Foto: Rivelino Rueda
Son cuatro o cinco granadas maduras las que caen del árbol jorobado y soñoliento todos los días de agosto y la mitad de los de septiembre. Los colibríes, las mariposas amarillas, los enjambres de abejas y Don Nachito Canseco se agazapan para ver ese suceso. Luego lanzan el zarpazo, pero la lucha es desigual.
Es una guerra de “quien llegue primero”. Es una batalla contra la suerte, contra el azar, contra el tiempo. Don Nachito regularmente pierde en esta pelea.
Las pocas frutas coloradas que se salvan del estrepitoso impacto con el pavimento –una o dos a lo mucho, a veces ninguna–, pero sobre todo de la fauna que las acecha, son levantadas por Nachito Canseco con sigilo, con enorme orgullo.
Luego emprende la huida eterna a algún lugar impreciso. Un trayecto alucinante de siglos. En una caminata bíblica y de esquizofrenia estacional. Sol. Lluvia. Frío. Temporal. Nubes. Sol. Viento. Chipichipi. Relámpagos. Tolvanera. Noche. Y Don Nachito ahí va, resguardando su tesoro bermellón, menstrual.
La travesura de niño irradia el rostro del viejecillo de más de ochenta. Nachitopiensa que corre. Siempre piensa que corre. Las distancias que recorre las asimila enormes. Son siete casas y seis árboles del lugar del hurto a la siguiente esquina. El hombre de estructura diminuta, casi volátil, recorre esa distancia en cuarenta y dos minutos.
Todavía le faltan dos o tres calles para dar vuelta a la derecha. Casi siempre lo hace en Casas Grandes, aunque de vez en cuando se enfila hacia Eje Central Lázaro Cárdenas. El viraje es un alivio. Es estar ya fuera de la zona de peligro, fuera del alcance de todos. Es cuando el hombre desliza su mano izquierda en la bolsa de su pantalón para contemplar el rubí granado, la vulva carmesí.
Sonríe y achica aún más sus ojos diminutos, casi imperceptibles. Palpa los granos del fruto rojo. Desmenuza algunos y los echa a su lengua seca, blanca, escarpada de costras de saliva.
A cuatro calles de ahí, picaflores e insectos radiantes permanecerán escondidos, a la espera del siguiente estallido seco de la granada en el asfalto, en la banqueta, en el balcón abandonado y viejo… Lo que sigue es otra batalla a muerte, inclemente, despiadada, contra el tiempo, aunque ya no tan desigual.
Don Nachito está en hipnosis. Paladea las canicas de fuego en un estado mental tántrico. Las tres horas con dieciocho minutos recorridos han valido la pena.
No importa la mancha de miel rojiza en el pantalón. El bolsillo del pantalón del viejecillo le dio un sabor especial al fruto sangrante, más exótico, más dulce, más embriagante.
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La eternidad caracteriza a Don NachitoCanseco. También la paciencia. No es que haya tenido que ajustarse a los tiempos de la vejez. Más bien adaptó la vejez a los nuevos tiempos. Los recorridos que antes hacía en treinta minutos, hoy los hace en dos horas.
Si ayer tenía una cita a las ocho de la mañana, salía de su casa a las siete y media. En estas nuevas circunstancias, las jornadas inician a las cinco y media de la mañana para estar puntual.
Casi siempre son encargos de vecinos, de los hijos de amigos de hace muchos años (cada vez más escasos), de sus nietos, de sus esposas. Pequeños mandados. Huevo. Leche. Fruta. Pan. Jarabe para la tos. Refresco de cola. Pañales. Café. Dulces. Goma de mascar. Jamón. Azúcar. Algo.
Que vete por esto. Que se me olvidó aquello. Que pídale de fiado al Lucas porque a mí ya no me quiere prestar. Que no se vaya tan rápido. Que no se tarde. Que no me vaya a traer las tortillas frías. Que no se vaya a quedar platicando por ahí. Que ya lo vieron que anda de novio con la de los tacos de canasta, esa mera, La Güera. Que váyase por la sombrita. Que a ver cuándo me trae unas de esas granadas que quién sabe de dónde se roba, porque ya se viene la temporada de los chiles en nogada.
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Pero nada. Las telarañas se hacen más amplias. Las cacas de los perros se secan al sol. El césped crece unos milímetros. A Vivianita ya se le cayó otro diente de leche. Aquella oruga ya es mariposa. La ciudad ya se hundió otro poquito. A la barda que construyen los albañiles ya sólo le faltan unos ladrillos.
A la niña con hipo mejor le colocaron un hilo rojo en la frente. Otra vez se llevó la grúa el taxi de cocodrilo del Pato, ese de la Maldita Vecindad y los hijos del Quinto Patio. Otros dos microsismos mecieron el lecho del valle. Los mocosos ya llegaron del curso de verano. Las cucarachas ya están en el festín de la cena en las hediondas alcantarillas del barrio.
Ya pasó el camión de la basura. La camioneta del sonido alucinante del “fierro-viejo-que-vendaaaaaa”. El señor de los “bisquetes calientitos”. El de los “ricos-tamales-oaxaqueños-
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Que alguien lo vio por Xochicalco y Esperanza. Algunos sacan la cuenta. En dos o tres horas llegará el encargo de la mañana. Son las cinco de la tarde. DonNachito apresura el paso. Son pasitos milimétricos, tenues, frenéticos.
Se avanza poco pero en su ritmo interior, en su tiempo eterno, todo es a prisa. Son unos ochenta movimientos de desplazamiento por minuto. Son de metro a metro y medio de recorrido lunar. El sonido es peculiar, como un chisguete de pólvora encendida, como una lija de agua puliendo un roble.
Reumatismo a los sesenta. Fractura de rodilla derecha a los setenta. Esguince de tobillos entrado a los ochenta. Dolores óseos en cada inhalación y exhalación. Pasitos lunares. Aferrarse al trabajo. A permanecer activo. A saberse útil.
Y ahí viene de vuelta con los encargos, con el mandado de otros, con la esperanza de unos pesitos para irla llevando. Y ahí viene y recuerda las granadas, las canicas de sangre, las vulvas carmesí, el néctar de mieles rojas, el colibrí y la abeja, la mariposa, la lucha a muerte por el manjar.
¿Qué más da? Que esperen un poco más.
No todos los meses del año Don Nachito se transforma en un ladrón de granadas.
No todos los días la travesura de hurtar frutos caídos de un árbol viejo con forma de dragón chino ilumina su rostro, al grado de convertirlo en un niño.