Día 34: Un regreso a clases distinto, harto cargado de memoria

Por Rivelino Rueda

Tan poca cosa era yo que,

aun sabiendo perfectamente que

el profesor Liu había anunciado mi expulsión

a todo el mundo por megafonía,

a mí la escuela seguía gustándome,

y seguía yendo allí todos los días

con mi vieja mochila a ver si tenía

ocasión de colarme.

Mo Yan/Cambios

 

El regreso a clases después de los terremotos del 19 y 20 de septiembre de 1985 fue brutal. La urbe todavía hedía a cadáver descompuesto. La incertidumbre de otra sacudida inclemente se reflejaba en el rostro de todos los niños y adolescentes que retomaban su curso recién iniciado.

El miedo de que se viniera abajo el centro escolar tardó en salir para muchos. Para otros ese miedo ya se quedó impregnado en la piel, en la memoria.

Entre los compañeros de la secundaria Instituto Crisol todavía no alcanzábamos a entender la magnitud de la tragedia. Algunos amigos se fueron con su familia a otro estado de la República. Cada día, a las 7:19 de la mañana, apretábamos los dientes y algunos cerrábamos los ojos para que pasara esa hora maldita, funesta.

Nunca nos imaginamos, en ese salón de la planta baja de un edificio de tres pisos, que ese violento oleaje magnético de dos minutos, que liberó la energía de 33 bombas atómicas como la lanzada en Hiroshima en agosto de 1945, se llevaría de un plumazo a casi 30 mil personas, de acuerdo con cifras no oficiales.

Porque sí, ya nadie se acuerda que en esa tragedia se manosearon datos sin vergüenza alguna, al grado que el entonces presidente, Miguel de la Madrid Hurtado, afirmó en su cuarto informe de gobierno que los muertos sólo eran 3 mil 226.

“¡Paloma, Cordero, tu esposo es un culero!”, fue la consigna en marchas y movilizaciones sociales (también en los estadios de la Copa del Mundo México 1986) hasta el fin de su mandato, en 1988.

En una escuela católica era muy improbable que de los maestros saliera alguna explicación científica que llevara a la calma. Los rezos, los padresnuestros y los avesmarías eran un escudo para ahuyentar los desastres, los cataclismos, las horas rancias.

Todo era por obra y gracia de dios. Los muertos, los colapsos, los anfiteatros en estadios de béisbol, los saqueos de soldados, las fosas comunes, las réplicas del terremoto madre.

José Luis Posadas, el profesor de Física y Química, fue el único loco que se atrevió a hablar de lo que ocurría. Hablaba bajo, pero era lo que se podía en ese momento. Era el único asidero en días de zozobra y rumores.

“El Físico”, como todos le llamábamos, era realmente una calca de Albert Einstein, nada más que bien peinado. Lo caracterizaba un gran bigote negro y abundantes pelos gruesos en los dedos de la manos. Algunos hasta decían que le habían visto “pelos en las uñas”.

En sus clases trataba de explicarnos –aunque eso correspondía a “El Geógrafo”, un maestro de unos sesenta años que se regocijaba en cada clase de realizar el «Moonwalk», de Michel Jackson— términos que años más tarde ayudaron a comprender en dónde estábamos parados como chilangos.

Hablaba de “placas tectónicas”, del “Cinturón de Fuego”, de “desplazamiento de esas placas”, de “grados Richter”, de “epicentros”, de “zonas sísmicas”, de “energía acumulada” frente a las costas del Pacífico, de “profundidad” y “magnitud”, de la historia de un país sísmico, de los terremotos de 1957 y de 1979.

Sin duda fueron grandes dosis de tranquilidad ante la histeria. Un niño muchas veces guarda esos temores y ese miedo para no preocupar a los que les rodean. Pero ese vacío en el estómago está ahí. Caliente como lava. Hirviendo peligrosamente. Eso pasa hoy con la pandemia de la Covid-19.

Ya son casi treintaicinco años de eso. Pero hoy las ráfagas de recuerdos vuelven nítidos. En el Día 33 de la peste por el coronavirus, con 686 decesos y 8 mil 261 contagios por la pandemia, las hijas y los hijos del de quienes vivimos de niños el terremoto del 85, regresan a clases.

Aunque sumamente distintos, hay aspectos que rememoran aquellos días de profundo dolor, de profunda impotencia. Hoy ellas y ellos, mi hija Camila, viven un encierro obligatorio. Hoy viven un hecho histórico, aburridos, desesperados, angustiados y harto cuestionadores, como el que se vio en aquellas jornadas del ochentaicinco.

Tenían siete u ocho cuando lo de la nueva sacudida implacable del 19 de septiembre de 2017. Lo asimilaron. Lo digirieron con enorme inteligencia. Saben, sí, dónde están parados. Pero hoy no pueden salir a la calle.

Hoy gritan que quieren ayudar y no saben cómo. Hoy se despertaron desde las nueve de la mañana, se bañaron, se arreglaron lo más que pudieron, colocaron la computadora o el dispositivo móvil en el sitio que más apego tienen de la casa y comenzaron de nuevo su curso, interrumpido por la plaga.

Desde las diez de la mañana preguntan si ya estaba alguien contectado para la clase. Que cuántos minutos faltan. Que no se vaya a hacer el menor ruido. Que desayuno después de la conferencia. Que ya inició. Que faltan algunos. Que no hay orden. Que apaguen sus micrófonos. Que unos no se pueden conectar. Que cuenten su experiencia en estos días. Que ya están todos. Que a conectarse de nuevo el miércoles.

Son días de nostalgias, de recuerdos, de situaciones que ya se habían vivido de niño. Es el regreso a clases desde casa. Es un día que las y los pequeños nunca olvidarán. Es el encierro y las horas aciagas del confinamiento.

Son las dos de la mañana ya del martes 21 de abril, del Día 34 de la peste, y Camila escribe en un cuaderno rojo un mensaje y un dibujo que, dice, “cuando sea grande lo voy a ver para recordar que estábamos en los días del coronavirus”.

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