Caravaggio, el indigente de la sonrisa chimuela

Por Adriana Marisela

Foto: Eladio Ortiz

En la esquina de avenida Baja California y Tlacotalpan, en la Colonia Roma, se habita un señor de aproximadamente 48 años. Luce un abrigo negro largo y sucio, así como pantalones deslavados, con grandes hoyos que alguna vez fueron de color olivo.

Su cabello parece una jungla donde habitan temibles chinches y piojos que desbordan de sus rastas grisáceas de 15 a 20 centímetros de largo.

Aquel anciano abandonado se la pasa fumando un cigarro tras otro, riendo y hasta cantando en la parada del camión, sólo esperando que caiga la fría noche, en la que no sabrá si tendrá cobijas o un cartón grande que pueda usar como cama.

Vivir así parece ser una aventura extraordinaria para él, porque siempre está sonriendo y soltando carcajadas.

Sin embargo en la calle no hay botellas vacías de Tonayán o PVC. Tampoco hay restos de papel canas o bolsitas de plástico con cierre. Nunca bebe alcohol, sólo una coca pequeña y jamás fuma algo que no sea tabaco.

Para poder ubicarlo y que no suene como un extraño, quise ponerle un apodo.

Me acordé de un vagabundo que rondaba el famoso parque enfrente del Instituto Fray Juan de Zumárraga, “María Enriqueta”. Le llamaban “Picasso”. Nunca supe por qué. Todos los de la zona lo sabían.

En su honor le puse a este hombre “Caravaggio”. Sus labios anchos, nariz delgada, cejas abundantes, barba y bigote de chivo, además de ese extraño corte de pelo largo me hacían pensar que eran la misma persona, sólo que aquel pintor tenía ojos de sapo y era de tez blanca, mientras que el vagabundo los tenía pequeños y era moreno, lo que en México se conoce como “prieto”.

Caravaggio empezó a tener algo de suerte. Cada día tenía comida en platos de unicel. En otra ocasión ya usaba unos zapatos negros en sus lastimados y callosos pies, incluso le habían regalado un pantalón.

También pensaba regarle algo, pero tenía un miedo estúpido de que me atacara. Sabía que tenía algún problema mental, ¿o es que acaso una persona sumergida en la miseria, lleno de heridas y perdido en su mundo puede reír y ser feliz todos los días?

Pasaban meses y meses. Los trabajadores de los grandes edificios se habían acostumbrado a la presencia de este hombre de la calle, hasta que desapareció.

La parada de autobuses de Eje Tres ya no tenía a Caravaggio adornándola con su extravagante sonrisa chimuela. Ya nadie cuidaba en las noches del número 200 al 209 de la avenida. Tampoco se veía un bulto cubierto con cobijas sobre un pedazo de cartón en la banqueta.

¿Qué había pasado con el hombre de vestimenta sucia y rota que cada día sobreviva en esta ciudad que todo olvida, que todo ve normal?

Lo peor pasó por mi mente: quizás lo atropellaron, quizás lo levantaron las autoridades, quizás lo apuñalaron por diversión y esos capítulos de la Rosa de Guadalupe tenían razón.

Al día siguiente, la doña de los tamales ya estaba instalada en Anáhuac, el de la fruta en Tlacotalpan, pero Caravaggio no aparecía en ningún lado.

Una risa acompañaba el cantar de los pájaros urbanos a las 13:00 horas. Era familiar ese timbre de voz, el mismo que sonaba con las bocinas de los automovilistas. Sí, ahí estaba mi amigo el vago y no era Sebastián.

Vestía unos pantalones de mezclilla azules rectos junto con una playera tipo polo de rayas horizontales amarillas con azul. Calzaba unos tenis negros, y, ¡oh, por dios!, su gran melena había sido sustituida por un corte militar.

Cargaba una bolsa de papel kraft en la mano izquierda y en la derecha traía un cigarro. Había escuchado la risa de Caravaggio durante mucho tiempo, pero por primera vez sentí que no estaba loco, al menos no con un problema mental.

Reventaba de felicidad y yo también. Esa sonrisa perdida se veía real. Alguien había hecho su buena acción del día y su trabajo fue el más hermoso que pude observar.

Entonces fue este ser humano quien le dio zapatos, quien le llevaba comida, quien le cambió los pantalones, tal vez hasta platicaba con él y por eso siempre lucía despreocupado.

Desde entonces Caravaggio no aparece por aquí. En una suposición demasiado fantástica puede ser que se encuentre en “Hogar CDMX”, hotel de Buenavista que fue remodelado para personas en situación de calle que quieren salir adelante.

En otra aún más alucinante puede ser que haya escrito un libro “Mis memorias en la calle” y ahora sea un escritor millonario, famoso… No, eso ya es demasiado.

La causa o los motivos por los que una persona se queda en la calle son un misterio. Si fue por decisión propia o por quedarse en bancarrota, jamás se sabrá la verdad, y un montón de historias rodearan a este personaje.

Al menos este hombre del que nunca supe su nombre ha sido rescatado por alguien bondadoso y tiene una segunda oportunidad de decidir qué hacer por su vida.

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