CDMX, la escala obligada, la parada inevitable del éxodo migrante.

Por Argel Jiménez

Foto: Alejandro Herrera Ortiz

La vista aérea que ofrece el Metro no puede ser mejor. Desde el puente donde se desliza  el gusano naranja se pueden ver las enormes carpas que abarcan casi la totalidad  del mini estadio; gente bañándose en tinacos azules, personas haciendo filas, casas de campañas, lonas y plásticos que sirven para resguardarse del sol y camiones de diferentes tamaños que brindan servicios de salud.

Es el estadio principal Jesús MartínezPalillo de la Ciudad Deportiva que alberga a la primera caravana de migrantes centroamericanos del siglo XXI en la Ciudad de México.

En el andén y las escaleras de la estación del Metro Velódromo se aprecia un ir y venir de migrantes que se animan a conocer un poco esta ciudad. “Es mejor salir a conocer un poquito, en vez de estar ahí esperando”, le dice un señor de unos 45 años a otro que no se ve muy convencido de dejar el campamento. En los torniquetes de entrada de la estación se lee un pequeño letrero: “Si eres migrante la entrada al Metro es gratis”.

Ya sobre la avenida, afuera del Metro, se observan muchos migrantes descansando en las bancas o en el suelo. Platican ríen, o simplemente se acompañan en silencio. Cerca de la Puerta 6, por donde  uno puede acceder al campamento de refugiados. Un “riel” de unos seis contactos de corriente eléctrica luce ocupado por el mismo número de cargadores de celular, mientras todos sus dueños ven cómo, poco a poco, se carga la pila.

La Puerta 6 es la entrada para un estacionamiento de autos. Los migrantes entran y salen en grupos grandes y pequeños para conocer los alrededores, mientras los periodistas nacionales y extranjeros entrevistan y sacan fotografías.

Del lado derecho del estacionamiento se encuentra una zona de juegos infantiles que lucen despintados. Esta vez sirven principalmente para poder colgar cobijas o plásticos que cubren a familias enteras. La mayoría descansan. Unos recién bañados se cepillan el cabello. Sus rostros lucen  quemados por las amplias exposiciones al sol. Las madres, que son varias, aprovechan la tranquilidad que hay en la zona para amamantar a los pequeños  del núcleo familiar.

Los niños más grandes juegan  entre ropa colgada en columpios y resbaladillas. La travesía para ellos no tiene la misma importancia que para sus padres.

El sol cae a plomo. Debajo de un cobertor negro una familia se trata de proteger del sol. El padre de familia llega con una sudadera como para un niña de unos tres años, se la muestra a su esposa; ella posteriormente se la prueba  por encima a su hija de aproximadamente unos cinco años. La niña tendrá que hacer un esfuerzo grande para entrar en un suéter unas tallas menores. El papá remata: “Es la más grande que había”.

A un costado de la zona de juegos infantiles la realidad de la mayoría de la Ciudad Deportiva de la Magdalena Mixhuca se hace presente. Una cancha de Futbol Siete, que pudiera servir de cama para los migrantes, se encuentra cerrada con candados. Aquí la propiedad privad se respeta.

Alrededor de dicha cancha tres montones de ropa usada que luce en el suelo, esperan algún posible portador. Las personas levantan y estiran la ropa  para ver el tamaño, si no es de su agrado la prenda la vuelven a dejar en el montón. Usan la misma técnica que se estila cuando se escoge ropa de paca en algún tianguis de la zona metropolitana.

Cerca de una de las montañas de ropa, cinco personas juegan con una baraja inglesa. Las apuestas se hacen en pesos mexicanos. Nadie de los jugadores pierde detalle de la repartición de las cartas. Los otros que observan de pie, entre ellos dos paramédicos de la Cruz Roja, observan los movimientos de las mismas y el flujo de monedas de uno, dos y cinco pesos, que siempre tienen el mismo destinatario, a decir de la mujer paramédica, que dice sorprendida: “Se los volvió a echar a todos”. Su pareja de trabajo no se inmuta y le contesta “Eso está comprado”. Dan media vuelta y se retiran del lugar.

El lugar está repleto de gente, es un ir y venir por el pasillo que lleva al estacionamiento del estadio Jesús Martínez Palillo. Ahí se encuentran carpas de varias instituciones como la ONU, CDHDF, PGJ, camionetas que ofrecen servicios de salud, carpas en donde se regalan llamadas telefónicas gratis, una pequeña ludoteca para niños y una carpa de una orden religiosa que regala comida, bebida y cobijas para el frío.

Una persona recorre los pasillos con una caja grande en las manos. Busca con la mirada donde haya niños y niñas para hacerles un obsequio a los más pequeños de la caravana. Cuando encuentra a alguno baja la caja a la altura del niño o niña, para que escojan  cualquier superhéroe gringo de su preferencia.

Uno de los chiquitines afortunados es un policía gordo que no cabe en su uniforme y, con cara de felicidad, que de seguro usó de pretexto a su hijo para que le regalaran un Hulk.

A un costado del estacionamiento se encuentra el comedor instalado por el Gobierno de la Ciudad de México. Está al aire libre. Sólo lo cubre una carpa grande. Veinticinco tablones son dispuestos para que los migrantes en tres horarios diferentes  puedan comer.

La lona que está en la entrada del comedor marca que el desayuno es de 8:00 am a 10:00 am; la comida es de 2:00 pm a 4:00pm, y la cena es de 7:00 pm a 9:00 pm. Son las 5:30 pm y los bolillos que se repartirán en la cena ya esperan ser devorados.

Los voluntarios  que portan chalecos rosas esperan sentados la hora en la que habrán de repartir la comida, mientras en el remolque que se encuentra a un costado se prepara los últimos detalles para servir la cena.

Unos metros más adelante del comedor comunitario (siguiendo a un costado del estadio) se encuentra la zona en donde los migrantes se dan un baño a jicarazo. Los hombres se duchan sin quitarse el short o calzón. Las mujeres la tienen más difícil para bañarse. Ellas, para evitar las miradas morbosas, se tienen que tallar y enjuagar por debajo del short y la playera que traen puestas.

Algunas señoras aprovechan el piso de tartán que está cerca de las “regaderas” para tallar la ropa de toda la familia. Con fuerza sacan la mugre de sus ropas y enjuagan. Y así hasta terminar el bonche de ropa.

Empieza a oscurecer y en el estacionamiento se dejan oír gritos, chiflidos y desaprobaciones de una manera apasionada. Aquello parece una sesión catártica. Es de una conferencia de prensa  de donde provienen las exclamaciones.

Las cámaras de televisión, los reporteros y una cantidad grande de hondureños escucha un discurso que habla de los saqueos de los recursos naturales en Honduras, del despojo de tierras por parte de empresas transnacionales… “Si ellos (los migrantes) tuvieran la tierra  no se irían del país”, dice el que habla por un micrófono. Esa afirmación concita aplausos por parte de los hondureños. Las rechiflas por las políticas extractivistas que impone las grandes empresas transnacionales y los gobiernos en turno no se hacen esperar. “Yo estuve trabajando en una mina y nos pagaban muy poco”, dice un joven que no ha de pasar los veinticinco años.

La conferencia resulta acalorada. Todos los migrantes ahí presentes se sienten identificados con el discurso del periodista. “Las maquilas –continúa–  no son la solución por los salarios de hambre que dan…” “En Honduras, el hartazgo después de 300 años de saqueos de las riquezas, es grande”. Todos los ahí presente aplauden.

Más que una conferencia de prensa parece un mitin político. No es para más. Para informar y decir noticias un periodista no se puede quedar neutro ante una realidad que lacera a humanos y recursos naturales.

El que habla es Bartolo Fuentes, periodista independiente hondureño. Todos sus paisanos ahí presentes lo arropan. En su país fue acusado  de organizar esta caravana de migrantes. Lo señalan de haber repartido cuatro mil dólares por persona. “A mí nadie me sacó de mi casa”, dice un señor de unos cuarenta años. “Yo vine por mi propia cuenta”. 

Bartolo continúa su discurso. Dice que teme por su vida ante la guerra sucia hacia su persona que hace una televisora local (HCH), que es financiada por  el presidente hondureño actual, Juan Orlando Hernández. Su residencia actualmente la tiene en El Salvador porque teme que si pisa suelo hondureño lo metan a una cárcel de máxima seguridad por hacer periodismo.

Su agenda en México y El Salvador por motivos de seguridad no la comparte. Dice que se siente vulnerable y que no busca ni refugio ni asilo, él lo que quiere es regresar a Honduras para seguir haciendo periodismo.

Los periodistas locales se van yendo poco a poco, porque de seguro ya tienen la nota del día, lo que hace enojar a los hondureños ahí presentes. “¿Por qué se van?” “¡Se van porque les dicen la verdad!”

Culmina su discurso endureciendo sus palabras. Dice que esta caravana se originó por el golpe de Estado que patrocinó el gobierno de Estados Unidos en el 2009, que terminó siendo más mortífero que dos huracanes Mitch juntos.

Agradece el ofrecimiento que hizo a sus paisanos el presidente electo de México, Andrés Manuel López Obrador, de ofrecer empleo a los hondureños, pero exclama que la solución de Honduras no está en México, sino en Honduras.

Termina la conferencia de prensa. Muchos de los hondureños presentes no conocen en persona al periodista, y entre ellos hablan “vamos a saludarlo de cerca, para conocerlo”.

La noche ha caído completamente. Las filas para el comedor del Gobierno de la Ciudad de México lucen largas y unos optan por mejor comer el menú que ofrece la carpa de la orden religiosa. En un plato de unicel plano les sirven una porción de frijoles, arroz, un bolillo  y un vaso de leche. Todos, con comida en mano, buscan comer en grupo o en solitario para después ir a dormir.

Mañana será otro día. Unos esperan pacientemente y otros se desesperan tratando de seguir su camino hacia un lugar menos deshumanizado para vivir.

Cuando estudiaba en la facultad un maestro nos decía que es una falacia que a los pueblos latinoamericanos nos hermane la cultura. “Eso es mentira, sólo hay que ver lo diferente que somos en nuestro mismo país para ver lo diferente que somos”.

Lo que tal vez sí nos hermana es que somos víctimas de un modelo económico que nos quita la dignidad humana.

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