Por Rivelino Rueda
Foto: Camila Rueda Loya
La destrucción del pasado,
o más bien de los mecanismos sociales
que vinculan la experiencia contemporánea
del individuo con la de generaciones anteriores,
es uno de los fenómenos más característicos
y extraños de las postrimerías del Siglo XX.
Eric Hobsbawm/Historia del Siglo XX
Memoria huidiza de tragedias remotas y recientes. Monotonía invisible que enmudece y somete.
Las horas de la pandemia avanzan, en algunas ocasiones, al contrario de las manecillas del reloj. En otras ocasiones son vertiginosas. Implacables. El negro cósmico que succiona. Los cuatro muertos de cada hora del sábado.
La bandera raída de septiembre, petrificada entre alambre de púas. La plantita verde que quebró el pavimento. El cansancio del “Señor Gris” sobre un charco de lluvia fermentada. Los tres mil ochenta y siete sobrevivientes. Los 686 decesos en treintaidós días. Los que no se despidieron de nadie.
Un zapatito de niña abandonado a su suerte. El polvo que lo devora. Las hormigas que se acercan curiosas. Los cubrebocas en el piso. El hartazgo de soportar tanta muerte. Las de los feminicidios cotidianos. Aberrantes. De nuevo olvidados. De nuevo impunes.
Las muertes en los terremotos y en las inundaciones. Las de los que se fueron en otras plagas, en otras pestes sarcásticas. Las de los muertos de las guerras sucias y los que son buscados por sus madres en fosas comunes.
Las y los que, como diría el sup Marcos, “se fueron así nomás, sin que nadie dijera nada, sin que nadie llevara la cuenta”.
Abril difuso y letal. El de las moscas carroñeras y el de las cucarachas gordas por el aroma a tragedia. El niño sin nombre de un año de edad que falleció el mismo día de su ingreso a hospital, el 10 de abril.
La niña de meses de nacida, también sin nombre, que ingresó a hospitalización el 3 de abril y falleció el 6 de este mes. La interminable lista de la Dirección General de Epidemiología con las cifras de decesos. Todos sin nombre. Todos sin rostro. Todos enclaustrados, atorados, en una abominable cavidad en la tráquea.
Una monotonía que atonta los huesos. Que pide clemencia por dolores de espalda. Que alivia sus achaques con el placebo de las seis. Que recrudece el recuerdo en el insomnio de las cuatro de la mañana. Que observa atónito la exactitud matemática en el bordado de una telaraña. Que espera despierto que algún insecto salga de su madriguera.
Días de olores a cera y amoniaco. A encierro, a polvo seco, a recuerdo fresco. Horas de parloteos y cuestionamientos internos.
Ojos llorosos por la monotonía, por la falta de sueño. Ojos llorosos por el exceso de café y por los ceniceros llenos… por la impotencia de no poder hacer nada.
Ojos llorosos por todos los muertos.