “Gengis Hank”. Antes verdes, hoy plateados. Antes y hoy ominosos para el paisaje urbano. Antes disfuncionales, hoy un sutil recordatorio al mal gusto en la década de los ochenta y una advertencia a los chilangos de que la muerte también llega del cielo.

Y en esa cuchilla de unos diez metros cuadrados, justo enfrente del Hotel Marbella, se perciben los hálitos del tiempo, los parpadeos de la historia, las exhalaciones de una ciudad partida.

Recuerdos difuminados.

Las revistas desfasadas que alguna vez fueron leídas por Mario, la de“Avistamientos de OVNIS”, las de “Animales increíbles”; los botines lacerados que caminaron con Doña Inés; la navaja, el desarmador, las pinzas y el martillo que crearon algo en las manos de Don Amador.

Los casetes de cinta magnética que los hizo tararear a los tres: las diminutas carteras y monederos de piel que tal vez albergaron fotografías de Magdalena, la mamá de la pequeña Aurora; ellas, que vieron un universo derrumbarse un jueves de hace treintaicuatro años, a las siete y diecinueve de la mañana

***

De vez en cuando, muy de vez en cuando, Doña Inés, Don Amador y su hijo Mario optan por no abrir el negocio. Algo extraordinario debe ocurrir. Un compromiso que involucre a los tres, una cuestión de salud que los obligue a estar juntos, un día en donde la lluvia gane la partida, y cada 19 de septiembre, cuando visitan el Panteón Civil de Dolores para estar con Magdalena y con Aurorita.

A dos calles, sobre la avenida San Luis Potosí, está el cuarto de una vecindad antigua estilo porfirista donde viven nueve familia hacinadas. Ahí habitan. Ahí los abandonaron después de que su edificio en el Multifamiliar Juárez resultó severamente dañado por las violentas sacudidas de tierra en la Ciudad de México en aquel otoño de 1985. La promesa fue ubicarlos en inmuebles seguros, recién construidos. Pero nada. No hubo memoria. Nunca hay tiempo para la memoria. Sólo para el lucro.

Apenas unos minutos para sacar “lo necesario” del Juárez. No dio tiempo de nada en esas horas del miedo más profundo. La zona fue barrida por un hálito infernal, por una marea de energía gris.

La Roma colapsada. El Multifamiliar Juárez sostenido por los halos solares de septiembre. El Centro Médico en nauseabundas ruinas. El Hospital General imantado, en toda su inmensidad, hacia el centro de la tierra.

El Parque del Seguro Social como anfiteatro de cuerpos cercenados, inflamados en cemento y varilla, disputándose espacios entre bloques y bolsas de hielo. El olor quimérico de la descomposición del núcleo del cosmos. Las moscas metálicas, gigantescas. Su zumbido perpetuo. Inolvidable. Siempre presente.

Apurar el miedo ante el grito del soldado. Apurar la mudanza involuntaria en la zozobra de una posible nueva sacudida, de un colapso de lodos, de plasma seco. Nada pesado. Revistas. Documentos. Algunos libros. Una pequeña radio. Fotografías. Lágrimas. Muchas lágrimas.

Mario allá con sus niñas muertas. Inés y Amador en la desgarradora labor de desprenderse de recuerdos, de amontonar en bolsas y maletines trozos de memoria. Apurar la angustia. El grito del soldado. Las moscas zumbando. Un último vistazo. Apurar el dolor. El grito del soldado. El tiempo enmohecido.

***

De vez en cuando, muy de vez en cuando, Doña Inés Pajuelo se despoja de esa peineta negra que resplandece en su cabello cano, Don Amador Centeno de esa gorra blanca de mugre percutida con visera verduzca, y Mario de esas gruesas botas de montaña del color del desierto. Son como amuletos, como discretos camafeos.

Cada uno de los despojos de hace treintaicuatro años están a la venta sobre ese pedazo de concreto agrietado, vulnerable y monótono. Ahí están los restos del azud de dolores recios, de recuerdos puntillosos, de nostalgias lacerantes.

Inés nunca ha dejado de emocionarse cuando preguntan el precio de alguna chuchería familiar. Amador siempre es una efigie que observa en silencio los movimientos de su compañera, de los que van y de los que vienen, de los que también optan por guardar un perpetuo silencio ante la vida.

Mario sigue tragando un polvo fino, estelar; carraspea de vez en cuando, como intentando expulsar esa costra que nunca termina de sanar, como si en la flema seca de la garganta se concentraran más de tres décadas de dolor, de falta de sueño, de sed, de ausencias, de Magda y de Aurora.

***

De vez en cuando, muy de vez en cuando, Doña Inés da un precio equivocado a alguna de las chucherías que se extienden sobre el mantel amarillo que está en la cuchilla de las calles San Luis Potosí y Frontera, en la Colonia Roma.

Le comenta a una niña de nueve años que un anillo dorado con piedrecillas brillantes cuesta veinte pesos. El costo es de cincuenta.

Doña Inés cambia de opinión cuando observa el pago. Algo la sacudió por dentro. Su mirada la delata. Su sonrisa diáfana la vapulea…

–No es nada. Es tuyo –revira a la niña y de las encías sin dentadura alcanza a balbuceares tuyo Aurorita.

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