Crónica: La imagen de Honduras cambia a medida que los más vulnerables caminan hacia su meta y un mundo impactado los observa

Por Doris Benavides

22 de noviembre, 2018
Nos dirigimos hacia el Deportivo Benito Juárez por una calle extremadamente estrecha y deshabitada de la ciudad Mexicana de Tijuana. Ubicado en la Colonia Zona Norte, que podría ser considerada como un “barrio de riesgo”, en días normales el deportivo es un lugar de reunión de niños y jóvenes que desean practicar deportes, o el estadio donde se juegan partidos de basquetbol o beisbol. Regularmente, la calle donde se encuentra ese centro es de fácil acceso, pero hoy miércoles 21 de noviembre, 2018, en la entrada de la Avenida 5 de Mayo hay una barda custodiada por la Policía Federal mexicana.

A unos 400 metros de esa entrada está el centro de alojamiento de más de 3,500 migrantes centroamericanos, de los cuales un 90 por ciento son hondureños. Es una cantidad aproximada, pues ni funcionarios del gobierno mexicano, o miembros de organizaciones de derechos humanos puede dar un número exacto de los migrantes que han arribado a este centro desde el 14 ó 15 de noviembre. Siguen llegando autobuses llenos de más migrantes, en su mayoría procedentes de la ciudad de Mexicali, a unos 176 kilómetros al este de Tijuana. Ambas ciudades pertenecen al estado mexicano de Baja California.
La entrada de San Ysidro, California, a Tijuana fue rápida. En la ciudad fronteriza mexicana se respira un aire fresco aparentemente normal.

Al recorrer en automóvil ciertas partes de Tijuana o TJ (pronunciado ti-lleey) como le dicen al otro lado, rápidamente nos remontamos a la historia de la formación de los Estados Unidos de América y los Estados Unidos Mexicanos, pues su terreno y paisaje se confunden. Al transitar sobre el Puente del Paseo de los Héroes se aprecia a un lado Tijuana con sus edificios modernos en construcción (¿un indicio de que hay trabajo para los trabajadores inmigrantes de la construcción?) Al otro lado se ve a lo lejos la ciudad californiana de San Ysidro, enmarcada por el puerto de entrada y salida terrestre más transitado del hemisferio occidental, conocido como la garita de San Ysidro. Esta hondureña y dos salvadoreños, acompañados por un estadounidense de origen mexicano, bromeamos que desde ese punto del puente, a lo lejos y vista superficialmente, Tijuana podría ser una ciudad gringa.

Históricamente, Tijuana ha sido una ciudad de migrantes. Apenas hace dos años, en 2016, la ciudad recibió a unos 10 mil haitianos que fueron llegando en grupos aislados. Después de recorrer varios países sudamericanos a pie, y otro recorrido por países centroamericanos, incluido Honduras, los caribeños habían sido acogidos en Brazil por miles después del intenso terremoto que destruyó al país en 2010 y dejó a más de tres millones de personas sin casa. Pero de nuevo por miles fueron obligados a salir del país sudamericano, donde trabajaron por años en la construcción de los distintos estadios donde se celebraron las Olimpiadas 2016.

Timados por coyotes que les ofrecieron entrada a Estados Unidos se vieron forzados a estacionarse en Tijuana. Representantes de organizaciones de Derechos Humanos de Tijuana nos informan que alrededor de 4 mil haitianos son ahora residentes permanentes en esa ciudad. Algunas decenas quizá lograron entrar a Estados Unidos y otros regresaron a Haití o se establecieron en otros países. Su estadía inicial fue conflictiva, pero no atrajo tanta prensa como los recientes inmigrantes centroamericanos, quizá en parte porque muchos no hablaban español o inglés y por tanto no se podían comunicar con los medios de prensa con tanta fluidez, dice el activista Hugo Castro, de la organización Ángeles de las Fronteras.
Mientras esperamos el acceso al deportivo, como miembros de la prensa, llegan dos buses del cual bajan decenas de personas cargando sus mochilas, cobijas, y niños. Sus caras marcadas por el cansancio acumulado de dos meses para aquellos que se reunieron un martes 13 de octubre en la ciudad de San Pedro Sula, al norte de Honduras, una ciudad que desde hace más de una década se ha venido peleando el primero y segundo lugar entre las ciudades más violentas de América Latina.

María, con su cabello café claro desarreglado nos sonríe cuando nos acercamos, mostrando su blanca dentadura donde hacen falta algunos dientes. En una carriola o coche negro lleva a sus dos hijos, de tres y dos años de edad. Su pareja trae las mochilas en su espalda y unas cobijas enrolladas en cada brazo. Mientras el niño más pequeño llora desconsolado, la pareja dice estar bien. Están contentos de haber tenido la oportunidad de ser transportados en buses en lugar de caminar por largas horas bajo climas cambiantes. Mientras esperan ser llamados por funcionarios y voluntarios del gobierno tijuanense para entrar al deportivo, responden a algunas preguntas de la prensa.

“Sí, de Honduras”, responde María, siempre sonriente, con su visible cansancio casi contagioso.
“¿Y cómo estuvo el viaje?”
“Bien, y bendecidos que ya llegamos aquí”.
Su pareja afirma la respuesta con su cabeza.
“Y usted, ¿también de Honduras?”
“De Guatemala”, responde otra señora de aspecto indígena acompañada de dos niñas, sus dos hijas. A la menor ella la carga en sus brazos y la mayor parade a su lado, lleva una diadema con unas alas y en sus manos carga una muñeca de mediano tamaño y pelo rubio desarreglado.
“Me vine huyendo de la violencia de mi marido. Y antes fui violada”, dice la señora con dificultad y con lágrimas que resbalan por sus mejillas.

Un voluntario sigue indicándoles a los recién llegados que deben entrar, anotarse y ubicarse donde puedan.

Sí. Donde puedan.

Las casi 150 personas que acaban de bajar de los autobuses deben ubicarse donde encuentren un espacio disponible en el ya lleno Deportivo Benito Juárez.

Afuera del deportivo no se respira mucha tranquilidad. Entre carros de la prensa, hombres y mujeres con cámaras fotográficas y televisivas, y otros usando sus teléfonos celulares para grabar videos y tomar fotos, pululan algunos migrantes, en su mayoría hombres jóvenes, quienes tienen permiso de salir de 7 de la mañana a 10 de la noche. Después de esa hora no se les permite la entrada al centro deportivo.

En ocasiones llegan donantes en sus automóviles. En cuanto abren los baúles de los carros la gente se aglutina y recibe con agrado lo que se les entregue. Pero la mayor necesidad, nos dicen algunos migrantes y voluntarios, son cobertores o cobijas, chamarras y productos higiénicos.

Las autoridades han colocado una baranda movediza y nos avisan que nadie puede pasar hacia adentro del deportivo, especialmente los representantes de la prensa o de las organizaciones no gubernamentales.
Nuestro acompañante de Ángeles sin Fronteras se incomoda con esa decisión, pues nos informa que el día anterior una comitiva de organizaciones defensoras de los derechos humanos en una junta con el alcalde acordaron que la prensa y dichas organizaciones tendrían ingreso y acceso a los inmigrantes entre 11 a.m. y 3 p.m. cada día.

Con la incertidumbre de si nos dejarán entrar, establecemos una conversación a través de las rejas con Francisco, un joven de 18 años de Nacaome, Valle. Está solo, tratando de acomodarse bajo una carpa construida con un plástico negro, que ha atado a las rejas con unas cuerdas. Saluda sonriendo y cuenta que “huyó” de Honduras debido a la violencia y escasez de empleos.

“Sí, estoy cansado, pero hay que seguirle”, dice aún sonriendo. Cuenta que dejó atrás a toda su familia.
Había llegado de Mexicali la noche anterior y a falta de espacio donde la mayoría de inmigrantes se han acomodado bajo el auditorio techado, él se ha ubicado en el estrecho espacio entre una pared y las rejas que rodean el campo de beisbol.

Cinthia, por su parte, es la vecina de Francisco. Cada quien debe compartir con desconocidos el poco espacio que va quedando disponible. También de Nacaome, ella viene con su hija Ashly, de 8 años de edad. El rostro de la madre de 29 años cambia cuando cuenta que dejó en Honduras al cuidado de su propia madre, a dos de sus hijos, una niña de tres años y un hijo de 13 años de edad.
“Es difícil”, dice, “pero sólo así lo puedo hacer para darles una mejor vida”.

De piel trigueña o morena, ojos café oscuro grandes, expresivos, de baja estatura, ella también muestra una sonrisa impecable, pero al momento de las fotografías dice que ella no es tan bonita para fotos como su niña.

La niña salta de la cobija donde ha permanecido acostada mientras la plática se desarrolla con su madre e inmediatamente muestra su sonrisa inmaculada para la foto. Pese a faltarle un diente del frente y con su cabello desarreglado, su rostro infantil muestra su gracia natural, que todos deseamos al igual que su madre, que sea la muestra del buen futuro que le depara. Han recorrido miles de kilómetros a pie o en carro desde que salieron a mediados de octubre del pueblo sureño, pero están felices de estar a un paso de lograr su meta. Una amiga de la madre las espera en Texas. Al menos hasta ahora, es un punto a favor contar con un pariente o amistad que los reciba en su casa para aquellos migrantes que han logrado entrar a Estados Unidos.

Un libro andante

Siempre he pensado que cada persona es un libro andante. Aquí en pocos minutos se confirma esa idea. Hay muchas historias parecidas, pero pronto cada historia se torna muy particular. Cada rostro se ilumina al contar que un día se va a reunir con su amigo en Boston, o su familiar en Maryland, o su hermano en Houston, Texas. Todos están conscientes de las dificultades, pese a que los reportes de prensa locales e internacionales siguen informando que las personas ignoran lo que les espera.

Al parecer, para los supuestos especialistas que los juzgan y descalifican, pobreza es sinónimo de ingenuidad, ignorancia o escasez de pensamiento. Se olvidan que estas hermanas y hermanos desde que nacieron han vivido una vida donde se han capeado una dificultad tras otra. “Street-wise” es el concepto que se usaría en inglés. La vida los ha obligado a desarrollar una “sabiduría de la calle”. Se han acostumbrado a leer cuando alguien les habla con la verdad o con hipocrecía. Se han acostumbrado a sortear una calamidad tras otra y ante el extraño son cordiales, pero también aprehensivos, cautelosos.

Aceptan la ayuda con una sonrisa, pero también están seguros de seguir hacia su meta. Callan. No emiten muchas palabras. Preguntan y callan de nuevo.

Al contrario de lo que los medios pro-gubernamentales de todo el mundo reportan, en este lugar la palabra favorita es “paciencia”. Y el señor más mencionado es el Señor Dios.

La mayoría quiere entrar a USA, pero entre ellos no hay liderazgo y aunque en Estados Unidos hay trabajo y hay dinero, así como en México, también hay leyes de inmigración obsoletas e inhumanas y personas que muestran su inhumanidad al respaldar y aplicar esas leyes.

Crisis política y humanitaria

Mi mejor manera de apoyar a estos hermanos y hermanas fue decirles que le siguieran echando ganas con base en el derecho humano de movilidad y de migración. Pero pronto me di cuenta que quién mejor para demostrar que le echan ganas que aquellos mismos a quienes yo me estaba dirigiendo. Como que todos nos sentimos con derecho a ignorar sus opiniones y creemos saber mejor lo que ellos necesitan.

Olvidamos que ahí hay miles de madres y padres de familia que tienen gran conciencia del mejor futuro para sus hijas e hijos. Ahí hay trabajadores del campo y la ciudad que ya pasaron años desempleados y ellos y sus hijos e hijas se han ido a dormir sin siquiera una tortilla con sal en su estómago; ahí hay jóvenes de ambos sexos que han sido amenazados por pandillas apenas a pocos años de haber nacido. Ahí hay miembros de la comunidad LGBTI que han sido descalificados y estigmatizados por sus propios familiares y la sociedad entera desde que nacieron o descubrieron sus diferencias.

Ahí hay mujeres de todas las edades sobrevivientes de abuso físico, laboral y sexual. Ahí hay niños que estaban acostumbrados a ir medio día a una escuela donde se sentaban en el piso de barro o lodo porque no hay pupitres y reciben clases hacinados en una supuesta aula de clase porque la escuela sólo tiene dos o tres cuartos. Y el resto del día esos mismos niños debían ir a trabajar. Ahí hay personas que año tras año han creído en mandatarios y políticos a quienes les han dado su voto sólo para descubrir que de nuevo los engañaron y los han sumido en la pobreza extrema mientras ellos, los políticos, con la ayuda de los gobiernos y empresarios estadounidenses, europeos y asiáticos, se llenan las bolsas de dinero y construyen sus palacios blindados y envían a sus hijos a escuelas extranjeras y manejan autos del año, blindados, por supuesto.

Estos centroamericanos, mis compatriotas hondureños, tienen una gran resiliencia. Su situación es el resultado de crisis políticas recurrentes. La mayoría sin un peso en su bolsa y extremadamente exhaustos que se ve a simple vista, nos dan cátedra de la capacidad humana para ir hacia adelante pese a las circunstancias y pese a las descalificaciones de muchos. Ellos, con su vulnerabilidad, van cambiando la imagen de los hondureños a nivel internacional.

Ellos saben que deben respetar a los vecinos mexicanos. También en México, son los más vulnerables quienes en todo el largo recorrido de más de un mes han mostrado su solidaridad con sus hermanos centroamericanos.

Los migrantes en Tijuana están conscientes que deben esperar por varios meses. Quizá seis meses, nos dice Castro de Ángeles sin Fronteras. Seis meses sólo para que llegue su turno de tramitar una situación legal en Estados Unidos. Luego quizá tengan que esperar más meses o hasta años.

Ya adentro del denominado albergue, que en ocasiones se confunde con un centro de detención, la imagen que se nos había dibujado por varias personas en el exterior, se desvanece. No hay basura acumulada por ninguna parte. No hay malos olores. No hay personas peleando. Sí hay un hacinamiento, pero ello obedece al lugar que se les ha asignado, no al gusto de los migrantes. Un grupo aislado de jóvenes platica en voz alta sobre su salida del lugar para pedir mejores condiciones o que se agilice el trámite para permisos de trabajo, lo cual puede llevar unos días o semanas, dice Castro. Esto es una crisis humanitaria y ellos y el mundo lo sabemos.

Mientras seguimos la visita adentro del centro, cruzo mi mirada con la de una joven mujer que permanece sentada sobre un delgado colchón de plástico colocado sobre el piso de concreto en el auditorio del lugar.

“Con todo respeto, pero me parece que está triste?” le pregunto.

“Sí”, responde. “Estoy decepcionada. Sé que hay que esperar muchos días aquí en este lugar y en esta situación y sé que tengo que seguir, pero no dejo de sentirme deprimida. Todo lo que tenemos que pasar no es fácil”.

Las protestas tan divulgadas en los medios fueron esporádicas. Los y las miles de invisibles estaban en el deportivo, pero las lentes de los medios enfocaban su zoom o lente largo en unas “broncas” callejeras a distancia.

Mientras, esta mujer se sume en su propia historia y nadie la nota. Muchos duermen a su alrededor, niños se mecen en los columpios y juegan con alegría en unos juegos tipo jardín infantil, como ajenos a lo que ocurre a su alrededor, a escasos pasos donde se encuentra la joven mujer.

“La esquina donde rebotan los sueños”

Salimos del deportivo con el corazón hecho una piltrafa. A escasos ocho kilómetros llegamos al Parque de la Amistad en las Playas de Tijuana. Está cercado por el famoso muro construido con barras de hierro y concreto que artistas callejeros han cubierto con sus ideas de libertad, y que hondureños han “conquistado” subiéndose a la cima de la barda hondeando la bandera blanquiazul de cinco estrellas. “Aquí comienza la patria” dice un adagio al pie de un colorido rótulo donde se lee “TIJUANA”.

“Together” (Juntos), dice un mensaje pintado en el muro.
“Lies” (Mentiras), dice otro mensaje en rojo y blanco.
“La esquina donde rebotan los sueños”, alguien escribió en otra barra.

Muy cerca está un hombre, contemplando el paisaje, cabizbajo.

Se llama David y nos dice que las cosas han cambiado en los últimos días debido a “la llegada de los hondureños”.

“Han colocado esos rollos de alambres de púas, hay más elementos de la Patrulla Fronteriza”. Patrullan a caballo por la playa estadounidense, mientras otros miembros de la patrulla fronteriza permanecen estacionados en una lancha en aguas cercanas a la playa de lado estadounidense. Otra patrulla también permanece estacionada al otro lado de una segunda barda construida del lado estadounidense.

“Pero por lo demás todo es igual”, dice David.

David no es originario de Tijuana. Nacido en otra parte de México, a corta edad inmigró con sus padres a Santa Ana, California. Vestido en calzoneta cuadriculada y una camiseta, con unos auriculares como si escuchara música, narra su historia en impecable bilingualismo. Esporádicamente, cambia fácilmente de inglés a español y viceversa.

Ya adulto se involucró en asuntos que lo llevaron a la cárcel, y desde ahí fue deportado, pese a tener su esposa y sus hijos ciudadanos estadounidenses.

En los últimos ocho años residiendo en Tijuana ha podido recapacitar sobre los valores importantes en su vida. El más importante: su familia. Su esposa y sus hijos lo han visitado fielmente cada fin de semana en ese tiempo. De acuerdo a las leyes estadounidenses, después de 10 años de vivir fuera del país, su esposa puede solicitar “un perdón” para él.

Quiero gritarlo, pero por respeto a David me lo aguanto.
¿Perdón? ¿Perdón por haber infringido la ley o perdón por haber nacido en el supuesto lado prohibido del muro? ¿Perdón por haber nacido entre los más vulnerables?

La salida

Mientras los sueños de David rebotan en el muro, la vida en TJ transcurre sin pormenores. Al lado mexicano, la playa está llena de personas que han salido a tomar el poco sol que queda del día y el aire cada vez más fresco. A lo alto hay una fila de casas con vista al mar, que casi invitan a quedarse viviendo en la ciudad fronteriza. A un nivel más cercano a la playa muchas parejas hacen su recorrido romántico por un pasadiso de madera. Resulta difícil, sin embargo, hacer caso omiso a la barda que forza a vidas paralelas. ¿Y el mar qué sentirá? El mar también es un ser viviente.

De salida, como en cualquier ciudad fronteriza, el tráfico de entrada a Estados Unidos se estanca cada vez más a medida que uno se acerca a la garita. Nos lleva tres horas y media la espera y en el trayecto se nos acercan decenas de vendedores ambulantes y personas que piden dinero, de todas las edades y colores de piel. En ocasiones tocan en nuestras ventanas.

En la espera, entablamos una conversación con un hombre cuyo cuerpo le sirve de percha de varios ponchos de lana, y en sus manos carga una estatua de cerámica de tamaño mediano de la Virgen de Guadalupe, un crucifijo grande de madera, y un jarro de barro con sus tasas, entre otros objetos.

“¿Así es el tráfico siempre en esta garita de San Ysidro?” le preguntamos.
“Ha estado más lento desde la llegada de los centroamericanos”, responde. “Yo no estoy autorizado para vender en esta área, pero la policía no nos deja vender en mi área que es más cercana a la garita que está bajo más vigilancia debido a la llegada de los miles de migrantes. Eso es lo único que nos afecta con los migrantes, pero si no vendo no como, así que mejor me arriesgo”.

El misterio es por qué la tardanza y mientras nos acercamos a la salida comenzamos a ver que aunque los policías visten también uniformes azúl oscuro, y muchos se miran como latinos, son más fornidos y llevan armamento más sofisticado. Al ver de cerca, sus uniformes dicen “Police” y junto a la palabra llevan una aplicación bordada de la bandera de las 50 estrellas con fondo azul y las trece franjas rojas y blancas.

Las casi 15 filas de automóviles están rodeadas de rótulos billboard en el que famosas celebridades mexicanas invitan a la compra de lotes de terreno para construir casas.

Llegamos a la casilla que nos toca a la salida de Tijuana a San Ysidro.

“Pasaportes”, nos dice tajantemente en inglés el joven oficial de migración que bien podría ser un latino de tez clara.
“¿Qué traen?” pregunta de nuevo con una seriedad con la que quizá pretenda ser intimidante.
“Nada” es la respuesta.
Pocas palabras. Es el lenguaje de la frontera..

Nos regresa los pasaportes y con la cabeza nos indica que podemos seguir nuestro camino.

El intercambio dura menos de cinco minutos y salimos con la duda de por qué para ese intercambio tan tácito y corto tuvimos que esperar tres horas y media entre un mar de carros.

Hoy hemos sido testigos de una tragedia en la que los culpables al norte y al sur del muro en Tijuana se encuentran en total negación sobre su responsabilidad para darle una salida política y humana a nuestras hermanas y hermanos centroamericanos. El mundo observa, impactado porque la historia de los ignorados, los excluidos, y los rechazados nos enfrenta con nuestras propias carencias, vicios y virtudes.

Los migrantes nos están mostrando la crueldad humana impuesta con políticas y leyes que benefician a pocos. Un sinnúmero de muros se han levantado (hay que recordar el Muro de Berlín) y quizá a todos nos toque bajarlos caminando juntos.

 

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One Thought to “Crónica: La imagen de Honduras cambia a medida que los más vulnerables caminan hacia su meta y un mundo impactado los observa”

  1. Zenaida Velásquez

    Excelente descripción! Las fotografías son muy reveladoras de esa triste realidad. Gracias Doris por hacernos vivir esta experiencia como si estuviéramos en Tijuana!

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