Día 39: Frida nació para desobedecer; no quiere más confinamiento

 

Por Rivelino Rueda

Foto: Mónica Loya

¿Cómo interpretar, si no,

el celestial juego de palabras que

resonaba noche y día en su cabeza?

Para descifrar el mensaje,

lo único que había que hacer era

ponerlo delante de un espejo.

¿Había algo más evidente?

Si se ponían al revés las letras

de la palabra perro (dog, en inglés),

¿con qué se encontraba uno?

Con la verdad, ni más ni menos.

Paul Auster/Tombuctú

 

Frida no cumple las reglas del confinamiento. El “quédate en casa” es para ella una frase hueca, sin sentido para sus humores libertarios. Tiene que salir a la calle a las nueve de la mañana, a las tres de la tarde, a las ocho de la noche y a la una de la madrugada.

Para Frida la peste es asunto de humanos, no de perros.

La niña no sólo transgrede las normas dictadas para la pandemia. Va más allá. Husmea cubrebocas tirados en el suelo por sus irresponsables portadores. Persigue cucarachas rojas de proporciones bíblicas. Arremete contra vasos, cucharas y popotes abandonados en la vía pública. Chasquea en charcos y barro de nuevas tormentas.

A la cachorra con pelaje de ardilla y fuerza de Minotauro tampoco le importa aquello del distanciamiento social. Ella persigue ardillas negras, pájaros con pechos y picos amarillos, palomas torpes, moscas tornasoles, mariposas fluorescentes, lagartijas aturdidas de tanta tranquilidad, grillos sonámbulos, hormigas africanas, abejas esquizofrénicas y libélulas zumbonas.

Se regocija en los juegos con Deisy, Mia, Vader y Brownie. Se encrespa como gallo cuando se topa con Molly, Danna y Tayson, pero también con Manchitas y Snoopy, los dos gatos del barrio que se creen perros.

Frida no sabe nada de plagas y encierros. Algo se imagina porque las rutinas son diferentes. Los paseos ya no son tan largos. El parque dejó de ser el sitio anhelado en las mañanas. Todos los días deja ir su absoluta inmensidad hacia ese lugar, pero la necedad y el miedo humano la regresan a una ruta aburrida, un millón de veces olfateada.

La señorita consentida tampoco conoce de obediencia sanitaria cuando de los vecinos se trata. Ya agarró especial cariño con varios: con Sarita, con Chimal, con Aurora, con Kerem, con Héctor, con Guille, con Miguel, con los novios de enfrente, con la señora de la tienda “La Cenicienta”, con Martín, con el señor canoso del automóvil gris, con Nico, el barrendero.

Como hace con los de su especie, los olfatea a distancia, se agazapa, espera la cercanía y un resorte invisible y poderoso la impulsa hacia sus brazos. Se deja querer y hace algunas piruetas para dejar en claro que su personalidad es así, que ella es única.

A Frida tampoco le carcome las entrañas el panorama por la pandemia. No tiene trastornos de sueño o de alimentación por los 1 mil 305 decesos de este sábado 25 de abril ni por los 13 mil 824 contagios por la peste.

Frida sólo quiere estar afuera para reventar ramas con sus potentes mandíbulas, corretear hojas, fisgonear en las últimas flores de jacaranda, succionar huesos de pollo o jalonearse como si fuera el último día.

Así como sus hermanos Frodo y Pelos, que permanecen aquí con su esencia chucha.

Ya no sólo se emociona cuando su correa es descolgada del perchero. Ahora también su instinto la lleva a inferir que “calle” y “paseo” significan cubrebocas o bufanda al rostro y gel antibacterial a las manos. Detesta el olor. Le gruñe y le ladra. Pero sabe que así ya es este nuevo ritual.

Y sí. Frida también es el blanco de bromas, juegos pesados, arreglos de belleza y experimentos culinarios de su hermana Camila. Luego se enojan, luego se reconcilian y terminan la jornada de encierro una encima de la otra. La sana distancia entre ellas es sinónimo de desobediencia.

Día 39 de la peste. Los compañeros eternos que hacen la vida más llevadera, más soportable, como en estos días, merecen un pequeño tributo.

Así como narra el escritor neoyorkino Paul Auster en su libro Tombuctú:

“No sólo estaba convencido de que Míster Bones tenía alma. Sabía que aquella alma era mejor que muchas, y cuanto más la observaba, más refinamiento y más nobleza de espíritu encontraba. ¿Era Míster Bones un ángel metido en el cuerpo de un perro? Willy así lo creía. Al cabo de dieciocho meses de las más íntimas y perspicaces observaciones, estaba plenamente convencido de ello. ¿Cómo interpretar, si no, el celestial juego de palabras que resonaba noche y día en su cabeza? Para descifrar el mensaje, lo único que había que hacer era ponerlo delante de un espejo. ¿Había algo más evidente? Si se ponían al revés las letras de la palabra perro (dog, en inglés), ¿con qué se encontraba uno? Con la verdad, ni más ni menos”.

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