El crimen, la delincuencia, la corrupción desde el marxismo

Por Julio César Ocaña

El crimen, como manifestación del mal, no es un tema estrictamente moral, es primordialmente fruto de la exclusión económica, social, política y cultural a que se ven sometidos cada vez más seres humanos en todo el mundo, no sólo en Guerrero, Veracruz o Tamaulipas; no sólo en México…

Quienes no encuentran un lugar digno en la sociedad se frustran y desesperan, se alimentan de resentimiento y rencor y se convierten en sus enemigos. Al serles negadas opciones viables de desarrollo humano y al perder o confundir sus referentes morales y éticos, se envilecen y se degradan, pasando a engrosar las filas de la delincuencia en sus variopintas manifestaciones.

En este sentido, me parece conveniente traer a colación la reflexión de uno de los más grandes científicos sociales que ha parido la humanidad:

“Cuando un individuo hace a otro individuo un perjuicio tal que le causa la muerte, decimos que es un homicidio; si el autor obra premeditadamente, consideramos su acto como un crimen. Pero cuando la sociedad  pone  a  centenares de proletarios  en una situación tal que son necesariamente expuestos a una muerte prematura y anormal, a una muerte tan violenta como la muerte por la espada o por la bala; cuando quita a millares de seres humanos los medios de existencia indispensables, imponiéndoles otras condiciones de vida, de modo que les resulta imposible subsistir; cuando ella los obliga por el brazo poderoso de la ley a permanecer en esa situación hasta que sobrevenga la muerte, que es la consecuencia inevitable de ello; …cuando ella sabe demasiado bien que esos millares de seres humanos serán víctimas de esas condiciones de existencia, y sin embargo permite que subsistan, entonces lo que se comete es un crimen, muy parecido al cometido por un individuo, salvo que en este caso es más disimulado, más pérfido, un crimen contra el cual nadie puede defenderse, que no parece un crimen porque no se ve al asesino, porque el asesino es todo el mundo y nadie a la vez, porque la muerte de la víctima parece natural, y que es pecar menos por comisión que por omisión.  Pero no por ello es menos un crimen.”  (F Engels: La Situación de la Clase Obrera en Inglaterra.)

Al coincidir con Federico Engels en esta visión, estoy diciendo, desde ya, que una de las  problemáticas que más nos preocupan en estos aciagos momentos, es un asunto que pasa de largo a la demagógia gubernamental. Los gravísimos problemas de justicia y seguridad pública que venimos padeciendo prácticamente todos los mexicanos, de un tiempo para acá con inaudita intensidad, no se resolverán combatiendo “frontalmente» a los delincuentes y sanguinarios asesinos que asolan nuestros campos y nuestras ciudades, con lo cual no está dicho que no se deba sancionar el delito y al delincuente. Esta última es tarea orgánica y permanente del Estado y de su aparato de justicia y seguridad, aquí y en China. No es éste el punto.

Estamos ante un reto conceptual. Muchos coincidimos en que el crimen no es una causa, sino una consecuencia, y en este sentido sabemos que no es combatiendo consecuencias como se abaten las causas.

Sin embargo, el problema no es tan sencillo como pudiera parecer, o tan simple como afirmar lo anterior. Este asunto es bastante complejo y está lleno de contradicciones y manifestaciones diversas que ameritan un tratamiento profundo y específico. Cualquier plan destinado a reducir los índices de criminalidad de manera sustantiva, implicará  el diseño de acciones integrales de orden económico, jurídico, educativo y cultural; incluso de vastos programas que más que destinados a “combatir” el crimen, deberán estar destinados a evitarlo.

Tenemos que ponernos de acuerdo en las causas de los síntomas. Explayarnos en secuelas no hace mucha falta, pues éstas son más que evidentes, son palpables y sufribles por todos. El cuadro clínico es lugar común en la opinión pública mexicana. Datos y cifras del crimen son parte del acervo informativo, ya casi cultural, de todos los mexicanos.

Más bien, tendríamos que comenzar por coincidir en que estamos ante las consecuencias de una gran y esencial causa, y de múltiples causales específicas, concatenadas unas con otras; y es que en este problema, que a todos nos atañe, somos  todos también presuntos implicados, y, o lo resolvemos entre todos, o el problema persistirá ante la impotencia por nuestra incapacidad para entenderlo y afrontarlo de común acuerdo.

No podemos sacar la carreta del fango, unos jalando hacia la izquierda y otros tirando hacia la derecha. Es de aquí de donde, pienso, debemos partir. Comencemos, pues, por ponernos de acuerdo en la naturaleza del problema al que nos enfrentamos. Comencemos dejando por sentado que el gran y decisivo crimen que tenemos enfrente, y del cual es víctima la mayor parte de la población, es el crimen de la exclusión económica y social, y por tanto cultural y educativa, al que nos somete, día con día, un sistema económico y un régimen político orientados a beneficiar a cada vez menos poderosos, en perjuicio de cada vez más mujeres y hombres trabajadores del campo y la ciudad. En este entendido, tendríamos que concluir: mientras no se modifique este estado de cosas radicalmente, sólo alcanzaremos resultados parciales, y ni el gobierno como gobierno, ni la sociedad como tal, obtendrán, a la larga, resultados verdaderamente satisfactorios a los ojos de todos. “Operativos guerreros” aquí, “operativos jarochos” allá; comisionados y fiscales especiales aquí, allá y acullá, seguiremos enfrascados en el tan mediático como contraproducente alborotamiento de avisperos y exasperando el ánimo social, generando además un escenario bélico también en el imaginario común, que menos todavía contribuirá a la tan traída y llevada “reconstrucción del tejido social”.

El endurecimiento del aparato coercitivo y la creciente militarización de las tareas policiales del Estado, contribuyen, por otra parte, a la creación de un peligroso caldo de cultivo propicio para la criminalización de la lucha y la protesta y el movimiento social. El “caso Aguas Blancas”, El “caso Ayotzinapa”, el “caso Tlatlaya” y el “caso Nochixtlán”, son apenas pequeños botones de muestra de lo que podría esperarnos, de mantenerse esta tendencia. ¡Aguas!

FA-ElCrimen

El crimen no es ajeno a la historia del hombre, ni a su historia real ni a su historia mítica, que no es otra cosa que reflejo de la primera.

La Biblia apenas comienza y ya encontramos, en Caín, el primogénito de Adán, al primer asesino de la “historia sagrada”; y la Roma eterna, ya desde los inicios de su “eternidad”, nos cuenta cómo Rómulo mató a Remo por violar sus límites territoriales. El crimen ha sido incluso inspirador de excelsas obras de arte, como la que nos legó Dostoievski, el gran novelista ruso, en “Crimen y castigo”, donde con magistral pluma revela una nítida radiografía psicológica del crimen y de su entorno social; aunque bien mirado, psicología por aquí, psicología por allá, en el fondo de las motivaciones criminales de Raskolnikov encontramos su deprimente y frustrante situación económica y el codicioso abuso de la avara agiotista, objeto de su decisión fatal.

Exagerando tan sólo un poquito, podría decirse que la historia de la humanidad es la historia de sus guerras y de sus crímenes; de abusos y vejaciones, de invasiones, ocupaciones, violaciones y traiciones…

La existencia del crimen es, pues, tan vieja como el hombre mismo, y no nos sorprende que así sea. Opiniones aparte acerca de la bondad o la maldad de la naturaleza humana, pues así como Maquiavelo, conocedor por excelencia de la historia y familiarizado con los vericuetos del poder, afirmaba que el hombre es malo por naturaleza y que sólo se hace bueno por necesidad,  hay quienes afirman lo contrario, como también quienes pensamos que el hombre no es ni bueno ni malo por naturaleza, sino que, por naturaleza goza simplemente del libre albedrío que le dota del don de la elección.

Mas lo que si nos sorprende, y no debería dejar de sorprendernos, es la horrenda dimensión y la extrema brutalidad de que hace gala semejante manifestación humana (mejor dicho, anti-humana) en nuestro país y, particularmente, en estados como Guerrero, Veracruz  y Tamaulipas, por mencionar los más sonados.

Dejo por sentado que las causas últimas del crimen, como fenómeno social, repito: como fenómeno social, se hallan en el esfera de lo económico; no obstante, no es suficiente la causa esencial para explicar el fenómeno del todo, mucho menos los componentes de saña y crueldad excesiva de los cuales somos víctimas muchos, y testigos todos. Es aquí donde aduzco a la pérdida de referentes morales del delincuente, de la cual hice mención líneas arriba.

En los brutales crímenes que pululan como mosquitos en el pantano a lo largo y ancho del territorio nacional, podemos observar la mano inclemente y sanguinaria de bestias humanas que, sin el mínimo miramiento, son capaces de asesinar de la forma más vil a seres humanos, sin distinguir entre hombres, mujeres y niños, como si de insectos se tratara. ¿Cómo es posible que hayamos llegado a semejantes niveles de inhumanidad y desamor en un país que se precia de ser 80 por ciento creyente en Jesucristo? ¿En un país donde presumimos de nuestro fervor guadalupano?

Es a todas luces evidente que la institución encargada por oficio divino y por tradición de educar al pueblo en las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, ha fallado. La iglesia y sus pastores han fallado en su misión evangelizadora. ¿Y por qué han fallado? Acaso porque se han preocupado por afianzar un poder terrenal, más que en construir el reino de Dios en la tierra. Y recordemos que Dios, según Jesucristo, es amor. Y entonces, irreverentemente, pero no sin justificada curiosidad, pregunto yo: ¿Es amor lo que nos inspira la conducta y las posturas de personajes como los cardenales mexicanos? ¿Es amor lo que nos inspiran obispos y prelados eclesiales? ¿Es amor lo que en verdad predican con sus hechos? ¿O acaso están más ocupados en obtener beneficios materiales y en distraer a su grey con la práctica de ritos y ceremonias que han logrado convertir en las más arraigadas tradiciones populares, alejando a los creyentes de las verdaderas enseñanzas de la religión?

La jerarquía eclesiástica es en muy buena parte responsable de que los creyentes hayan trastocado los valores esenciales de la religión y de que hayan logrado, como fatal consecuencia, hacer creer a los fieles, delincuentes o no, que bastan ritos y ceremonias, o pintarse una “virgencita” en el pecho, para considerarse “católicos”. ¿O cuál es el mensaje que proyectan clérigos que aceptan jugosos “donativos” de los narcotraficantes para las supuestas “causas de Dios”? Poco falta para que vuelvan a vender indulgencias y hasta pedacitos de cielo, acordes al bolsillo del cliente… (Acaso tuviera razón Nietzsche, cuando sentenció que “el último cristiano murió crucificado”).

¿Qué otra referencia moral de mayor peso podríamos mencionar en un país con una exacerbada conciencia religiosa desde tiempos ancestrales, que la iglesia católica y sus “pastores”?

Pero no es esta institución la única que ha contribuido decididamente a que perdamos o confundamos nuestros referentes morales. La clase política mexicana no se queda atrás. Los gobernantes y funcionarios, los jueces y legisladores, son figuras públicas visibles e influyentes que al carecer de solvencia ética y moral han venido a socavar también, y en gran medida, el universo de los valores éticos que alguna vez tuvimos los mexicanos. El día de hoy la palabra “político”, la palabra “partido”, “candidato”, “presidente”, “gobernador”, “diputado y senador”, la palabra “juez”, la palabra “policía”… y a últimas fechas incluso la palabra “perdón”, son sinónimos de corrupción, de codicia, de mentira y de traición.

Algunos dirán que es la familia la institución social encargada de transmitir los valores humanos a niños y jóvenes, y podrán tener parte de razón en ello, pero ¿cómo podríamos responsabilizar tan sólo a los padres y a las madres de la pérdida de valores, cuando ellos mismos son víctimas, por un lado de la deplorable situación de carencia económica, misma que es fuente de conflictos y desavenencias que conducen invariablemente a la desintegración familiar, en tanto que, por otra parte son padres y  madres objeto de la fallida evangelización de sus guías religiosos, principales exponentes y ejemplo de la moralidad que debería conducir a la grey católica? ¿Cómo culpar a los jefes de familia,  si son aleccionados, día con día, por la incongruencia entre palabras y hechos de políticos y gobernantes mentirosos, mezquinos y ambiciosos, que por aquí nos dicen que sólo quieren servir al pueblo, mientras que, lo que en realidad hacen es servirse con la cuchara grande y beneficiar a sus parientes y allegados para formar y consolidar sus respectivos clanes y feudos políticos?

¿Hacia dónde podríamos mirar para buscar la luz del faro que nos indique con certeza la dirección del puerto al que desearíamos llegar, si todos nuestros faros están apagados o resquebrajados y difuminan su luz hacia todas direcciones, menos hacia la dirección correcta?

¿Cómo no vamos a naufragar ante semejante situación?

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La política del gobierno federal, y de los gobiernos estatales en general, se caracteriza por considerar, en los hechos, al crimen como una causa y no como una consecuencia.

El ataque frontal, incluso militarizado, y  la desviación de recursos fiscales, así como la inmensa y cada vez mayor aplicación de recursos materiales y humanos de la nación en aras del combate directo de los criminales, en detrimento de la educación, la salud, la cultura, la ciencia, el deporte, el campo y el impulso a la productividad y la innovación en la pequeña y mediana empresa, son prueba fehaciente de ello. Por decirlo en vulgares términos, el gobierno se está haciendo afuera de la bacinica y persiste en ello, salpicando ineptitud e ineficacia por doquier y poblando los cementerios de México de “daños colaterales”.

El diagnóstico oficial insiste en considerar como fuente del torrente de criminalidad que nos agobia a la rispidez de las bandas de narcotraficantes y del crimen organizado que, al no haber sido combatidas en el pasado reciente, vieron incrementar su poder de acción con desmesura, provocando la situación que hoy prevalece, lo cual no es tampoco una mentira absoluta, pero, otra vez, el crimen es concebido como causa y no como secuela. Desplantes demagógicos aparte.

Es verdad que la impunidad de que goza el crimen en México es fruto de la corrupción gubernamental y política. Es verdad que el Estado mexicano no ha cumplido ni cumple con su función esencial: garantizar la vigencia del Estado de derecho y la integridad de las personas y de su patrimonio e impartir justicia pronta y expedita. Como también es verdad que nuestro sistema de leyes es un entramado lleno de huecos y de recovecos que permiten y dan pie a la impunidad y a que prevalezca, no la verdad sino el poder a la hora de impartir y procurar justicia. Un ladrón de baratijas puede pasar años en la cárcel, en cambio un magnate o un  gobernante que nos roba millones a todos no es tocado ni con el pétalo de una rosa.

¿Por qué, por ejemplo, el enriquecimiento ilícito es un delito considerado como no grave, cuando debería ser catalogado como traición a la patria…?

Las deficiencias y las desviaciones de nuestro sistema de leyes y del aparato de justicia entero son factores decisivos que, aunados a la pérdida de referentes morales, contribuyen contundentemente a que las manifestaciones del crimen hayan alcanzado en México los niveles de impunidad y brutalidad que nos caracterizan ya como una de las naciones más violentas e inseguras del mundo.

¿Cómo y por dónde podríamos entonces como sociedad civil abordar el asunto para desenmarañar el ominoso nudo de la criminalidad que ha desbordado la capacidad de control del Estado mexicano?

Pues tenemos que abordar el tema considerando todas sus aristas, pero antes de ello, lo reitero de nuevo, tendríamos que comenzar por ponernos de acuerdo en la naturaleza del problema al que nos enfrentamos. Este esfuerzo  tampoco puede pasar de largo a la necesidad de consolidar una cultura de vida, de respeto y de fraternidad, entre nosotros mismos como parte de un TODO con la humanidad,  como viajeros a bordo de un mismo barco, y entre nosotros y la naturaleza -nuestra Madre Tierra-, con todos sus habitantes, especies animales y vegetales.

La problemática de violencia e inseguridad que nos preocupa a nivel local  y nacional no debería distraernos de la problemática global que  estamos enfrentando como humanidad, y que a pesar de la urgencia de nuestros avatares cotidianos reviste aún mayor trascendencia. Pero hoy nos apremia lo urgente. En este tenor, me permito anotar, resumiendo, algunas reflexiones de carácter metodológico en torno a este tan delicado como difícil tema.

1.- Es necesario insistir en la importancia de la prevención de los comportamientos antisociales como la mejor forma de combatir la delincuencia. Como bien decía Cesare Bonesana, Marqués de Beccaria: “Prevenir el delito es mejor que tener que castigarlo.”

2.- En su obra “La Sagrada Familia”, Karl Marx apuntaba la necesidad de “…destruir las fuentes antisociales de los delitos…”, En general, los teóricos clásicos del marxismo subrayaban que la lucha contra la delincuencia mediante la ayuda de las leyes y la actividad de los órganos represivos, sólo alcanzaría soluciones estrechas. He aquí por qué desde la teoría marxista podemos considerar que en la superación de la delincuencia se presenta como más importante la transformación de la sociedad y el perfeccionamiento de sus instituciones estatales y sus organizaciones sociales, así como la educación de las nuevas generaciones, que el mismo combate al crimen.

3.- Asentando lo anterior, estaríamos de acuerdo en que el tema del crimen y la delincuencia no es sólo un asunto del derecho penal y del aparato coercitivo, y por lo tanto, no se trata sólo de mejorar el derecho penal y la eficiencia policiaca, sino de llegar más al fondo del asunto. Para apuntalar lo dicho es preciso recordar que, a escala mundial, las medidas penales han fracasado; en las cárceles no se reeduca a nadie, y con frecuencia se fortalecen los procesos criminógenos, desarrollándose una victimización cruel entre los reclusos, en ocasiones producida por los propios funcionarios. Y de esto último nos sobran dramáticos ejemplos a los mexicanos.

4.- Desde la óptica que estoy planteando es de constatar que no es posible evitar la altísima peligrosidad de la delincuencia por medio de reformas al sistema legal y al aparato policiaco y judicial, ya que éstas sólo producen cambios limitados y perecederos. Cambios que, tal vez, ante una situación de excepción como la que estamos viviendo en México, puedan ser paliativos temporales que podrían aminorar parcialmente el dolor de las heridas causadas a la sociedad, pero no dejarán de ser paliativos y no dejarán de ser temporales. Por ello soy terco en insistir en que solamente sobre la base de los cambios de todo el sistema de relaciones económicas y sociales será posible lograr avances sustanciales en materia de combate y reducción del delito a niveles ínfimos.

5.- No podemos olvidar que los comportamientos antisociales, las transgresiones legales y contravenciones, y la delincuencia, como bien apuntan algunos expertos en la materia, se articulan en redes de patrones de interacción, de modo sistémico, con los procesos sociales, económicos y culturales en general. Al tomar en consideración la experiencia de la humanidad en la lucha por un futuro mejor debemos resaltar que en la superación de la delincuencia no resulta efectivo el ejercicio de la violencia, y no es la actividad de los órganos coercitivos ni es la sanción lo que funciona a largo plazo, sino la prevención del delito. “El legislador sabio previene el delito para no hacer necesario castigar por él” (Karl Marx). Haciendo una analogía muy ilustrativa, podemos decir que en este rubro las cosas funcionan como en el campo de la salud pública: siempre será de más eficacia y de mayor economía prevenir las epidemias que curarlas. De ahí la importancia de las vacunas.

Finalizo  esta aportación apelando a los lectores a que, más allá de preocuparnos por resolver los problemas que puedan afectarnos en lo individual y en el entorno físico inmediato, lo cual no nos está negado, aspiremos a forjar un mundo nuevo, una nueva forma de vida y de convivencia humana, lo cual  conlleva inevitablemente la exigencia de salir de la mezquina órbita de nuestros planetas individuales y decidir vivir de acuerdo a un sentido de responsabilidad universal, sintiéndonos TODOS  parte importante, pero a la vez prescindible, de la comunidad terrestre. Con realismo debemos sentirnos componentes activos y actuantes de nuestras distintas comunidades locales. Esto significa que no daremos un paso adelante y que no extenderemos un brazo al frente sin sabernos y sentirnos, al mismo tiempo que habitantes de poblados y ciudades diversas y de naciones diversas, integrantes también de un mismo mundo, de un mundo que gira en un mismo espacio y en un mismo tiempo. Nuestro mundo, nuestro espacio, nuestro tiempo. Un mundo en el que los ámbitos global y local son cada vez más difíciles de separar.

Hoy es inevitable la conciencia común en el sentido de que la responsabilidad, respecto al bienestar presente y futuro, no es más la sola responsabilidad que como individuos sentimos hacia nuestras familias.

Hoy, la familia humana es nuestra familia. Hoy no podemos decir más: “Yo, y que el mundo gire…”.

El espíritu de la solidaridad humana debe prevalecer o nos extinguiremos como humanidad y como especie. Para ello es preciso que nos miremos al espejo y con reverencia nos arrodillemos ante el misterio del ser, con gratitud por el inmenso don de la vida, y con la humildad debida para ubicarnos  en el lugar correcto  que ocupamos en la naturaleza. Sin sentirnos más, sin sentirnos menos.

Urge que compartamos una misma visión acerca de los valores y los principios fundamentales que puedan servir como el cimiento ético para la construcción de la nueva comunidad mundial en ciernes. Valores y principios que habrán de servirnos para forjar una nueva forma de vida, una forma de vida sostenible, sustentable, solidaria, fraterna…

 

jcmartioca@gmail.com

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